El príncipe. Nicolás Maquiavelo

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El príncipe - Nicolás Maquiavelo

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satisfechos con la posibilidad de recurrir a un tribunal próximo al príncipe, y por ende tienen más razón para amarlo si quieren ser buenos, y de temerlo si quieren ser de otro modo. Cualquier extranjero que desee atacar ese estado tendrá más reparos; de modo que habitando en él es sumamente difícil que se pierda.

      El otro mejor remedio es mandar colonias a uno o dos lugares, que sean casi como soportes de ese estado, porque es necesario hacer eso o tener en él muchas tropas de caballería y de infantería. En las colonias no hay que gastar mucho, con poco o ningún gasto las establece y las mantiene, y solamente ofende a aquellos a quienes les quita los campos y las casas para dárselas a los nuevos habitantes, y aquellos son una mínima parte de ese estado; y los que han sido ofendidos, como quedan dispersos y pobres, no pueden perjudicarlo nunca, y todos los demás quedan por un lado sin ofensa, y por eso deberían permanecer quietos, y por el otro temerosos de errar, por miedo de que les pase a ellos lo mismo que a los que fueron despojados. Concluyo que esas colonias no cuestan nada, son más fieles, ofenden menos; y los ofendidos no pueden hacer daño, como se ha dicho, por estar pobres y dispersos. Sobre lo cual debe notarse que a los hombres hay que mimarlos o extinguirlos; porque se vengan de los agravios leves, pero de los graves no pueden, de manera que la ofensa que se le hace a un hombre debe ser tal que no haya que temer su venganza. Si en cambio en lugar de colonias se mandan tropas, se gasta mucho más, y hay que consumir en la guardia todos los ingresos de ese estado, de manera que la adquisición se convierte en pérdida, y ofende mucho más, porque perjudica al estado entero al trasladar su ejército de una localidad a otra, y esa incomodidad la sienten todos y todos se le vuelven enemigos; y son enemigos que puedan hacerle daño porque, derrotados, quedan en su casa. Por todos esos aspectos, pues, esa guardia es tan inútil como la de las colonias útil.

      Quien está en una provincia distinta como se ha dicho,4 debe además hacerse cabeza y defensor de los vecinos menos potentes, y esforzarse por debilitar a los más poderosos, y guardarse de que por algún accidente no penetre en ella algún forastero tan poderoso como él. Y siempre ocurrirá que será introducido por quienes están en ella descontentos por exceso de ambición o por miedo, como se vio que los etolios introdujeron a los romanos en Grecia, y en todas las demás provincias en que entraron fueron introducidos por provincianos. Y el orden de las cosas es que cuando un forastero poderoso penetra en una provincia, todos los que en ella son menos poderosos adhieren a él, movidos por la envidia que sienten hacia el que ha sido más poderoso que ellos; de modo que respecto a esos poderosos menores, él no tiene que hacer ningún esfuerzo para ganárselos, porque inmediatamente todos se unen en un globo con el estado que ha adquirido allí. Sólo tiene que pensar en que no adquieran demasiadas fuerzas ni demasiada autoridad, y fácilmente puede, con sus propias fuerzas y con favor de estos otros, rebajar a los que son poderosos para quedar como único árbitro de la provincia. Y quien no gobierna bien esta parte perderá muy pronto lo que haya adquirido, y mientras lo tenga tendrá allí infinitas dificultades y fastidios.

      Los romanos, en las provincias que tomaron, observaron bien estas partes y mandaron colonias, mantuvieron amigos a los menos poderosos sin acrecentar su potencia, rebajaron a los muy poderosos y no dejaron adquirir reputación a los poderosos forasteros. Y quiero que me baste como ejemplo la provincia de Grecia solamente. Allí ellos mantuvieron a raya a los aqueos y a los etolios, rebajaron el reino de los macedonios, expulsaron a Antíoco y jamás los méritos de los aqueos o de los etolios hicieron que les permitiesen aumentarse algún estado, ni las persuasiones de Filipo los indujeron nunca a ser amigos suyos sin rebajarlo, ni la potencia de Antíoco pudo hacer que le permitieran tener en aquella provincia estado alguno. Porque los romanos en ese caso hicieron lo que deben hacer todos los príncipes sabios, los cuales deben estar atentos no sólo a los escándalos presentes, sino a los futuros, y hacer todos los esfuerzos por obviarlos; porque previéndolos de lejos es fácil remediarlos, pero si esperas que se acerquen el remedio no llega a tiempo, porque la enfermedad se ha vuelto incurable. Y ocurre en esto como dicen los físicos del hético, que el principio de su mal es fácil de curar pero difícil de conocer, pero con el paso del tiempo, no habiéndolo conocido ni medicado desde el principio, se vuelve fácil de conocer y difícil de curar. Así ocurre en las cosas del estado, porque conociendo de lejos (lo que no es dado más que a un prudente) los males que nacen en él, se curan pronto, pero cuando por no haberlos conocido se dejan crecer al punto que los conoce cualquiera, ya no hay remedio. Pero los romanos, viendo de lejos los inconvenientes, siempre los remediaron y nunca para no incurrir en una guerra los dejaron subsistir, porque sabían que la guerra no se evita, sino que se posterga con ventaja de otros; por esto quisieron combatir con Filipo y Antíoco de Grecia, para no tener que hacerlo con ellos en Italia; y por el momento podían sustraerse a ambas eventualidades, mas no quisieron. Ni les gustó nunca lo que está continuamente en la boca de los sabios de nuestra época, que es “gozar de las ventajas del tiempo”; les gustó en cambio la ventaja que procedía de su propia virtud y prudencia, porque el tiempo empuja hacia adelante todas las cosas y trae consigo tanto bien como mal, tanto mal como bien.

      Pero volvamos a Francia,5 y examinemos si de las cosas dichas hizo alguna; y hablaré de Luis y no de Carlos, porque por haber tenido aquel más larga posesión en Italia se vieron mejor sus procedimientos, y se verá que hizo lo contrario de lo que se debe hacer para mantener un estado en una provincia distinta.

      El rey Luis fue traído a Italia por la ambición de los venecianos, que con esa venida quisieron ganarse la mitad del estado de Lombardía. Yo no quiero censurar esa decisión tomada por el rey, porque queriendo él empezar a meter un pie en Italia y no teniendo en esta provincia amigos, sino más bien todas las puertas cerradas debido a las acciones del rey Carlos, se vio obligado a aceptar las amistades que pudo, y el partido le habría resultado bien tomado si en los otros manejos no hubiera cometido error alguno. Tras adquirir, el rey la Lombardía, recuperó de inmediato la reputación que le había quitado Carlos: Génova cedió, los florentinos se volvieron sus amigos, el marqués de Mantua, el duque de Ferrara, los Bentivoglio, la señora de Forlí, el señor de Faenza, el de Pésaro, el de Rimini, el de Camerino, el de Piombino, los luqueses, los pisanos, los seneses, todos fueron a su encuentro para ser sus amigos. Y entonces pudieron los venecianos considerar la temeridad del partido que habían tomado, que por adquirir dos plazas en Lombardía hicieron al rey señor de dos tercios de Italia.

      Considérese ahora con cuán poca dificultad podía el rey conservar su reputación en Italia, si hubiese observado las reglas antes dichas y mantenido seguros y defendidos a todos aquellos amigos suyos, los cuales, por numerosos, débiles y temerosos unos de la Iglesia y otros de los venecianos, estaban forzados a estar siempre con él, y por medio de ellos podía fácilmente asegurarse de los grandes que quedaban. Pero él apenas estuvo en Milán hizo lo contrario, dando ayuda a Alejandro para que ocupase Romaña. Y no se dio cuenta de que con esa decisión se debilitaba a sí mismo, despojándose de los amigos que se habían arrojado a su regazo, y agrandaba a la Iglesia, agregando tanto de temporal a lo espiritual que le da tanta autoridad. Y cometido un primer error, se vio obligado a seguir, en cuanto para poner freno a la ambición de Alejandro y para que no se apoderase de Toscana, se vio forzado a venir a Italia. Y no le bastó con haber agrandado a la Iglesia y haberse quitado los amigos, sino que por querer el reino de Nápoles dividió con el rey de España; y donde él antes era árbitro de Italia, se trajo un socio, a fin de que los ambiciosos de aquella provincia y los descontentos de él tuvieran a quién recurrir; y pudiendo dejar en aquel estado un rey que fuera tributario suyo, lo quitó para poner a uno capaz de expulsarlo a él.

      Es cosa verdaderamente muy natural y ordinaria desear adquirir,6 y siempre cuando los hombres lo hacen y pueden serán alabados, o no censurados; pero cuando no pueden y quieren hacerlo de todos modos ahí está el error y la censura. Si Francia, pues, podía con sus propias fuerzas atacar Nápoles, debía hacerlo; si no podía, no debía dividirlo. Y si la división que hizo de Lombardía con los venecianos merecía excusa porque con ella metió un pie en Italia, esta otra merece censura porque no la excusa la necesidad.

      Luis, pues, había cometido estos cinco errores: extinguir a los poderosos menores; aumentar la potencia en Italia de un poderoso; meter en ella a un extranjero poderosísimo;

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