El mediterráneo medieval y Valencia. Paulino Iradiel Murugarren
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El modelo protoindustrial rural elaborado por Hans Medick y otros es suficientemente concreto y coherente al relacionar prácticas agrícolas, actividades industriales, estructuras familiares y trends demográficos como para constituir ya una contribución de excepcional valor a la teoría de la transición del feudalismo al capitalismo. El modelo supone la combinación estructural de una industria rural, modelada sobre el viejo concepto de industria a domicilio (verlagssystem) rural y doméstica, y una organización capitalista del mercado. Este sistema productivo supone la existencia, por una parte, de una sobrepoblación campesina pobre y subocupada, con poca tierra y obligada a una oferta de trabajo en el sector industrial que compense la insuficiencia del crédito agrícola y, por otra, la existencia de mercaderes capitalistas, distribuidores de materias primas, que aseguran la distribución de productos en mercados lejanos e incluso de características internacionales.
El modelo, que evita la simplificación analítica o seudoexplicativa de los planteamientos demográficos y el formalismo de las exposiciones empíricas, tiene el gran mérito de abordar directamente el proceso de reproducción del sistema económico en la última fase del feudalismo y del primer capitalismo, integrando los temas clave de la transición que, en la exposición de Brenner, por ejemplo, habían quedado obviados o marginados: las investigaciones cuantitativas, tanto demográficas como económicas, que ponen en relación las estructuras agrarias con las innovaciones del sector secundario y terciario; la existencia en el campo de estructuras y de relaciones de producción favorables al desarrollo de actividades industriales; la descomposición de las sociedades campesinas tradicionales y de las propias estructuras productivas urbanas, y la aparición de una demanda externa, incluso colonial, vinculada a la formación de un sistema económico mundial. Ello, unido al papel fundamental que juegan las relaciones de producción y de propiedad y la ventaja de incorporar aspectos microanalíticos de la antropología, de las estructuras de poder y de las relaciones familiares, si bien no constituye aún una modelística completa para elaborar una teoría de la transición al capitalismo industrial, no cabe duda de que ofrece una de las líneas más atractivas que presenta la historiografía marxista de los últimos años.
En esta perspectiva es posible ir proponiendo líneas de investigación e ir definiendo un modelo original de desarrollo, o diversos modelos, fundado no solo en el contraste entre población y subsistencias, entre producción campesina y exacciones señoriales, sino también sobre una doble relación de organización y aprovechamiento del espacio, relación reforzada por la depresión demográfica de los siglos XIV y XV: por una parte, a nivel local y regional, la que concierne a la relación campo-ciudad, y, por otra, a nivel internacional, la relación que une las zonas exportadoras de materias primas agrícolas a las metrópolis comerciales e industriales o manufactureras.
De esta manera, el papel decisivo de la coyuntura, de las pulsaciones lentas de las economías locales, y las oscilaciones seculares de la demanda internacional de materias primas ritman el funcionamiento histórico de un sistema original –que al final podremos denominar feudal– pero distinto del modelo polaco de Witold Kula y del modelo noroccidental clásico recientemente formalizado por Guy Bois.
También es evidente que estas propuestas de estudio insisten no tanto en las supervivencias feudales –no utiliza el concepto «feudalismo» como categoría residual ni recurre a conceptos como refeudalización, descomercialización o desindustrialización– cuanto en las estructuras nuevas puestas en vigor entre los siglos XIII y XVI durante el primer impulso de desarrollo económico europeo. Si estas pautas de interpretación parecen aceptables en líneas generales, otra cuestión más discutible es discernir si la razón última de la decadencia o «transición abortada» reside en la paralización de los elementos nuevos puestos en vigor en la fase inicial de la expansión económica bajomedieval o, más bien, en la continuidad de su funcionamiento en fases sucesivas sin que se produjeran variaciones cualitativas importantes.
3. ANTES DE LA IDENTIDAD, LAS IDENTIDADES. REFLEXIONES DESDE LA PERIFERIA
Decía el autor al que va dedicado este homenaje que «la identidad se ha convertido en una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo» y dejaba entrever que la construcción de la primera identidad política española, iniciada en la década de 1540, debía rastrearse mediante una reflexión historiográfica profunda de las relaciones recíprocas entre cultura política, memoria y realidad comunitaria.1 Siempre he pensado que la historia, o mejor la práctica histórica, es en buena parte historiografía del pasado. Pero no es menos cierto que, previamente a su formación como materia nacional –española o cualquier otra–, la construcción de identidades múltiples anteriores y de ámbito más restringido requiere la explicación de las grandes modificaciones estructurales bajomedievales y de la temprana edad moderna, que son resultado de la adecuación constante de los desarrollos institucionales, políticos y culturales de una época con la dinámica de los grupos sociales y de sus prácticas económicas, lo que coloca el estudio de las identidades premodernas en una situación más indefinida conceptualmente, pero también más abierta para una reflexión «desde la periferia».2
No es extraño que, apoyado en esta indefinición de origen, el estudio de las identidades se haya convertido en un «fantasma» («correcalles» y «auténtico laberinto» dice Pablo Fernández Albadalejo) que recorre el medievalismo español –y la edad moderna– en multitud de congresos, seminarios, proyectos o másteres sin que nadie se sustraiga a decir la suya. Sin una distinción precisa entre colectivas o individuales, políticas o sociales, alteridad o sujeto, integración o rechazo, el concepto se ha convertido en una fórmula inofensiva y ambigua, de escasa capacidad explicativa –pero sí de mucha descripción– y válida para casi todo.3 Por influencia de sociólogos, antropólogos e intereses académicos o mediáticos varios, estamos aplicando la cuestión identitaria a cualquier realidad del pasado con la esperanza de hacer frente a la crisis de las identidades actuales –olvidando el poso de las tradicionales– o de encontrar la mística de una historia más humana y global como alternativa a la vieja historia. Por ello, la categoría histórica de identidad puede resultar peligrosa y hay que manejarla con cuidado, dándonos cuenta de que requiere una fuerte reflexión crítica, una adecuada lectura de las fuentes y de las aportaciones historiográficas y una serena discusión y contraste de los resultados. Sobre todo si abordamos las cuestiones ligadas a los complejos problemas de los orígenes, de la memoria del pasado o de la naturaleza civil y política de la comunidad. Porque ¿de qué raíces se trata y cuáles son los elementos o la época que mejor define la formación de la identidad colectiva de una comunidad? No es extraño que los antropólogos Francesco Remotti y Marco Aime sugieran que es mejor abandonar completamente la noción de identidad en sentido marcadamente personal o individual y asumirla con carácter relacional, es decir, como «identidades variables» que muestren las relaciones internas de sociedades determinadas,4 lo que significa preguntarnos cuáles son los motivos por los que identificamos las «raíces» (los orígenes) históricas de una sociedad en una época más que en otra.
CIVITAS, IDENTIDAD, CIUDADANÍA
La perspectiva «variable» nos puede llevar a una casuística extrema y a la proliferación