La democracia de las emociones. Alfredo Sanfeliz Mezquita
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En paralelo necesito sentir que mi actuar es legítimo, y me sirvo de mis capacidades intelectuales para construir los relatos que me llevan a encajar legítimamente lo que hago, mis preferencias, intereses y forma de actuar en mi sistema de creencias, en lo moral y lo ético, pues a todos nos incomoda sentir que nuestras actuaciones son injustas o reprochables. Cualquier cosa puede reivindicarse o alegarse si se hace con un discurso apropiado y con un lenguaje con las connotaciones adecuadas para conquistar a los destinatarios de los mensajes. Pues cualquier líder que pretenda tener seguidores para su causa necesita dar legitimidad a la misma como elemento indispensable de ese liderazgo para obtener apoyo y reconocimiento para sus pretensiones.
Esto hace que exista un enorme desarrollo y gama de creación de relatos (explícitos o a través de gestos) que legitiman las pretensiones de unos y otros individuos y grupos, a la vez que se acrecienta el uso de más y más maniobras para provocar las reacciones y enfados de aquellos a quienes queremos construir como enemigos, y no tanto porque lo sean, sino porque ello nos sirve para que se unan a nuestra causa personas que pueden tener un rechazo a esos supuestos enemigos. Con esa finalidad las historias son construidas y relatadas utilizando palabras, giros, proclamas etc. que conecten con las personas y despierten su adhesión por el sentimiento de compartir enemigo. Pues nada une tanto a las personas como tener un enemigo común, y tan es así que solo un enemigo común, en una causa de mayor calado, puede eliminar la relación inicial de enemistad que hasta entonces existía entre dos personas.
Es imprescindible ser conscientes de que las argumentaciones de unos y otros se construyen mucho más sobre emociones y percepciones, o impresiones de los receptores de los mensajes, que sobre argumentos y datos. El uso de datos o informaciones objetivas pretende dar un supuesto respaldo al relato, pero es crecientemente manipulativo por existir sesgos en la elección de los mismos y por su deliberada falta de contextualización o coherencia en la aplicación al caso. Son datos que se utilizan cuando sirven para impresionar o atemorizar, pero que carecen de rigor o de ponderación de su relevancia. Tan es así que la muerte de una persona cada veinticinco años por una caída de árbol puede ser utilizada como excusa para cerrar un parque cada vez que hace viento, con gran aceptación del público en general. Según el relato, la medida de cierre se apoya en el interés de proteger la seguridad de los ciudadanos, cuando la verdadera razón es el afán de prohibición, unido al de proteger a los funcionarios de responsabilidad en caso de un accidente fortuito. Posiblemente las personas que no puedan asistir al parque mientras este permanece cerrado estarán desarrollando actividades que estadísticamente revisten mayor peligrosidad que dar un paseíto por el parque. Seguramente la estadística, si se trabajara, nos llevaría a concluir que pasear por las calles de la ciudad, o incluso permanecer en casa tiene más riesgo que el derivado de la caída de un árbol en los parques incluso en días de viento.
Reprochamos a los demás lo que nosotros también hacemos
Se dice que los chinos nos espían, que quieren controlar la tecnología, y en definitiva que son una amenaza en términos generales. Y se dice en tono de reproche, como si nuestras sociedades occidentales lideradas por Estados Unidos no tuvieran servicios de espionaje, no quisieran dominar económicamente el mundo y manejar las instituciones multilaterales que siempre han dominado. Parece que los chinos son muy malos y nosotros, como bloque occidental, somos unos santos que nunca hemos conquistado un país ni establecido y defendido aranceles y reglas del comercio mundial al servicio de nuestros intereses.
Pero más allá de estas tensiones de bloques mundiales, los mismos fenómenos se reproducen en el interior de nuestras sociedades entre seguidores de partidos políticos de distinto color, entre empresarios y trabajadores o entre privilegiados y grupos más desfavorecidos. Los comportamientos criticables los vemos mucho más fácilmente en los contrarios que en nosotros mismos. Es consecuencia de un sistema innato de defensa de lo nuestro, de nuestra forma de ser y vivir frente a quienes consideramos que son los otros o incluso nuestros enemigos.
Aun siendo algo propio del ser humano desde siempre, este fenómeno se encuentra actualmente muy arraigado dentro de todas nuestras sociedades, y de alguna forma la ignorancia o falta de conciencia acerca de ello nos aleja de su comprensión. Los miedos a perder lo que tenemos, lo que hemos sido y nuestra forma de vivir secuestran nuestra mirada y la distorsionan, impidiéndonos ver y entender las cosas como realmente son. Por ello solo podremos comprender nuestra sociedad si tomamos conciencia de estas cosas y salimos del analfabetismo socioemocional que nos impide observar en nosotros lo mismo que les reprochamos a los demás. Y quizá un día comprendiéndonos unos a otros un poco más podremos entendernos y convivir con un poco más de amabilidad y encaje.
Lo justo frente a lo que me conviene
La reflexión anterior me trae a la cabeza el extendido vicio de equiparar el concepto de lo justo a lo que nos conviene a través de sesgadas e interesadas reflexiones y racionalizaciones. En general solemos pensar que aquello que me conviene es además justo. Ello ocurre con una serie de preguntas o cuestiones que, dependiendo de nuestra historia personal y de en qué lugar nos encontremos socialmente, tenderemos a responder en un sentido u otro:
• ¿Somos merecedores de lo que creemos merecer o la justicia debería equilibrar la desigualdad de oportunidades en las que nos coloca el azar del nacimiento y la vida?
• ¿Reparte mejor justicia la izquierda, o quizá lo hace mejor la derecha?
• ¿Es mejor ser competitivo o es mejor ser cooperador?
• ¿Es lo nuevo mejor que lo viejo? ¿Debemos romper o preservar lo establecido?
Es difícil analizar y responder a estas cuestiones fría y racionalmente si no es con un discurso largo y complejo. Por ello, y porque quizá la respuesta desde una supuesta objetividad científica no nos convendría, la realidad es que profundizamos y reflexionamos muy poco para determinar lo que es justo y lo que no. La sociedad como tal casi no conversa sobre estas cuestiones, pero sin embargo todos tendemos, como acabamos de ver y sin darnos cuenta, a ser activos en defender nuestra visión como justa. Defendemos las cosas como justas o injustas, pero siempre desde nuestros limitados y encasillados marcos mentales y sin hacer prácticamente reflexión alguna para describir los ingredientes que componen la justicia. En definitiva, solemos pensar o creer que es justo lo que me conviene que sea justo.
Reduciendo mucho el análisis y utilizando las denostadas generalizaciones, creo que en un supuesto debate respecto de lo que es justo me aventuraría a pensar y dividir a las personas en dos grupos, cuya descripción hago marcando las posiciones más extremas:
• Unos que creen en la importancia del mérito, y por ello en la necesidad de que existan desigualdades con los privilegios que unos tienen como justo fruto de sus esfuerzos. Estos construyen sus argumentos sobre un supuesto realismo y pragmatismo argumentando que, de no ser así, el mundo no funcionaría y acabaríamos pobres de solemnidad. La falta de diferencias en las recompensas eliminaría la motivación para el esfuerzo necesario o aconsejable para el bienestar y el progreso de la sociedad. Muy en el fondo asimilan el concepto de justicia a un principio de utilidad. Para que funcionen las