Cristianismo Práctico. A. W. Pink
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2. Su naturaleza
«Hay generación limpia en su propia opinión, Si bien no se ha limpiado de su inmundicia» (Proverbios 30:12). Muchos creen que este texto se aplica solamente sobre aquellos quienes están confiando en algo ajeno a Cristo y Su obra sustitutiva, tales como las personas que descansan en el bautismo, la membresía en la iglesia o en su propia moral y comportamiento religioso. Pero un gran error es este, el limitar las Escrituras únicamente a esto que acabamos de mencionar. Un verso como este: «Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte» (Proverbios 14:12), tiene una aplicación mucho más amplia que solo a aquellos que están seguros de una felicidad eterna basados en sus propias obras. Igualmente erróneo es imaginar que solo las almas engañadas son los que no tienen fe en Cristo.
Hay una cristiandad hoy en día conformada por un gran número de personas a quienes se les ha enseñado que nada de lo que haga el pecador podrá merecer la estima de Dios. Han sido educados, y con razón, que las obras de más alta moral de la naturaleza del hombre son como «trapos sucios» ante los ojos de un Dios santo. Han oído repetidamente pasajes como: «Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» (Efesios 2:8–9); y «nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo» (Tito 3:5) que los ha convencido completamente que la criatura no puede alcanzar el cielo por sus propias obras. Se les ha dicho una y otra vez que solo Cristo puede salvar al pecador que se arrepiente y cree, y que de ahí no será sacudido ni por el hombre ni por el diablo. Hasta aquí, muy bien.
A este grupo del cual nos referimos ahora, también le ha sido enseñado que Cristo es el único camino al Padre, sin embargo, Él es el camino solamente cuando personalmente se ejerce una fe sobre Él y que llega a ser nuestro Salvador solo cuando creemos en Él. Durante los últimos veinticinco años, el énfasis de casi toda predicación ha sido poner la fe en Cristo, y los esfuerzos evangelísticos han estado completamente reducidos a conseguir que la gente «crea» en el Señor Jesús. Aparentemente esto ha sido un gran éxito; miles y miles han respondido al mensaje, pues como ellos suponen, han aceptado a Cristo como Salvador. Aquí queremos hacer entender que es un gran error suponer que todo el que «cree en Cristo» es salvo, así como concluir que solo están engañados aquellos que no tienen fe en Cristo (Proverbios 14:12, 30:12).
Nadie puede leer atentamente el Nuevo Testamento sin darse cuenta de que existe un «creer» en Cristo el cual no salva. Leemos en Juan 8:30 «Hablando Él estas cosas, muchos creyeron en Él.» Notemos cuidadosamente que no dice que muchos creen en Él, sino «muchos creyeron en Él». Sin embargo, no es necesario leer mucho más allá de este capítulo para saber que esas mismas personas eran almas no regeneradas, por consiguiente, tampoco salvas. Encontramos que el Señor les dice a estos «creyentes» que su padre es el diablo (verso 44); y más adelante los vemos llenando sus manos de rocas para arrojárselas a Jesús (verso 59). Para algunos esto ha llegado a ser difícil de entender, aunque no debería ser así. La dificultad de ellos es auto impuesta, pues yace en suponer que toda fe en Cristo significa salvación, y no es así. Hay una fe en Cristo la cual salva, y hay también una fe en Cristo la cual no lo hace.
«Aun de los gobernantes, muchos creyeron en Él» ¿Significa entonces que todos esos hombres fueron salvos? Muchos predicadores y evangelistas, así como miles de sus víctimas, responderán «Por supuesto que sí». Pero veamos lo que sigue de inmediato:
«pero a causa de los fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga. Porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios» (Juan 12:42–43).
¿Dirá algunos de nuestros lectores entonces que esos hombres fueron salvos? Si es así, entonces es una prueba clara de que tal lector es por completo un extraño a cualquier obra salvífica de Dios. Hombres que por el amor a Cristo teman arriesgar sus posiciones, sus intereses, sus reputaciones, o cualquier otra cosa que amen, son hombres que todavía están en sus pecados —no importa cuánto confíen en la obra consumada de Cristo.
Es probable que muchos de nuestros lectores hayan crecido bajo la enseñanza de que hay solo dos tipos de personas en el mundo: creyentes y no creyentes. Pero tal clasificación es completamente engañosa y totalmente errónea. La Palabra de Dios divide a los habitantes de la tierra en tres tipos: «No seáis tropiezo ni a (1) judíos, ni a (2) gentiles, ni a (3) la iglesia de Dios» (1 Corintios 10:32). Esto fue así en los tiempos del Antiguo Testamento, y más notablemente desde los días de Moisés. Estaban primero los «gentiles» o naciones paganas, a las afueras de la comunidad de Israel. Con respecto a esta clase, hoy en día hay millones de paganos modernos, quienes son «amadores de los deleites más que de Dios». Segundo, estaba la nación de Israel, la cual estaba dividida en dos grupos como Romanos 9:6 lo declara: «no todos los que descienden de Israel son israelitas». La parte más grande de la nación de Israel era el pueblo nominal de Dios que tenía tan solo una relación nominal con él. Pertenecen a esta clase una gran masa de creyentes que profesan el nombre de Cristo. Tercero, estaba el remanente espiritual de Israel, los cuales eran llamados a la esperanza de una herencia celestial: este grupo son hoy en día los cristianos genuinos, la «manada pequeña» de Dios (Lucas 12:32).
A través de todo el Evangelio de Juan podemos ver claramente esta división triple de los hombres.
En primer lugar, estaban los líderes de la nación que tenían un corazón endurecido, los Fariseos, escribas, sacerdotes y ancianos. Estos de principio a fin estuvieron poniendo oposición a Cristo, y ni Su bendita enseñanza ni Sus maravillosas obras tuvieron efecto alguno en ellos.
En segundo lugar, estaba la gente común que «le oía de buena gana» (Marcos 12:37), muchos de los cuales se dice que habían «creído en Él» (cf. Juan 2:23; 7:31; 8:30; 10:42; 12:11), pero no hay ninguna evidencia de que habían sido salvos. Ellos no se oponían a Cristo, pero nunca rindieron sus corazones a Él. Fueron maravillados por la divina obra de Jesús, sin embargo fueron fácilmente ofendidos (Juan 6:66). En tercer lugar, estaba el pequeño grupo que «le recibieron» (Juan 1:12) en sus vidas y en sus corazones; lo recibieron como su Señor y como su Salvador.
Esta división de tres grupos de personas la podemos ver claramente hoy en día. Primero, está la gran multitud de personas que no profesan nada, que no ven en Cristo nada que les haga desearlo; que son sordos a todo llamado, y que muy poco se esfuerzan por esconder su odio hacia el Señor Jesús. Segundo, hay un grupo grande que de forma natural se sienten atraídos por Cristo, muy lejos de ser abiertos antagonistas de Él y Su obra, pues se encuentran entre Sus seguidores. Habiendo sido enseñados en la Verdad, ellos «creen en Cristo», al igual que los niños que son criados para creer firme y devotamente en Mahoma en el islam. Habiendo recibido enseñanzas con respecto a los beneficios de la preciosa sangre de Jesús, ellos confían en sus virtudes de librarlos de la ira venidera; no obstante, no existe en su diario vivir algo que muestre que son nuevas criaturas en Cristo.
Tercero, hay unos «pocos» (Mateo 7:13–14) que se niegan a sí mismos, toman diariamente la cruz y siguen el camino de amor de un despreciado y rechazado Salvador y obedecen a Dios sin reservas.
Querido lector, hay una fe en Cristo la cual salva, pero hay también una fe en Cristo que no lo hace. Con esta declaración muy pocos estarían en desacuerdo, sin embargo muchos serán inclinados a suavizarla diciendo que la fe en Cristo que no salva es simplemente una