Johannes Kepler. Max Caspar

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Johannes Kepler - Max Caspar Biografías

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durante el periodo histórico que solemos denominar Renacimiento, exhibe un rico colorido en cuanto a la diversidad de las tendencias y de las orientaciones. Rebasaríamos con creces los límites de esta introducción si detalláramos los nombres y las aportaciones de las principales figuras que contribuyeron a amasar y esculpir la intelectualidad de la época. Solo la mención de Nicolás de Cusa o de Paracelso ya lanza una profusión de ideas difícil de expresar en pocas palabras. En este momento cada sabio edifica su propio mundo, cada cual vaga y se regodea en sus fantasías y en sus conocimientos, o en lo que considera como tales, cada uno pretende asir la verdad desde algún otro cabo. Lo viejo y lo nuevo se empujan entre sí. Este jura en el nombre de Platón, aquel en el de Aristóteles, un tercero busca una síntesis de ambos. La escolástica todavía permanecerá vigente durante mucho tiempo y su creación de conceptos continúa prestando unos servicios excelentes. Alquimistas y astrólogos escarban en busca de nuevos tesoros del conocimiento. También en el mundo conceptual de Kepler se entrecruzan, como ya veremos, las distintas tendencias. Está poseído y fascinado por la idea de armonía, construye todo un sistema astrológico basado en su sicología, abraza la idea de un alma de la Tierra y profesa la teoría idealista del saber platónico. Asimismo, se revela conocedor del espíritu de la escolástica, defiende su principio de observación, se sirve de sus conceptos básicos para interpretar la evolución orgánica y, siempre que puede, orienta sus consideraciones hacia la senda de la teoría aristotélica sobre la materia y la forma; esto con la misma decisión con que se opone a su física, para la cual sigue una vía personal, nueva, prometedora.

      La astronomía fue la primera en beneficiarse, y en mayor profundidad, de este retorno a la naturaleza. Los estímulos llegaron desde varias direcciones. El mundo de los astros colocó el pensamiento estético-metafísico ante un reino natural al que él mismo atribuyó el apelativo especial de cosmos por su belleza majestuosa, y descubrir sus misterios había sido uno de sus anhelos más fervientes desde la Antigüedad. Ahora, con el renacer de aquellas consideraciones estético-metafísicas, el espíritu sintió una llamada al observar que la estabilidad y continuidad inalterables del firmamento se oponían al fluir perpetuo de los fenómenos terrestres, a su aparición y a su extinción, a su nacer y a su perecer, que la diversidad inmensa de aquí abajo contrastaba con la armonía y la sencillez inmutables del cielo. ¿No resplandecía en él claramente la armonía, la misma que se oculta en el resto de la naturaleza bajo un velo casi inescrutable? ¿Acaso no se revelaba allí lo que justamente debe entenderse por armonía, un sistema de exquisitas relaciones numéricas? Y ese mundo rutilante, lejanía inalcanzable para el ser humano, ¿no es acaso imagen de la mismísima divinidad, origen primero de la armonía, para que la humanidad pueda sentirla más de cerca mediante la contemplación del firmamento?

      Pero aún tenía que llegar alguien más grande que no solo remendaría lo antiguo, sino que además abriría las puertas a una nueva visión del mundo. Fue Copérnico el que trajo ese cambio, y con ello marcó un hito en el desarrollo del saber occidental. Este hombre estaba llamado a sacar el mundo de quicio. Al igual que los navegantes de entonces, abandonó el rumbo en el que se movía el pensamiento de su época. Puso el timón del revés con una maniobra audaz y siguió un norte distinto en el que su genio le anunciaba nuevas tierras. A lo largo de varios decenios escribió y pulió su gran trabajo: De revolutionibus orbium coelestium, publicado el mismo año de su muerte, 1543. Como todos saben, esa obra sitúa el Sol en el centro del universo, alrededor del cual se desplaza la Tierra, como un planeta más, que gira a su vez sobre su propio eje. Copérnico consiguió evidenciar que esa hipótesis explicaba con mucha más sencillez los movimientos de los astros. Y puesto que la naturaleza ama la sencillez, siguió aferrado a esa idea a pesar de todas las objeciones que él mismo tuvo que plantearse desde el pensamiento de aquellos días. ¿Llegó a intuir las consecuencias revolucionarias que conllevaría su teoría en el futuro?

      Como todo lo nuevo cuando realmente es grande y prometedor, también la obra de Copérnico se topó con un rechazo general. Se habló por doquier sobre ella y muchos se mofaron de la insensatez de las nuevas tesis. A su favor alzaron la voz aquí y allá hombres de juicio que estudiaron con rigor la nueva cosmovisión. Pero a menudo ese reconocimiento no aludía a lo que hoy consideramos la clave de la teoría copernicana, sino al nuevo método de cálculo astronómico que implantó el maestro. En general no llamó demasiado la atención, y el interés solo persistió entre los estudiosos. Las críticas llegaron desde diferentes ángulos. Los teólogos, sobre todo, desestimaron categóricamente la idea del movimiento de la Tierra porque la consideraban contraria a las Escrituras. Es conocido el pronunciamiento desfavorable de Lutero con respecto a Copérnico, y Melanchthon incluso creyó necesario que el poder supremo del Estado interviniera en contra de aquella innovación. El bando católico se contuvo porque Copérnico había dedicado su obra al papa Pablo III. El conflicto con la Iglesia católica prendió mucho más tarde. Los físicos apelaron al vuelo de los pájaros, al movimiento de las nubes, a la caída vertical de las piedras y a otras cosas semejantes para rebatir la hipótesis de la rotación terrestre. La noción de que todo lo que está dentro del campo de atracción de la Tierra participa de su rotación, quedaba completamente fuera de su entendimiento. Además, eran víctimas del concepto aristotélico sobre lo pesado y lo ligero. Pero tampoco los astrónomos pudieron avenirse con la nueva teoría. No simplificaba en absoluto la resolución de lo que ellos consideraban el objeto del estudio astronómico,

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