El invencible. Stanislaw Lem
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Las bengalas verdes que señalizaban la entrada en el campo de fuerza centelleaban inquietas. Silbaba el viento, las masas de aire que recorrían la maraña de acero entonaban escalofriantes melodías.
—¿Qué puede significar esta maldita jungla?
Rohan se sacudió de la cara la arena que se le pegaba a la piel sudorosa. Ballmin y él estaban subidos a la parte alta de un aparato de reconocimiento aéreo, protegidos por un cercado bajo, suspendidos a más de diez metros sobre la calle: una plaza triangular cubierta de dunas situada en la confluencia de dos espacios en ruinas. Por debajo, a gran distancia, se encontraban sus vehículos y unas pequeñas figuritas que parecían salidas de una caja de juguetes y que los observaban con la cabeza levantada.
El robot de reconocimiento seguía planeando. En ese momento estaban sobre una superficie desgarrada y desigual repleta de afiladas aristas de un metal negruzco y cubierta a intervalos por aquellas placas triangulares que no se hallaban colocadas en un mismo plano, si no que se abrían hacia arriba y hacia los lados permitiendo contemplar su interior, totalmente a oscuras. La enredada espesura de mamparas, barras y cavidades con estructura de panal era tal que la luz del sol no podía penetrarla. Incluso los rayos de los focos se ahogaban impotentes en su interior.
—¿Usted qué piensa, Ballmin?, ¿qué puede significar todo esto? —repitió Rohan. Estaba irritado. Tenía la frente roja de tanto frotar, le dolía la piel, le picaban los ojos. En unos minutos tenía que mandar otro comunicado a El Invencible y ni siquiera encontraba las palabras apropiadas para definir lo que tenía delante.
—No soy adivino —respondió el científico—. Ni siquiera soy arqueólogo. Además, creo que un arqueólogo tampoco le podría decir gran cosa. Me parece… —se interrumpió.
—¿Quiere hacer el favor de hablar?
—No me parece que se trate de viviendas, ni de las ruinas de casas de algún tipo de criatura. No sé si me entiende. Si tuviera que compararlo con algo, sería con una máquina.
—¿Cómo? ¿Con una máquina? ¿Qué tipo de máquina? ¿Datoarchivadora? ¿No sería una especie de cerebro electrónico…?
—Eso no se lo cree ni usted… —contestó, flemático, el planetólogo.
El robot se movió hacia un lado, pero seguía rozando las barras que asomaban caóticas entre las retorcidas placas.
—No, aquí no había circuitos eléctricos de ningún tipo. ¿Acaso ve usted separadores, aisladores, pantallas electromagnéticas?
—Puede que fueran inflamables. Igual los destruyó el fuego. Tengamos en cuenta que son ruinas —contestó Rohan sin estar convencido.
—Es posible —admitió de forma inesperada Ballmin.
—Entonces, ¿qué le digo al astronavegador?
—Lo mejor es que le transmita todo este galimatías por televisión.
—Esto no era una ciudad… —dijo de repente Rohan, como si estuviera haciendo un resumen mental de todo lo que había visto.
—Es probable que no —asintió el planetólogo—. En todo caso, no una ciudad como nosotros podríamos imaginar. Aquí no vivían ni homínidos ni nada que se les semejara remotamente. Pero, sin embargo, las formas oceánicas son bastante parecidas a las terrestres. Así que lo lógico sería que en tierra firme también hubiera formas de vida similares.
—Sí. Es algo a lo que no dejo de darle vueltas. No hay ningún biólogo que quiera hablar del tema. ¿Usted qué opina?
—No quieren hablar porque la cosa raya lo imposible: parece que algo impidió que la vida se instalara en tierra firme… Como si hubiera imposibilitado que emergiese del agua….
—Esa causa pudo haberse dado una única vez, en forma, por ejemplo, de explosión de una supernova muy cercana. Como usted sabe bien, la Zeta de Lira fue una nova hace millones de años. Es posible que la radiación dura exterminara la vida en los continentes, pero los organismos que vivían en el fondo de los océanos hubiesen sobrevivido…
—Si esto hubiera pasado como usted dice, sería posible detectar las huellas de la radiación hoy en día. Sin embargo, los niveles que muestra el suelo son sorprendentemente bajos para esta zona de la galaxia. Además, en los millones de años que han pasado, la evolución habría avanzado de nuevo, no habría vertebrados, claro está, pero sí formas primitivas en las aguas litorales. ¿Se ha fijado usted en que la costa está totalmente muerta?
—Me he fijado. ¿Pero de verdad tiene tanta importancia?
—Es decisivo. La vida, por lo general, aparece primero en las aguas litorales, solo más tarde desciende a las profundidades del océano. Las cosas aquí no pudieron ser de otra manera. Algo la hizo retroceder. Y creo que ese algo sigue impidiendo hoy su acceso a tierra firme.
—¿Pero por qué?
—Porque a los peces les dan miedo las sondas. En los planetas que conozco ningún animal temía algo así. Nunca temen algo que no han visto.
—¿Quiere usted decir que los peces de aquí han visto las sondas antes?
—No sé lo que han visto. ¿Pero para qué otra cosa podría servirles entonces el sentido magnético si no es para huir de ellas?
—¡Es una historia delirante! —gruñó Rohan. Miró los desgarrados festones de metal y se reclinó por encima del asidero; los extremos negros de las barras vibraban en medio de la columna de aire que despedía el robot. Ballmin, con unas largas tenazas, seccionaba, uno por uno, los alambres que sobresalían de la boca de un túnel.
—Le voy a decir una cosa —soltó—. Aquí no ha habido nunca una temperatura muy elevada, ya que en ese caso el metal se habría gleificado. Así que su hipótesis del incendio también queda descartada…
—Aquí no hay hipótesis que se sostenga —murmuró Rohan—. Además, no acabo de ver la relación que puede haber entre esta demencial maraña y la destrucción de El Cóndor. ¡Esto está absolutamente muerto!
—No siempre tuvo que ser así.
—De acuerdo, igual hace siglos, pero sí desde hace unos años. Aquí ya no hacemos nada. Volvamos.
Dejaron de hablar hasta que la máquina tomó tierra frente a las señales verdes colocadas por la expedición. Rohan ordenó a los técnicos que encendieran las cámaras de televisión y que comunicaran a El Invencible el estado de la cuestón..
Él se encerró, junto con los científicos, en la cabina del vehículo principal. Tras ventilar el minúsculo compartimento con un chorro de oxígeno, empezaron a comerse unos bocadillos que acompañaron con el café de los termos. Sobre sus cabezas resplandecía un enorme tubo lumínico. A Rohan le resultaba agradable su luz blanca. Había acabado hartándose del día rojizo de aquel planeta. Ballmin escupía porque la arena que se le había metido pérfidamente en la boquilla de la mascarilla le rechinaba entre los dientes cuando comía.
—Esto