Carnaval y fiesta republicana en el Caribe colombiano. Alberto Abello Vives
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No solo eran los juegos y la peligrosa proximidad entre miembros de las diferentes castas las que eran sancionadas por las autoridades. De forma similar, los vestidos y las máscaras suscitaban preocupación y, por este motivo, se buscó prohibirlas de forma definitiva durante fiestas religiosas y carnavales. Especialmente, algunas leyes fueron implementadas para evitar que los esclavos y los libres utilizaran vestidos y joyas semejantes a los de los individuos adinerados de las ciudades y villas28. Un caso que podría ilustrar la evolución de estos conflictos la encontramos en una representación, con fecha de 1791, que enviaron algunos mulatos y pardos residentes de la ciudad de Portobelo a la Real Audiencia de Santafé, en la cual se quejaban de las “innovaciones” introducidas por el nuevo gobernador de Panamá, según las cuales se les había restringido el uso de trajes de seda y adornos de plata, oro y piedras preciosas. De acuerdo con los libres de Portobelo, algunos oficiales del cabildo habían decomisado injustamente una saya de terciopelo que estaba confeccionando la mulata Juana Gregoria Dupuy para usar el día de la fiesta de Nuestra Señora del Carmen, patrona del mar y de la Armada Real española. Para justificar su posición, los pardos argumentaron que era la costumbre que se les permitiera usar este tipo de prendas los días de fiesta y que, a pesar de que las leyes de Indias lo prohibían textualmente, esta ley nunca se había aplicado en el territorio29.
Al final, los pardos de Portobelo iban más allá al aducir que el derecho a portar este tipo de prendas era una especie de licencia que habían “ganado”, ya que eran conscientes de que desempeñaban un papel crucial en la defensa del istmo. En la argumentación se incluyó la siguiente petición:
sírvase su bondad dispensarnos la corta digresión que es forzoso hacer en este lugar, por una relación suscinta de los servicios hechos por los pardos de esta plaza para dar una corta idea de su lealtad, y amor al soberano, y a su patria, y para no alejarnos mucho en reconocer los sucesos de los siglos pasados, solo queremos recordar los del presente, en el pues ocurrió el año de [17]12 la guerra con las naciones inglesa y holandesa, y en ella fue atacada esta plaza por el inglés James Jardin y con esta motivo demostraron los pardos su valor, desinterés y amor al rey30.
Estos episodios se repitieron con mucha frecuencia en el Caribe neogranadino y en todo el Caribe hispano, dejando entrever las conexiones entre las fiestas sacras y las paganas, los intercambios y las tensiones entre las castas, la resistencia y las negociaciones, quejas y autorizaciones que se presentaron comúnmente durante todo el periodo colonial. Por otro lado, la historiadora Aline Helg anota: “En suma, los carnavales y las celebraciones simbolizan la complejidad de las relaciones raciales y sociales en Cartagena. De un lado, unían a la comunidad y creaban y consolidaban sus jerarquías; del otro, no separaban claramente a la población según líneas de raza y clase y ofrecían oportunidades momentáneas de mezcla, crítica e inconformidad”31.
Una lectura con mayor detenimiento de aquellos acontecimientos ocurridos en el Cerro de la Popa la noche del 31 de enero de 1808 permite conocer también cómo, cuando el alguacil Francisco Piña y el escribano Marcos Carrasquilla se propusieron tomar la declaración de Juan de la Cruz Pérez, este se negó a comparecer alegando que gozaba de fuero militar en función de su posición como sargento segundo de la compañía de granaderos adscrita al batallón de pardos de Cartagena de Indias. Juan de la Cruz afirmaba que no estaba obligado a comparecer frente a los jueces ordinarios y que estos solo podían requerir su testimonio si así lo ordenaba su superior inmediato. Como vimos, solo rindió declaratoria ocho días después. Los argumentos puestos de manifiesto por el militar pardo para evadir el interrogatorio y, eventualmente, la condena, son asimismo reveladores en lo que respecta a la cultura política de las clases populares y la naturaleza misma de la celebración.
Como señalan Sergio Paolo Solano y Roicer Flórez, las milicias de pardos, en especial en una ciudad como Cartagena de Indias, representaron una oportunidad de ascenso social para diferentes sectores que tradicionalmente se encontraban marginados por su condición racial. Las milicias permitieron a los pardos diseñar estrategias para asegurar ciertos privilegios en la misma institucionalidad e, incluso, negociar la práctica de ciertas actividades que no eran bien vistas por las autoridades, verbigracia, el porte de ciertas prendas de vestir o la licencia para tomar parte de actividades festivas32. En el caso de los pardos del Cerro de la Popa, el hecho de pertenecer a la milicia no solo era una forma de alcanzar cierto grado de reconocimiento en sus comunidades, sino que esto les permitía negociar la realización de actividades con las cuales se buscaba reforzar los lazos identitarios y de solidaridad.
Es muy posible que el significado de la música y de los bailes realizados durante la celebración de la fiesta de Nuestra Señora de la Candelaria trascendiera al de un simple espacio de ocio y entretención como sugieren las declaraciones del mismo Juan de la Cruz. Al ser cuestionado sobre si obtenía algún beneficio al permitir que se instalaran los juegos y que se organizaran la música y los bailes, este respondió que no recibía ninguna utilidad, expresó también que la fiesta tenía el propósito de honrar a la Virgen de la Candelaria y, al referirse a los motivos por los cuales había realizado la instalación de los juegos a pesar de las prohibiciones, adujo que “si lo hacía era por tonto y querer divertir al pueblo”.
Con base en los documentos, no es posible establecer hasta qué punto la música y las danzas ejecutadas durante las celebraciones civiles y religiosas eran, en efecto, parte activa de un esfuerzo tácito de los libres de Cartagena por mantener vivas sus raíces africanas. Sin embargo, ciertas investigaciones han mostrado que un número considerable de elementos presentes en los bailes populares del Caribe tuvieron un origen africano trazable, y que por esta misma razón fueron objeto de prohibiciones33. Un ejemplo de ello lo podría constituir la prohibición del baile del bunde o del tambor proclamada en 1719 por el obispo de la provincia de Santa Marta, Antonio de Monroy y Meneses34. Al considerar que al ejecutar estos bailes las gentes se apartaban de Dios, recomendó a los tenientes, jueces y curas de todo el obispado que fueran especialmente sensibles a lo pernicioso de estas prácticas y que no los permitieran, incluso si los libres y esclavos que tomaban parte en ellos los justificaban con motivo de las festividades religiosas en honor a los días de santos.
Las danzas tenían como señas particulares los movimientos polirrítmicos de diferentes partes del cuerpo, incluyendo hombros, cadera y torso. A diferencia de los bailes de salón de los peninsulares y los criollos, en los “bailecitos de tierra” había mayor interrelación de las parejas y tenían connotaciones eróticas notorias; los ritmos, por su parte, resultaban de la memoria de los esclavos y las apropiaciones y resignificaciones, de acuerdo con un nuevo entorno y la recurrencia de los sonidos de la percusión de tambores.
Por su parte, Adolfo González Henríquez describió cómo el bunde fue combatido a lo largo del siglo XVIII sin ningún resultado aparente, dadas las fuertes resistencias que encontró esta expresión al fungir como elemento identitario entre las comunidades de descendientes de africanos. Las referencias más tempranas de bundes citadas por González se refieren al ministerio de Gregorio Molleda y Cherque, obispo de Cartagena entre 1722 y 1744. Molleda intentó prohibir dichos bundes sin éxito, tal como lo haría su sucesor Manuel de Sosa Betancur con resultados similares35.
En 1768, el obispo Bernardo de Peredo y Navarrete realizó una importante visita a las parroquias de su jurisdicción, durante la cual advirtió la presencia del bunde en muchas comunidades, comunicándoselo directamente a los miembros del Consejo de Indias con el fin de animarlos a expedir una real cédula para su prohibición. La respuesta del Consejo no se hizo esperar y en 1770 el rey Carlos III solicitó al gobernador de la provincia de Cartagena, Gregorio de la Sierra, un informe detallado acerca de la naturaleza de los bailes, para establecer si estos debían ser prohibidos como lo solicitaba el obispo De Peredo36. La descripción ofrecida por De Peredo en la comunicación al Consejo de Indias revela importantes detalles sobre la naturaleza de los bailes y da cuenta de lo “antiquísimo” de ellos, así como de lo extendidos