Johannes Kepler. Max Caspar
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LA PUGNA CONFESIONAL DEL SIGLO XVI
Pero ahora debemos centrarnos aún en las circunstancias que motivaron la tragedia de su vida personal. Guardan relación con la situación confesional y política de la Iglesia que se había fraguado desde y a partir de la Reforma. El movimiento encabezado por Lutero había sacudido al pueblo con más intensidad y profundidad que los cambios mencionados hasta ahora. Aquellos concernían a una evolución que se produjo en la cúpula de la intelectualidad, y sus consecuencias se filtraron hacia abajo lenta y progresivamente. Como cuando un hombre de edad cambia de pensamiento sin darse cuenta y se siente empujado hacia otro territorio intelectual. No se puede decir ahí, ese día concreto, irrumpió lo nuevo. Sin embargo, la Reforma fue una tempestad repentina, una revolución de olas descomunales que arrambló con todos los estratos sociales, los de arriba y los de abajo, con los intelectuales y con los pobres de espíritu. Aquello no concernía al Sol, la Luna o las estrellas, ni a la supremacía de Aristóteles o de Platón. El clamor que estalló dio directo en el corazón, en lo más hondo del ser humano que temía por su salvación, su último y más profundo deseo, que ansiaba la redención convencido de su tendencia al pecado y que luchaba por justificarse ante Dios. Lo que favoreció que las nuevas proclamas ejercieran una repercusión tan intensa en los sectores más amplios no fue tan solo la indignación ante los abusos de la Iglesia. Si el pueblo no hubiera tenido un profundo sentimiento religioso, el movimiento de fe no se habría propagado tanto. Lutero hizo que la absolución dependiera únicamente de la fe, no de las obras. Desestimó el sacerdocio sacramental y negó al sacerdote como mediador para alcanzar la gracia divina, al tiempo que enfrentó al ser humano directamente a Dios, ante el cual debía responder de su comportamiento moral de acuerdo con su propia conciencia. Rechazó la docencia clerical y promulgó la libre interpretación de las Escrituras. Rompió en pedazos el orden jerárquico y reunió a todos los creyentes en una comunidad indistinta. Todas estas tesis lo situaron en una oposición severa ante la vieja Iglesia que hasta ahora había conservado la unidad de la cristiandad a pesar de las muchas desavenencias y pugnas. La tormenta que desencadenó lo llevó a él mismo más lejos de lo que había deseado en un principio, y tuvo que ver que intereses totalmente mundanos se confundieron muy pronto con el anhelo de una renovación religiosa. La idea de la libertad del hombre cristiano sonaba tentadora en los oídos de tantos descontentos y favoreció conclusiones que su fundador no había imaginado. Un mal aún peor lo constituyeron las ansias de poder y la codicia de los príncipes electores, los cuales reconocieron enseguida las ventajas que les dispensaba el nuevo estado de cosas. La desunión iba a ser duradera para desgracia de Alemania y para dolor de todos los que reconocen y veneran en Cristo al redentor del mundo.
Esta introducción no puede aspirar a presentar la evolución tensa y dramática de los acontecimientos, las disputas y las negociaciones de consenso, las divergencias doctrinales, las argucias políticas, el trasfondo último de los sucesos durante aquellos decenios, y mucho menos a emitir un juicio sobre el movimiento reformador. Los hechos son conocidos y el lector puede extraer su propio dictamen. No obstante, es necesario exponer ciertas cuestiones dogmáticas y político-eclesiásticas relacionadas con Kepler para entender y valorar tanto su suerte, marcada y condicionada por la confusa situación de la época, como, sobre todo, su postura personal ante la religión, la cual determinó, junto con las circunstancias históricas, su difícil camino.
Entre los textos simbólicos en que los reformadores expusieron su doctrina en oposición a la de la Iglesia católica, destaca en primer lugar la Confesión de Augsburgo. Después de que el cisma alcanzara su máxima expresión en la Dieta (Reichstag) de Espira, la Dieta de Augsburgo, que comenzó en 1530, tuvo que aspirar a volver a unir a los escindidos. Para disponer de una base durante las negociaciones, los electores protestantes presentaron precisamente aquel libro simbólico en el que se habían fijado los puntos esenciales del dogma luterano. Melanchthon, que lo había compuesto o al menos redactado, eligió una forma de exposición que, de acuerdo con su actitud amable y más conciliadora, dejó las discrepancias en un segundo plano y dio prioridad a expresiones más fáciles de casar con la doctrina católica. Pero los severos antagonismos que ya existían no pudieron erradicarse con aquel proceder. De hecho, volvieron a aflorar con claridad en debates sucesivos. No se pudo alcanzar la unidad pretendida. Ya veremos cómo Kepler, de una condición similar a la de Melanchthon, se declaró siempre fiel a la Confesión de Augsburgo.
El desarrollo de la nueva doctrina no cesó con aquel texto. Muy pronto, junto a los adversarios de la Iglesia católica apareció otra oposición que perturbó todavía más la situación eclesiástica alemana y que más tarde desencadenó polémicas y conflictos más agudos. En Suiza, Ulrico Zuinglio, que emprendió la lucha contra la vieja Iglesia casi al mismo tiempo que Lutero en Alemania, atacó con fuerza la doctrina y disciplina católicas. Mientras ambos reformadores seguían el mismo camino en la mayoría de los puntos esenciales y estaban de acuerdo en su oposición al catolicismo, discrepaban ampliamente en la enseñanza de la eucaristía. Aunque la reconciliación era inviable, este desacuerdo no frenó el avance de la obra reformadora en Alemania. Pero la situación cambió cuando, varios años después, Calvino implantó en Ginebra la tiranía de su régimen teocrático y desplegó su dogma como tercer líder reformador. También su precepto eucarístico se apartó del luterano, y la pugna sacramental se enardeció con fuerza. La enseñanza calvinista logró entrar en Alemania cuando el elector del Palatinado, Federico III, la implantó en su territorio como doctrina imperante en el año 1562. En las décadas siguientes se le sumaron otros príncipes imperiales. Incluso Melanchthon simpatizó con la eucaristía calvinista, la cual, gracias a su autoridad, alcanzó una difusión mayor, sobre todo tras la muerte de Lutero y fundamentalmente en Sajonia. La furia colérica de los antiguos luteranos se levantó contra los seguidores de Melanchthon, conocidos como criptocalvinistas o filipistas. Es difícil hacerse una idea hoy en día de la vehemencia y la saña con que los contrincantes arremetieron unos contra otros. El odio de los seguidores de la Confesión de Augsburgo hacia los calvinistas no fue inferior al que profesaban a los seguidores del sumo pontífice. Para alzar un dique contra la abominada doctrina calvinista, el teólogo de Tubinga Jakob Andreä elaboró entre 1576 y 1577 un nuevo libro de fe, llamado Fórmula de Concordia, junto a algunos hombres de convicciones similares a las suyas, en el que fijó la doctrina luterana con toda precisión. Pero la controversia no llegó con eso a su fin puesto que no todos los electores leales a la Reforma aceptaron la Fórmula. El reconocimiento de la Fórmula de Concordia se exigió con más severidad en todos los territorios seguidores de la Confesión de Augsburgo, a los que asimismo pertenecía la tierra natal de Kepler, el ducado de Württemberg.
El punto crucial radicaba en que la piedra de choque, o sea el sacramento eucarístico, se interpretaba de maneras diferentes en cada culto. La Iglesia católica, siguiendo las palabras sacramentales del Señor, entiende que la sustancia del pan se trasmuta en el cuerpo de Cristo durante la misa a través de la transustanciación. Lutero, en cambio, que rechazaba la misa, negaba la transustanciación, pero perseveraba en la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo durante la eucaristía. En lugar de la transustanciación creía en la consustanciación, es decir, la sustancia del pan se mantiene tal cual, pero es penetrada sacramentalmente por la sustancia