Carnaval y fiesta republicana en el Caribe colombiano. Alberto Abello Vives
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Carnaval y fiesta republicana en el Caribe colombiano - Alberto Abello Vives страница 9
La costumbre de los festejos, defendida por la población ante las autoridades, en continua negociación y resistencia, entre reglamentos para garantizar un tiempo libre y prohibiciones para impedir el desorden social, terminó creando una tradición con el correr del tiempo. La cercanía entre las celebraciones religiosas y los carnavales, por su parte, permitió el intercambio de las prácticas festivas que se retroalimentaban durante el transcurso del año.
Manuel Serrano García, en su investigación sobre la procesión del Corpus Christi encontró que en Cartagena de Indias esta contenía “elementos populares, religiosos y civiles. Las festividades tenían dos vertientes que se mezclaban y complementaban: una profana y otra religiosa, a lo que habría que unir una política”. Además “se sumaban los elementos más festivos como las danzas y personas disfrazadas” y “se pasaba rápidamente de la solemnidad de la celebración religiosa a un ambiente relajado de gran participación popular. No se veía correcto que durante el baile se volviera la espalda al Santísimo y se prestase, como era de esperar, más atención a la danza que a la ceremonia, lo que según el obispo convertía la catedral en ‘casa de diversión’ ”. Insiste Serrano que no se sabe “exactamente cuál era el atuendo ni cómo eran las danzas, pero debía asemejarse a unos diablos y figuras extrañas, que significarían el mal frente a otros asimilados a ángeles. Este tipo de danzas nombradas como matachines o mojarillas, diablillos en el caso cartagenero, fueron muy comunes en todas las procesiones de Corpus y daban una nota festiva que contrastaba con el boato de la celebración”38. Expresa Serrano que “estas danzas sirvieron para integrar dentro del modelo político-religioso colonial a los grupos no hispanocriollos, como indios, negros o castas39, una práctica heredera de la península donde también participaban grupos étnicos como los gitanos”. Según el autor, en la procesión de 1620 “los religiosos acudieron sin las cruces ni las capas, haciendo caso omiso a todo lo dictaminado al ir revueltos unos con otros”40. Algo similar a esto ocurrió en los sucesos de 1808, narrados arriba, en los cuales se pudo establecer que religiosos del convento de la Popa estaban disfrutando los festejos al pie del cerro.
Estos intercambios entre lo sacro y lo pagano que caracterizaron las fiestas durante el periodo colonial, como los casos aquí descritos, pueden apreciarse en los recuerdos que relata el general Joaquín Posada Gutiérrez sobre las fiestas de la Virgen de la Candelaria, ya en la tercera década del siglo XIX en sus Memorias histórico-políticas. En su recuento de las costumbres festivas cartageneras pueden apreciarse no solo la continuidad de las celebraciones coloniales ya en la república, la persistencia de hechos como los ocurridos al pie del Cerro de la Popa en 1808, la amplia participación social, la inclusión de las distintas clases y grupos raciales en ellas, sino también la gozosa participación de negros e indígenas, y el mestizaje entre sus músicas y danzas, gracias a la confluencia de estos en la celebración. El general relata cómo desde el primer día de las novenas,
a pesar de haber más de una milla desde la ciudad a la cumbre del cerro y de ser en extremo pendiente la subida de la cuesta, era innumerable la concurrencia a la misa solemne que se celebraba a las nueve de la mañana […]. Tanto en la planicie de la cumbre del cerro como en la parroquia de su pie, numerosas mesas de juego, rodeadas del jornalero, del menestral, del marinero y de muchos caballeros de zapato, servían de sumidero al sudor del pobre y al oro del rico, regocijando al estafador que los recogía en boliches, pasadieces, bisbises, roletines y otras invenciones de la infame ciencia del garito […]. Para la gente pobre, libres y esclavos, pardos, negros, labradores, carboneros, carreteros, pescadores, etc., de pie descalzo, no había salón de baile […]. Ellos, prefiriendo la libertad natural de su clase, bailaban a cielo descubierto al son del atronador tambor africano que se toca, esto es, que se golpea, con las manos sobre el parche, y hombres y mujeres en gran rueda, pareados, pero sin darse las manos, dando vueltas alrededor de los tamborileros; las mujeres enflorada la cabeza con profusión, lustroso el pelo a fuerza de sebo, y empapadas en agua de azahar, acompañaban a su galán, en la rueda, balanceándose en cadencia, muy erguidas, mientras el hombre, ya haciendo piruetas, ya dando brincos, ya luciendo su destreza en la cabriola, todo al compás, procuraba caer en gracia a la melindrosa negrita o zambita, su pareja. Como una docena de mujeres agrupadas junto a los tamborileros los acompañaban en sus redobles, cantando y tocando palmadas, capaces de hinchar en diez minutos las manos de cualesquiera otras que no fueran ellas. Músicos, quiere decir, manoteadores del tambor, cantarinas, danzantes y bailarinas, cuando se cansaban, eran relevados, sin etiqueta, por otros y por otras […]. Era lujo y galantería en el bailarín dar a su pareja dos o tres velas de sebo, y un pañuelo rabo de gallo o de muselina de guardilla para cogerlas, las que encendidas todas llevaba la ninfa en la mano, muy ufana […]. Los indios también tomaban parte en la fiesta, bailando al son de sus gaitas, especie de flauta a manera de zampoña. En la gaita de los indios a diferencia del currulao de los negros, los hombres y las mujeres de dos en dos se daban las manos en rueda, teniendo a los gaiteros en el centro […]. Estos bailes se conservan todavía aunque con algunas variaciones. El currulao de los negros, que ahora llaman mapalé, fraterniza con la gaita de los indios, las dos castas, menos antagonistas ya, se reúnen frecuentemente para bailar confundidos, acompañando los gaiteros a los tamborileros […]. Llegaba por fin el gran día […]. Coches, faetones, berlinas, quitrines y hasta las carretas se ponían en movimiento desde las cinco de la mañana, llevando gente de todas las categorías y de todos los colores, de la ciudad al pie de la Popa41.
En el siguiente capítulo se abordarán, precisamente, la amplia participación social, la ocurrencia del mestizaje durante las prácticas festivas de los distintos grupos raciales y sociales, la confluencia de las fiestas religiosas, civiles y populares en Cartagena de Indias, así como su circulación y aporte a la configuración de una región cultural en el hoy llamado Caribe colombiano.
4 Archivo General de la Nación (AGN), sección Colonia, fondo Milicias y Marina, t. 128, d. 128, 1784, f. 519.
5 La fiesta de Nuestra Señora de la Candelaria o de Nuestra Señora de la Popa es una celebración religiosa católica, surgida en la península ibérica durante el siglo XV, que rememora la presentación de Jesús en el templo y la purificación de la Virgen María después del parto. Esta advocación mariana es especialmente popular en las islas Canarias, de donde es originaria; sin embargo, goza de especial importancia en países como Perú, Chile, Cuba, El Salvador, Colombia y México, donde experimentó diferentes tipos de sincretismo cultural.
6 La clasificación de “libres de todos los colores” hace referencia a una categoría impuesta durante el siglo XVIII a los sectores populares, principalmente compuestos por individuos de origen racial mixto, en el momento en el que la sociedad colonial hispanoamericana alcanzó el punto de mayor complejidad. El término de libre no solo denotaba una condición jurídica particular que facilitaba el control de estas poblaciones, sino que también es diciente del grado de conciencia colectiva que alcanzaron ciertos grupos a finales del siglo XVIII, especialmente a la hora de ganar espacios en una sociedad cada vez más móvil. Algunas investigaciones acerca de los “libres de todos los colores” en el contexto específico del Virreinato del Nuevo