Johannes Kepler. Max Caspar
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En una de estas escuelas Kepler adquirió la base de la maestría estilística con que más tarde expresaría sus ideas en lengua latina. Al parecer, sus padres lo enviaron en un primer momento a la escuela alemana. No podemos presuponer en ellos ninguna capacidad para comprender la finalidad de las escuelas latinas. Pero, como los profesores del colegio alemán trasladaban gustosos a sus alumnos más aventajados al colegio latino para allanarles el camino hacia un futuro mejor, también Kepler, que reveló desde temprano una mente despierta, ingresó pronto en el centro que lo conduciría a metas más elevadas. Entró en el primer curso con siete años, pero tardó cinco en completar los tres grados de su colegio [12]. Esto no se debió a un rendimiento deficiente por su parte, sino a que tuvo que interrumpir la asistencia a clase durante meses e incluso años debido al cambio de domicilio de sus padres a Ellmendingen, al corto entendimiento de ambos y a la precariedad de su situación. Requirieron al muchacho para trabajos duros de labranza, y durante esas pausas tuvo que arreglárselas solo lo mejor que pudo.
Kepler guardó especial memoria de dos acontecimientos de la infancia que lo encaminaron hacia su dedicación posterior. En el año 1577 su madre lo llevó a una colina y le enseñó el cometa que surcaba el firmamento por aquel entonces [13]. En 1580 su padre lo sacó al cielo raso de la noche para contemplar un eclipse de Luna [14]. Ambos fenómenos celestes dejaron una huella indeleble en su impresionable intelecto, hasta el punto de que mucho más tarde aún recordaba pequeños detalles.
EL SEMINARIO
¿Qué futuro le esperaba a aquel muchacho? Su constitución débil no servía para la ruda labor agrícola y su talento destacado apuntaba hacia cotas más altas. La recomendación de los profesores, la religiosidad del chico y por supuesto también consideraciones de carácter económico, pudieron alentar a los padres a consagrarlo al oficio eclesiástico, una elección que Johannes acogió, sin duda, con gran alborozo. La senda hacia ese objetivo estaba trazada y era llana. Quien acababa la escuela latina y demostraba su valía en una prueba selectiva, el examen territorial, ingresaba en uno de los seminarios donde se preparaba a los pupilos para continuar los estudios en la universidad territorial de Tubinga, donde por segunda vez eran admitidos en un colegio para cursar sus estudios de teología. Esa fue la vía que siguieron miles de jóvenes prometedores en Württemberg hasta nuestros días, y no pocos adquirieron con posterioridad fama mundial. También Johannes Kepler emprendió este camino.
La previsión inteligente de los duques y de sus asesores fundó gran número de seminarios semejantes en el reducido territorio suabo. Se instalaron en monasterios que en su momento habían desarrollado una vida floreciente, como la conocida abadía de Hirsau, y que quedaron clausurados con la implantación de la Reforma. Estaban divididos en centros elementales y superiores. Los primeros, las «escuelas gramático-monásticas», continuaban y completaban la instrucción iniciada en la escuela latina, mientras que los superiores preparaban directamente a los alumnos para los estudios universitarios. El reglamento escolar y extraescolar era estricto. La jornada comenzaba con salmodias, en verano a las cuatro de la mañana y en invierno a las cinco. Cada hora tenía asignada una ocupación. No había libertad para salir. Una indumentaria uniformada consistente en un abrigo sin mangas y hasta las rodillas diferenciaba a los alumnos monásticos y favorecía el espíritu de compañerismo. Los directores de aquellos seminarios recibieron el apelativo de abades, rememorando aún el pasado católico. Las clases las impartían preceptores, sobre todo teólogos jóvenes que acababan de terminar sus estudios en Tubinga. También aquí el latín ocupaba el lugar dominante y constituía el idioma habitual del alumnado. Pero a esta materia se sumaba ahora la enseñanza en griego. Los adolescentes debían configurar su ideario a partir de la lectura de los clásicos de la Antigüedad, fundamentalmente Cicerón, Virgilio, Jenofonte y Demóstenes. Además, de acuerdo con el sistema de enseñanza del trivio y el cuadrivio, se les impartía primero retórica, dialéctica y música y, después, ya en el seminario superior, se aprendían nociones de astronomía esférica y aritmética. La lectura de la Biblia, practicada con fervor, debía colmar la cabeza y el corazón con el bien de la fe cristiana. Tanto la manutención como la enseñanza eran gratuitas.
El 16 de octubre de 1584, el candidato Kepler, de trece años de edad, puso el pie en el peldaño más bajo de la escalera que debía ascender: después de superar el examen territorial ingresó en la escuela monástica Adelberg erigida sobre una abadía premostratense próxima al monte Hohenstaufen. Continuó el ascenso y dos años después, el 26 de noviembre de 1586, entró en el seminario superior [15] instalado en el antiguo monasterio cisterciense Maulbronn, conocido por su valor artístico y su significado histórico.
El muchacho que se mudó a la comunidad de aquella escuela monástica era un tanto singular, no tanto por su rendimiento, ya que se ganaba todo el aplauso de sus profesores y ejecutaba lo que le pedían con un esmero impecable. Lo que lo diferenciaba del resto de sus compañeros era un carácter vuelto hacia sí mismo que lo arrastraba a una introspección casi tortuosa, el tipo y el contenido de su actividad intelectual, que se deleitaba realizando extraños ejercicios, el temor religioso con que satisfacía las demandas de su conciencia, su participación precoz en los conflictos confesionales de la época que lo inquietaban o la gran sensibilidad con que reaccionaba ante los problemas de la vida en comunidad. A una naturaleza semejante le tuvo que costar imponerse y mantenerse firme frente a la robusta condición de quienes con frecuencia desean llevar la voz cantante (sin estar designados para ello) en comunidades de este tipo, y frente a quienes se complacen en someter y atormentar a otros, máxime cuando educadores jóvenes e inexpertos no saben aplacar las groserías de la multitud adolescente.
Con posterioridad, Kepler tomó notas sobre las consecuencias de su introspección y sobre detalles sueltos de su mocedad y juventud [16] brindándonos con ello una ojeada a su intimidad y a su situación dentro del internado. Mencionando nombres y datos sobre las causas, comenta peleas y desavenencias, amistades y lazos de unión con sus compañeros. No pocas veces se le opusieron algunos o la mayoría, y la rivalidad en la pugna por los primeros puestos tuvo mucho que ver con ello. En otras ocasiones se vio obligado a defenderse del descrédito de su padre o a desprenderse de una amistad molesta. La falta de autocontrol en el discurso, la arrogancia y la crítica mordaz provocaron la enemistad del resto. Despertaba indignación y enojo entre sus colegas cuando ejercía como delator bajo la presión moral impuesta desde arriba. Sin embargo, procuraba deshacer el entuerto y aliviar su conciencia intercediendo por el malhechor. Daba mucha importancia a conseguir el reconocimiento de sus profesores y no soportaba que no estuvieran satisfechos con él. No le dolía menos notar que entre sus compañeros circulaban comentarios envidiosos sobre su persona. Le resultaba sencillo practicar la virtud de ser agradecido y exteriorizarla. Siempre dirigía su esfuerzo hacia la moderación, «porque sopesaba con atención los motivos de las cosas» [17]. Aprovechaba bien el tiempo. Siempre estaba ocupado, pero no persistía en una cosa porque a menudo lo asaltaban ideas y objetivos nuevos. Apuntaba sus ocurrencias en un pedazo de papel que luego guardaba a buen recaudo. Nunca se deshacía de los libros que lograba adquirir pensando que en cualquier momento podrían serle útiles. Se consideraba creado para ocupar el tiempo con cuestiones difíciles ante las que los demás se arredraban. A una edad temprana [18] se entretuvo con los distintos metros poéticos. Pronto acometió intentos poéticos propios. Quiso escribir comedias. Más tarde se entretuvo escribiendo poemas líricos a imitación de los modelos de la poética antigua. Sentía una predilección especial por los acertijos. Le gustaba jugar con anagramas y con alegorías audaces. Se complacía en emitir afirmaciones paradójicas en sus escritos, como por ejemplo que el cultivo de la ciencia evidenciaba la decadencia de Alemania, o que se debe aprender antes el francés que el griego (también consideraba paradójico este aserto). Al copiar en limpio sus composiciones siempre se distanciaba del borrador. Ejercitaba su capacidad retentiva memorizando los salmos más extensos, y también intentó aprenderse