El príncipe. Nicolás Maquiavelo

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El príncipe - Nicolás Maquiavelo

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la época, con carácter definitivo, al parecer.

      Maquiavelo se resigna e interrumpe los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, en los que estudiaba como modelo la república romana, para dedicarse a estudiar el principado.

      En la composición de El Príncipe influyen —decía— varios factores. El primero es el pensamiento del autor cómo se había formado a través de la experiencia del secretariado en tiempos de la república y cómo sobrevivió al terremoto mental y material de 1512.

      EL GOBIERNO DEL PUEBLO Y LA MORAL

      El hombre —pensó él siempre— no cambia en su naturaleza profunda; por eso nos sirve el estudio de la historia romana. Ese hombre, que es el sujeto de la historia, es naturalmente egoísta y aprovechador; de ahí que cualquier tipo de sociedad degenere, para empezar a recuperarse cuando la degeneración ha llegado a un grado insoportable: el poder unipersonal degenera fatalmente en tiranía, contra la que los nobles se rebelan en nombre de una libertad que no es tal porque al poco tiempo se traduce en un régimen opresivo para el pueblo. Este cobra conciencia y fuerza y abate el régimen oligárquico para establecer una república popular, estructura que correspondería al ideal de Maquiavelo, pero no se mantiene: el interés personal, que Maquiavelo llama corrupción, hace degenerar esa libertad en licencia. Un ambicioso entonces aprovecha el descontento difuso para establecer en esa sociedad su dominio absoluto: y el proceso vuelve a empezar.16 “Del bien deriva el mal, del mal el bien”, dice Maquiavelo a propósito de lo mismo, en El asno de oro.17

      Más lentamente fue madurando en él su idea fundamental: que el arte de conquistar, mantener y aumentar el poder no tiene nada que ver con la moral y que, por lo tanto, todos los tratados antiguos y medievales acerca de cómo debe ser el “buen príncipe” (cuyo prototipo podría ser el De regimene principum del cardenal Egidio Colonna) no tienen ningún asidero en la realidad de los hechos, que Maquiavelo llama “la realidad efectual”.18 En este terreno se ha producido el gran malentendido acerca del pensamiento de Maquiavelo, atribuible a la poca precisión con que se usa la palabra “política”.

      Si limitamos su significado al “arte de gobernar”, indudablemente Maquiavelo da origen a una ciencia política basada en lo útil y completamente separada de la ética. Pero Maquiavelo no se ocupa sólo de los gobernantes. Él, que se jactaba de ser “hombre popular”, estudia, como especialista en ciencia política, no sólo a quien gobierna, sino también a quienes tratan de ser gobernados lo menos posible como, por ejemplo, la plebe romana antigua o el pueblo florentino de su tiempo. Él se considera un técnico en la materia y establece fríamente lo que debe hacer el príncipe para dominar y lo que deben hacer los pueblos para defender su libertad contra los príncipes. En esto consiste la ciencia. Pero sólo la técnica del poder está separada de la moral. La libertad, la república fundada en buenas leyes y defendida por sus ciudadanos, pertenecía —y todos los Discursos sobre la primera década de Tito Livio lo demuestran— al campo del “deber ser”, de la moralidad, porque, si el interés del príncipe comúnmente es opuesto al interés general, que es para Maquiavelo la medida de lo moral, los deseos populares coinciden casi siempre con el bien común, pues los integrantes del pueblo no tienen posibilidad de acceder al poder individualmente y por lo tanto desean naturalmente, para todos, la libertad.

      El error principal de De Sanctis es justamente el de considerar que Maquiavelo justifica el poder absoluto con el interés general, cuando el escritor florentino, con la excepción del último capítulo de El Príncipe, estudia el poder absoluto sin justificarlo más que desde el punto de vista de una técnica al servicio de las ambiciones personales del príncipe, y en cambio dice explícitamente que ese poder es, en general, opuesto al bien común.

      Los príncipes se mueven en el campo de la realidad efectual. El “óptimo príncipe” de Egidio Colonna pierde inevitablemente el poder; para conservarlo, tiene que observar las reglas que da Maquiavelo en su obrita: ser bueno cuando se pueda, parecerlo en cualquier caso, pero ser malo, mentiroso, incumplidor, asesino, cuando sea necesario.

      Maquiavelo está orgulloso, moralmente orgulloso, de decir en voz alta la verdad y terminar con la hipocresía del “buen príncipe”. Pero, en los Discursos, dice con todas las letras que en la resistencia al despotismo está el “deber ser”.

      “No el bien particular, sino el bien común engrandece las ciudades. Y, sin duda, solo en las repúblicas se cuida el bien común [...] Lo contrario sucede cuando hay un príncipe, porque en general lo que aventaja perjudica a la ciudad y lo que conviene a la ciudad lo perjudica a él.” (Discorsi sulla prima deca di T. Livio, II, 2.)

      Además, considerando que el príncipe suele salir de la nobleza y, de todos modos, tiene entre los nobles los rivales que desean suplantarlo, puede interesar, como corolario, este otro pasaje: “Si se considera el fin de los nobles y de los que no son nobles, se verá en aquellos un deseo grande de dominar y en éstos solamente el deseo de no ser dominados y, por consiguiente, un mayor deseo de vivir libres”. (Ibidem, 1,5.)

      LA VERDAD VIGILADA

      Éstas eran las ideas de Maquiavelo cuando sobrevino la crisis política de 1512 que divide su vida en dos partes profundamente distintas, exactamente como el forzoso destierro había dividido en dos partes profundamente distintas, dos siglos antes, la vida de Dante.

      La “realidad efectual” ha caído sobre el autor bajo la forma de pérdida del empleo, cárcel, tortura, confinamiento en el campo. Los caracteres del absolutismo ya no son objeto de estudio, sino de experiencia directa. Y acontece lo que Maquiavelo siente más en lo hondo: se termina la libertad de palabra.

      No podemos, por eso mismo, leer El Príncipe con los mismos criterios con que leemos los ensayos sobre las condiciones políticas de Francia o Alemania, escritos en tiempos de la república, antes res pérditas.

      En El Príncipe triunfa el realismo, pero es un realismo vigilado, lleno de precauciones. Y, a pesar de que esto es evidente, casi nunca se ha tenido en cuenta al juzgarlo. Maquiavelo no dice lo que no piensa, pero dice sólo la mitad de lo que piensa: la otra mitad la dice en El asno de oro, cuyos primeros cantos, por el momento, oculta cuidadosamente en un cajón. Puede que los esbirros de los Médici los hayan encontrado en el allanamiento y que en ello esté la causa de la tortura y de la posterior imposibilidad para el autor de recuperar el empleo.19

      De todos modos, el descubrimiento que él había hecho, de que la historia no es una galería de ejemplos para educar a los niños, sino una ciencia implacable y de que la vida política debe ser analizada como es y no mitificada presentándola como debería ser, lo llena de orgullo. Él proclama su verdad como un desafío a la hipocresía mojigata, y latinamente llama virtuoso (porque es eficaz en su terreno, hace bien lo que hace) a César Borgia, que en los Decenales había presentado como una serpiente ponzoñosa (I, 388-408).

      Este realismo lo lleva a adoptar en lo personal un criterio que se puede llamar oportunista y que conciliaba —según él, y yo no lo justifico— su interés particular de conservar o recuperar el empleo con el interés de Florencia de ser gobernada —dentro de la tragedia de la pérdida de sus libertades— lo mejor posible. Siempre fue partidario del “mal menor”. Hay varias pruebas de esta línea de conducta, además de la comparación de El Príncipe con los Decenales anteriores y El asno de oro contemporáneo. Si en El Príncipe aconseja al monarca que no mantenga las promesas cuando no le convenga, en los Discursos afirma que, donde el pueblo interviene en el gobierno y lo controla, los pactos se cumplen más fielmente que en una monarquía y que, por lo tanto, una alianza con una república es siempre más segura. (Indirectamente sugería a las potencias extranjeras

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