Johannes Kepler. Max Caspar
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Aun así, queda claro que la convivencia en la casa de los Kepler, donde también residían algunos hermanos menores de papá Heinrich, no era precisamente cordial y armónica, y no es necesario que Kepler incluyera más comentarios para comprender que el matrimonio de sus padres era desafortunado. El padre trataba a su madre con severidad y rudeza, y ella oponía un comportamiento insensible con una terquedad insolente. Acibaraban sus vidas entre pendencias y disputas, y ni siquiera el pequeño Johannes, el primogénito, contribuyó a unirlos. Resultó ser un niño de constitución débil porque fue sietemesino [8]. Sus padres no lo trataron con cariño. Con seguridad sus atributos le vienen más del lado materno, como no pocas veces sucede con los hombres de talento. De modo que también él era de constitución pequeña y delicada para ser hombre, de ojos oscuros y cabello moreno. Jamás compartió las inclinaciones marciales del padre. En lo que respecta a su madre, parece haber sido una mujer curiosa. Su condición no queda del todo caracterizada con los escasos adjetivos arriba mencionados. Tendremos ocasión de conocerla mejor en el difícil proceso por brujería en que se vio envuelta en la vejez. Durante el mismo también salió a relucir que la educó una tía suya que más tarde murió en la hoguera acusada de encarnar al diablo. Mamá Kepler era ostensiblemente enérgica e inquieta, interesada por todo, cavilosa, pero también una chismosa y una bocazas. Recolectaba hierbas y preparaba ungüentos alentada por su fe en los poderes y en las relaciones mágicas, como si viera a través de los objetos de la naturaleza. Después de su primer hijo, la vida aún le concedió seis criaturas más, de las que solo tres alcanzaron la madurez, cada cual muy diferente de las demás. Mientras el genio de nuestro Johannes dio fama imperecedera al nombre de la familia, su hermano Heinrich, dos años menor que él, era un perfecto tunante [9]. Padecía epilepsia y era la desgracia de su madre; recibió muchas tundas, le mordieron animales, venía a casa con chichones y heridas, y estuvo a punto de morir ahogado, congelado o por enfermedad. Con catorce años ingresó como aprendiz de un tundidor, luego de un panadero, volvió a ser apaleado y marchó a Austria cuando su padre amenazó con venderlo. En Hungría sirvió a los soldados que luchaban contra los turcos, malvivió en Viena cantando y cociendo pan, fue lacayo de un noble, despedido, robado, herido y mendigó camino de su tierra. Al poco tiempo volvió a irse, esta vez a Estrasburgo, Maguncia y Bélgica, fue tamborilero de regimiento, y cerca de Colonia lo saqueó la cuadrilla de salteadores «Hahnenfeder».5 Más tarde ejerció como alabardero en Praga, regresó a casa pobre y maltrecho y se colgó del cuello de su madre hasta que falleció a los cuarenta y dos años. El equivalente benévolo de Heinrich lo constituyó la afable hija Margarete [10], quien, de toda la familia, fue la más cercana al primogénito. Tuvo un matrimonio bien avenido con un sacerdote. El más joven de los hijos, Christoph, era honrado, correcto y celoso de su reputación; fue un artesano respetable, un estañero. La tendencia castrense de la familia Kepler fluía por él tan diluida ya, que le parecía suficiente motivo de orgullo ejercer a la vez como maestro instructor en la milicia ducal de Württemberg. Volveremos a oír de él más adelante.
Con el tiempo, papá Heinrich no soportó estar en casa [11]. La densidad del aire que reinaba allí y el bullir de la sangre que corría por sus venas tiraron de él. Desconocemos si en su juventud aprendió algún tipo de oficio. En ningún lugar se comenta nada al respecto. Es probable que contribuyera a administrar los bienes de su padre, pero aspiraba a ejercer otra actividad. Cuando en 1574 sonó el tambor del alistamiento se puso en marcha camino de los Países Bajos, donde el régimen de terror del duque de Alba había llevado a la revuelta y al levantamiento. Este era el ambiente que le gustaba. Pretendía calzarse las espuelas en aquel fragor de las armas. A su esposa e hijos los abandonó en casa. Katharina, su mujer, que se llevaba mal con la suegra y se sentía sometida por ella, partió tras su marido el año siguiente. El pequeño Johannes quedó entonces confiado a la tutela de los abuelos, quienes no le mostraban demasiado cariño y lo trataban con dureza. Durante la ausencia de los padres enfermó de viruela con tanta gravedad que estuvo al borde de la muerte. Cuando regresaron en 1576, el padre renunció a su derecho de ciudadanía en Weil der Stadt y se trasladó con su familia a la vecina ciudad de Leonberg, perteneciente al ducado de Württemberg. Allí mismo compró una casa e intentó emprender una nueva vida, pero al año siguiente volvemos a verlo en servicios militares belgas. No parece que la suerte le fuera favorable en aquella ocasión, porque corrió el peligro de morir en la horca. A su regreso perdió su patrimonio por actuar como aval, y entonces vendió la casa, abandonó Leonberg y en 1580 arrendó para sus hijos la posada de la pequeña aldea badense de Ellmendingen, cercana a Pforzheim, entonces muy frecuentada. En cambio, como es natural, tampoco allí permaneció mucho tiempo. Ya en 1583 lo volvemos a ver en Leonberg, donde adquirió bienes inmuebles. Cinco años después abandonó a los suyos para siempre. Se cree que participó como capitán en una batalla naval napolitana y que debió de morir durante su regreso a casa en la región de Augsburgo. Su familia jamás volvió a verlo.
Los niños creen que el devenir del mundo tiene que ser tal como se les muestra cuando empiezan a pensar, y aceptan las tempestades como les salen al paso. Sin embargo, al joven Johannes, taciturno y sensible, debió de costarle mucho superar todas las impresiones lacerantes que tuvo. A su mente infantil le resultó difícil comprender el orden del mundo que conoció, y las imágenes negativas que se adhirieron a su alma no fueron fáciles de borrar. El sentimiento religioso se manifestó en él desde muy temprano, y en su desamparo buscó la ayuda de Dios, del todopoderoso, del que todo lo ordena y resuelve, del que lo abraza todo con su poder y a quien él se sentía subordinado.
LA ESCUELA
Pero hubo algo más que lo apartó de su pesar interior, que despertó su amor propio y procuró alimento a su espíritu: la escuela. Tuvo la suerte de que justo Württemberg contara con un sistema de enseñanza bien desarrollado. No solo existían por todas partes escuelas alemanas donde aprender bien o mal a leer, escribir y contar; además, tras la implantación de la Reforma, los duques de Württemberg decretaron que en todas las ciudades pequeñas debían erigirse también colegios latinos que asumieran la labor de las antiguas escuelas monásticas y cuya función consistiera en formar nuevas generaciones preparadas para el oficio espiritual y el servicio a la gestión territorial. En Leonberg existía una de estas escuelas dividida en tres niveles. Dado el peso que tenía entonces la lengua latina como idioma común entre los estudiosos y como vía hacia una formación superior, la enseñanza del latín se impartía con el mayor celo y se exigía que los escolares aprendieran a leerlo, escribirlo y hablarlo con soltura. Empezaban con él ya desde el primer año de asistencia a las clases. Una vez que sabían leerlo y escribirlo, el segundo año se dedicaba a inculcar la gramática, y durante el tercer año se leían textos clásicos antiguos, sobre todo comedias de Terencio, con la intención de favorecer considerablemente la expresión