Cristianismo Práctico. A. W. Pink
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Entonces, ¿en qué consiste la fe salvífica? Mientras buscamos la respuesta, es nuestro objetivo no solo brindar una definición bíblica, sino al mismo tiempo diferenciarla de una fe no salvífica. Obviamente esto no es una tarea sencilla, debido a dos cosas que tienen en común: la fe en Cristo que no salva, comparte más de un ingrediente con la fe que verdaderamente une el alma a Él. Ahora por un lado, el escritor debe tratar de evitar elevar el modelo bíblico mucho más alto del real, para no crear desaliento en los santos del Señor; y por el otro lado debe evitar la reducción del modelo bíblico para no alentar a los maestros y religiosos no regenerados. No queremos negarle la porción legítima al pueblo de Dios, ni tampoco queremos cometer el pecado de tomar su pan y dárselo a los perros. Que el propio Espíritu Santo nos guíe a la verdad.
Muchos errores serán evitados en este tema si tomamos el debido cuidado de expresar una definición bíblica de lo que es incredulidad. Encontraremos una y otra vez en las Escrituras el creer y el no creer colocados como una antítesis, y cuando obtengamos un entendimiento correcto de la naturaleza de la incredulidad, también llegaremos a un concepto correcto de la naturaleza real de la fe salvífica. Cuando entendamos que la incredulidad es mucho más que un error o un fracaso en aceptar la Verdad, también descubriremos que la fe salvadora es mucho más que una aceptación a lo que la Palabra de Dios nos dice. Las Escrituras describen la incredulidad como un principio malicioso y agresivo que se opone a Dios. La incredulidad tiene un lado pasivo y activo, así como uno negativo y uno positivo, por eso el sustantivo en Griego se representa como «incredulidad» (Romanos 11:20) y como «desobediencia» (Efesios 2:2; 5:6; Hebreos 3:18; 4:6,11; 11:31; 1 Pedro 4:17). Unos cuantos ejemplos concretos harán más claro este asunto.
Primeramente, tomemos el caso de Adán. Lo que sucedió no consistió solamente de no creer la solemne amenaza de Dios respecto a la muerte en caso de comer del fruto prohibido —por la desobediencia de un solo hombre todos fuimos hechos pecadores (Romanos 5:12). Ni tampoco fue el pecado atroz de nuestros primeros padres el escuchar a la serpiente, pues leemos en 1 Timoteo 2:14 «y Adán no fue engañado». Él había decidido andar su propio camino sin importar lo que Dios había prohibido y demandado. Por lo tanto, este es el primer caso de incredulidad en la historia humana, el cual no consistió en una indisposición de obedecer de corazón lo que Dios había dicho de una manera clara e imponente, sino también una rebelión desafiante y deliberada contra Él.
Tomemos ahora el caso de Israel en el desierto. En la Escritura leemos, «Y vemos que no pudieron entrar (a la tierra prometida) a causa de incredulidad» (Hebreos 3:19). Pero, ¿qué significan realmente estas palabras? ¿Significan que no entraron a Canaán debido a su fracaso al apropiarse de la promesa de Dios? Sí, pues tenían la promesa de entrar, pero perecieron «por no ir acompañada de fe en los que la oyeron» (Hebreos 4:1–2). Dios había declarado que la simiente de Abraham heredaría la tierra que fluye leche y miel, y este era el privilegio de esa generación que fue liberada del dominio egipcio para tomar y apropiarse de la promesa. Pero no lo hicieron. ¡Y esto no es todo! Hubo algo mucho peor: tenían otro ingrediente en su incredulidad que por lo general se pierde de vista en nuestros días; ellos estaban en una desobediencia abierta contra Dios. Vemos que cuando los espías tomaron del fruto, y Josué les mandó a ir y poseer la tierra, ellos no pudieron. Con respecto a esto, Moisés declaró
«Sin embargo, no quisisteis subir, antes fuisteis rebeldes al mandato de Jehová vuestro Dios» (Deuteronomio 1:26).
Este es el lado positivo de su incredulidad; ellos fueron desobedientes y desafiantes por voluntad propia.
Veamos ahora el caso de la generación de Israel que estaba en Palestina cuando el Señor Jesús apareció entre ellos como «siervo de la circuncisión para mostrar la verdad de Dios (Romanos 15:8).
Leemos en Juan 1:11, «A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron», y luego declara que no «creyeron» en Él. Pero ¿esto es todo? ¿Eran culpables de solamente fracasar al momento de aceptar Su enseñanza y confiar en Él? No, en realidad, ese fue simplemente el lado negativo de su incredulidad. Positivamente, ellos «aborrecieron» al Señor (Juan 15:25), y no quisieron «venir a» Él (Juan 5:40). Sus santos mandamientos no se adaptaron a sus deseos carnales, y por eso dijeron «No queremos que éste reine sobre nosotros» (Lucas 19:14). Y por eso su incredulidad consistió también en el deseo de satisfacer a toda costa sus propios placeres.
La incredulidad no es simplemente una enfermedad producto de la naturaleza caída del hombre, es un crimen atroz. En todas partes de las Escrituras, la incredulidad es atribuida al amor por el pecado, a la obstinación de la voluntad y a la dureza de corazón. Tiene su raíz en una naturaleza depravada y en una mente enemiga de Dios. La incredulidad produce automáticamente amor por el pecado:
«Y ésta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas» (Juan 3:19).
«La luz del Evangelio es llevada a un lugar o a un grupo de personas: ellos se acercan tanto que descubren su propósito; pero tan pronto se encuentran con el hecho que deben apartarse de sus pecados, no tendrán más nada que ver con dicha luz. A ellos no les gusta las condiciones que presenta el Evangelio, y así perecen en sus propias iniquidades» (John Owen).
Si el evangelio de Cristo fuera predicado de manera más clara y fiel, pocos serían los que profesarían creerlo.
Entonces, la fe salvífica es lo opuesto a la incredulidad condenatoria. Una es un problema del corazón que está separado de Dios y que está en un estado de completa rebelión contra Él; y la otra viene de un corazón que ha sido reconciliado con Dios y ha dejado de luchar contra Él. Por lo tanto, un ingrediente esencial en la fe salvadora es el ceder a la autoridad de Dios, una sumisión a Él y a Sus mandatos. Esto va mucho más allá de un entendimiento, una disposición y aún más allá de tener el conocimiento de que Cristo es el Salvador de los pecadores, el cual está listo para recibir a todo el que confíe en Él. Para ser recibido por el Señor Jesús a toda costa, no solamente debemos ir a Él renunciando a toda nuestra justicia (Romanos 10:3), como un mendigo con manos vacías (Mateo 19:21), sino que también debemos renunciar a nuestra propia voluntad y a nuestra rebelión contra Él (Salmo 12:11–12; Proverbios 23:13). Un hombre rebelde e insurgente que quiere ir ante su rey buscando el favor y el perdón, debe ir sobre sus rodillas dejando a un lado su obstinación. Así mismo es con un pecador que realmente va a Cristo buscando el perdón, no hay otra manera de hacerlo.
La fe salvífica es un venir a Cristo genuino (Mateo 11:28; Juan 6:37, etc.). Pero tengamos cuidado de no perder lo que claramente implica estos términos. Si yo digo «yo fui a los Estados Unidos», eso implica que yo tuve que dejar el país donde me encontraba para ir allí. Por lo tanto, en ese «venir» a Cristo algo se tiene que dejar. El hecho de ir a Cristo no solo implica abandonar toda fe falsa, también implica el abandono de todo aquello que quiere tomar el trono del corazón. «Porque vosotros erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y Obispo de vuestras almas» (1 Pedro 2:25). ¿Qué se entiende por «Todos nosotros nos descarriamos (note el verbo en pasado, ellos no continúan haciéndolo) como ovejas»? (Isaías 53:6), «Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino». Esto es lo que debemos abandonar cuando realmente «vamos» a Cristo, ese camino de voluntad propia debe ser abandonado.