Johannes Kepler. Max Caspar

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Johannes Kepler - Max Caspar Biografías

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según cuenta, en cierta ocasión se quedó dormido sin rezar la oración de la noche y la recuperó a la mañana siguiente [19]. Le dolía que le fuera negado el don de la profecía por causa de su conducta mundana. Si cometía un error, él mismo se imponía expiar la falta con una penitencia que consistía en recitar determinadas prédicas. En cuanto supo leer las historias bíblicas, a la edad de diez años, tomó como modelo a Jacob y Rebeca por si algún día se casaba, y decidió acatar los preceptos de las leyes mosaicas [20]. En lugar de despabilar su llama trémula, los predicadores de la Palabra y su ruda polémica confesional echaron leña en su espíritu maleable, tan sensible a las enseñanzas religiosas, y lo inundaron de una humareda sofocante. Con tan solo doce años, según relata, lo invadió una inquietud enorme y atroz ante la desunión existente entre las Iglesias porque escuchó a un joven diácono de Leonberg arremeter contra los calvinistas en un largo sermón. Después de aquello solía ocurrir que no lo convencía ningún predicador que polemizara con sus adversarios sobre el sentido de las Escrituras. Él mismo releía en los textos los pasajes discutidos y tenía la impresión de que la interpretación del adversario que él había conocido a través de la exposición del predicador, tenía sus puntos de valor. En Adelberg, los preceptores jóvenes que ejercían además el ministerio del púlpito estaban muy entretenidos con la refutación de la enseñanza reformada de la eucaristía. Sus exhortaciones para reparar en las tergiversaciones calvinistas y rehuirlas, conseguían no pocas veces que después, a solas, Kepler extrajera ideas propias sobre el motivo preciso de la disputa y sobre cómo sería la participación del cuerpo de Cristo. Luego llegaba a la conclusión de que el modo correcto era precisamente aquel que poco antes había oído condenar desde el púlpito. Además de las doctrinas de la eucaristía y de la ubicuidad, el muchacho se devanaba los sesos meditando sobre la idea de la predestinación, la cual le ocasionaba serias dudas. Ya durante el primer año de estancia en Adelberg encargó que le trajeran desde Tubinga un tratado sobre el tema por lo que, en una de las disputas en el colegio, un compañero le preguntó en la jerga escolar: «Bacante, ¿también tienes dubitaciones sobre la praedestinatio?» [21]. No podía aceptar que Dios sencillamente condenara a los gentiles que no creen en Cristo. Incluso desde entonces, su naturaleza pacífica siempre fue más integradora que separadora en las cuestiones religiosas. Igual que llamaba a la concordia entre luteranos y calvinistas, también hacía justicia con los adeptos al papa [22], y en sus conversaciones recomendaba mantener esta actitud. En todo ello vemos que ya en estos años tempranos estableció las bases de una postura que le reportaría consecuencias muy negativas a lo largo de su vida.

      En setiembre de 1588 Kepler se presentó al examen de bachiller en Tubinga [23]. Después de aquel primer paso hacia la tierra prometida tuvo que regresar a Maulbronn para completar allí sus estudios como «veterano» durante un año más. Al fin, el 17 de setiembre de 1589 se abrieron para él las puertas de la universidad en la ciudad del Neckar [24]. Sus ansias de saber habían alcanzado la meta tan anhelada durante los largos años de formación. ¡Con qué fuerza tuvo que latir su corazón cuando divisó el castillo Hohentübingen sobresaliendo entre los bosques soberbios de Schönbuch, cuando abarcó con la mirada el paisaje encantador del valle del Neckar y cuando entró en las callejas de la ciudad que ascendían desde el río hasta el castillo!

      Nadie estaba mejor atendido allí que un teólogo. Al llegar sabía hacia dónde dirigir sus pasos. Una habitación de estudio, una mesa preparada, una cama, todo estaba listo para él. Solo debía traer consigo ganas y amor hacia su profesión, una buena cartera para los libros y la certeza de que de allí manaba la fuente de la sabiduría. El seminario, llamado Stift e instalado desde 1547 en el antiguo monasterio agustino, acogía a los candidatos que concurrían sedientos de saber desde todos los lugares de Suabia. Sobre la base del orden eclesiástico del duque Christoph surgió allí un centro de enseñanza donde se reflejaron las discrepancias filosóficas y teológicas de los siglos posteriores con sus logros y sus fracasos, los altibajos en el desarrollo de la vida intelectual y las diferentes tendencias de cada época, y no pocos hombres que un día adquirieron en él su bagaje científico se erigieron más tarde en destacados paladines en el mundo intelectual. A lo largo de todos los cambios históricos, los fundamentos de ese taller de sabiduría han demostrado su eficacia y han logrado un tipo de formación que, aun portando rasgos característicos de Suabia, debe considerarse representativa de una humanidad universal, abierta y noble. Allí se hacía patente la afición a la especulación y la disputa dialéctica, la propensión a meditar y filosofar, la búsqueda de horizontes nunca alcanzados o el zambullirse en profundidades que jamás podrán ser penetradas; pero también destacaba un sentido riguroso de la realidad, cierta tendencia a la crítica y a la réplica, un espíritu abierto a ideas nuevas y, por último, aunque no en menor medida, el gusto por el humor y la sátira. Solo las mentes mediocres, a las que el afán por aprender llevaba a una sabiondez pedante, ubicaban con toda precisión, cual boticarios, las muchas pequeñas dosis de sus conocimientos en los distintos compartimentos del cerebro. Si alguna vez la reivindicación de estar siempre en lo cierto ha arraigado con fuerza en mentes faltas de la autocrítica pertinente, quizá se ha debido a un orgullo excesivo por la conciencia de pertenecer a una comunidad ilustre o, tal vez, a la bella costumbre de debatir en la que uno se siente obligado a defender su postura con todos los argumentos posibles.

      Igual que en los seminarios elementales, aquí la vida se regía por unas normas estrictas. Aunque las obligaciones de los alumnos eran menos severas de acuerdo con su edad más avanzada, tampoco se puede hablar de libertad académica. El rigor disciplinario hacía que los aspirantes a teólogos desistieran de la conducta licenciosa a la que se abandonaban en aquella época amplios círculos de la comunidad estudiantil. El proceso de instrucción estaba regulado de modo que los recién llegados debían asistir durante dos años a las clases de la facultad de artes antes de empezar los estudios de teología. En aquellas clases se impartía ética, dialéctica, retórica, griego, hebreo, astronomía y física. Se hacía un seguimiento continuo del rendimiento de los alumnos y se emitían calificaciones trimestrales. El estudio en la facultad de artes concluía con el examen magistral. A esto se sumaban tres años más para aprender las disciplinas teológicas. Al completar su formación, los becarios estaban obligados a quedarse de por vida al servicio del duque y, para aceptar un puesto fuera de la región, necesitaban el consentimiento explícito del elector que hubiera asumido los costes de sus estudios.

      El duque Ulrich, fundador del Stift, ordenó que los becarios fueran «niños menesterosos, criaturas devotas, de naturaleza aplicada, cristianas, temerosas de Dios». Como el padre de Kepler no satisfacía del todo la exigencia concerniente a la religiosidad, él cumplía con mucha más vehemencia todas las condiciones impuestas. Sus padres no tenían riquezas, pero, como la enseñanza y la manutención eran gratuitas y cada becario percibía al año seis florines para sus gastos, los estudios del hijo no les resultaron caros. Además, el abuelo Guldenmann puso por escrito el rendimiento de una pradera a disposición del hijo de su hija «para una formación mejor y más sólida» [25]. Las condiciones del joven estudiante mejoraron aún más cuando ya el segundo año de estancia en la escuela superior obtuvo una beca por valor de 20 florines anuales para la que el ayuntamiento de su ciudad natal había propuesto candidatos apropiados [26].

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