Ontología analéptica. Fabián Ludueña Romandini
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El límite de la empresa warburguiana es, en efecto, su somatismo como estructura última del páthos que luego inunda, fervorosamente, la historia cósmica de lo humano. Sin embargo, aquí el cuerpo y sus pasiones no pueden ser el umbral último de nuestra indagación: deberemos afrontar los territorios que son la condición de posibilidad de esa ilusión que llamamos cuerpo y entender, con una nueva mirada, el fenómeno mismo de la vida-muerte.
Sin embargo, en ese recorrido debemos también tomar distancia del “Uno primordial (Ur-Eine)” de una vida que se desgarra a sí misma en la individuación trágica, como propone Friedrich Nietzsche en su juventud (Nietzsche, 1972 §4). De igual modo, la fisiología que Nietzsche en su madurez retoma de sus lecturas de Lange, Roux, Helmholtz y Feré también presenta, como en el caso de Warburg, el límite de los cuerpos a la hora del estudio de la prehistoria de los valores aun si, ciertamente, admite una física de las fuerzas en el materialismo del Eterno Retorno. Por ello, aunque de enorme interés, “los fisiólogos y médicos (Physiologen und Mediciner)” que Nietzsche recomienda para el estudio de la “historia evolutiva de los conceptos morales (Entwicklungsgeschichte der moralischen Begriffe)” de las Facultades de Filosofía (Nietzsche, 1988 §17), una vez más, delimitan el problema de la vida dándolo como un pre-supuesto, evitando así la indagación necesaria sobre sus condiciones metafísicas de posibilidad.
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Es necesario interrogarse, aunque sea de modo preliminar, cuándo la filosofía dejó de otorgarle ciudadanía teórica al fenómeno vampírico y permitió únicamente su subsistencia como un hecho ficcional que la literatura podía eventualmente recrear. Este clivaje tuvo lugar en la Modernidad y un primer ejemplo lo proporciona el monje polígrafo Benito Feijoo quien pudo escribir:
Que los Vampiros, o Revinientes de Moravia, Hungría, Polonia, &c. de quien se cuentan cosas tan extraordinarias, tan especificadas, tan circunstanciadas, tan revestidas de todas las formalidades capaces de hacerlas creer, y probarlas jurídicamente en los Tribunales más exactos y severos: que todo lo que se dice de su regreso a la vida, de sus apariciones, de la turbación, que causan en las poblaciones, y en las campañas: de la muerte que dan a las personas, chupándoles la sangre, o haciéndoles señal para que los sigan: que todo esto no es más que ilusión, y efecto de una impresión fuerte en la imaginativa (Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, xx, 53).
En una postura similar, podemos leer en Jean-Jacques Rousseau:
Si existe en el mundo una historia atestiguada, es la de los Vampiros (Wampirs). Nada falta: procesos verbales, certificados de Notables, Cirujanos, Curas, Magistrados. La prueba jurídica es de las más completas. Con ello, ¿quién cree en los Vampiros? ¿Seremos nosotros todos condenados por no haber creído en ellos? Por mucho que estén atestiguados, con el acuerdo mismo del crédulo Cicerón, varios de los prodigios transmitidos por Tito Livio, yo los considero como tantas otras fábulas. (Rousseau, Lettre à Christophe Beaumont, 1969: 1005).
Como puede apreciarse, aunque Rousseau admite la remota antigüedad del fenómeno vampírico y Feijoo lo atribuye, en cambio, a un fenómeno exclusivamente moderno, en ambos casos el argumento es el mismo: se trata de acontecimientos que no tienen otro valor que el de una fábula que ha excitado en demasía la facultad imaginativa. De igual modo, Voltaire manifiesta, en su Dictionnaire philosophique, su irónica incredulidad sobre el hecho de que se pueda creer en los vampiros después de Locke, Shaftesbury, D’Alembert o Diderot (Voltaire, 2010: vide “vampire”). En definitiva, el vampirismo (pero también la licantropía) entran en la Modernidad como una patología de la imaginación y de la irracionalidad. Esta tendencia, como hemos visto, aún hoy presente en los estudiosos del tema, ha impedido comprender la auténtica naturaleza de los fenómenos en cuestión. Se clausuró, de este modo, la vía regia que la filosofía poseía para adentrarse en el laberinto del fenómeno de la vida-muerte y sus secretos o, incluso, del sentido mismo de la historia de la metafísica en cuanto producción de lo humano.
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La etimología es siempre una brújula que, usada con acumen, orienta de modo más seguro de lo que muchas veces suele admitirse. A pesar de las hipótesis que han planteado un origen griego, hebreo, húngaro o, incluso, turco del término “vampiro”, los lingüistas admiten hoy la plausibilidad de los estudios de Aleksander Brückner que sitúan el origen del vocablo en la lengua búlgara y la palabra upir que está en la base de la raíz de su contrapartida “vampiro” (Wilson, 1985: 578).
Ciertamente, los primeros usos registrados del término “vampiro” aparecen en francés, inglés y latín para referirse a fenómenos de vampirismo en Polonia, Rusia y Macedonia. El caso del latín resulta por demás instructivo pues su uso precede a la lengua vernácula en Italia. Así tenemos el testimonio del papa Benedicto xiv que publica en Roma, durante el año 1749, su De Servorum Dei Beatificatione et de Beatorum Canonizatione, cuyo capítulo cuarto lleva por título, precisamente, De vanitate vampyrorum. Los desarrollos del texto dan cuenta de los sesudos esfuerzos del Sumo Pontífice por la preservación de los cadáveres mutilados bajo el pretexto o la creencia de que se trataba de vampiros (Wilson, 1985: 582). Sin embargo, importa allí la intuición de largo alcance de Benedicto xiv, quien abre el camino de una pesquisa al señalar, con toda acritud, que la creencia en los vampiros encuentra sus raíces en tiempos antiquísimos y que, por tanto, no puede ser combatida por medios simples.
En efecto, el razonamiento implícito del Papa es formalizable en términos modernos: la existencia de un término, en este caso “vampiro”, no debe llevarnos a asumir que su realidad comienza con su registro lingüístico. Bajo otros nombres, el fenómeno precede al vocablo o, dicho de otro modo, las series históricas no están necesariamente atadas a la aparición lingüística de un concepto. Insuficiencia pues, para estos asuntos, de una historia conceptual que ignore que las series históricas pueden estar disociadas de los sinuosos caminos de la lengua. Para ser más precisos, resulta posible que un fenómeno histórico atraviese las más diversas capas lingüísticas y culturales. Se impone, entonces, el estudio comparativo y una ultra-historia que esté atenta al hecho de que fenómenos estructuralmente conexos pueden obedecer a diferentes estratos o grupos de expresiones lingüísticas. En los casos que nos ocupan, particularmente en el vampirismo y la licantropía, este habrá de ser el hilo de Ariadna metodológico que guiará nuestra pesquisa.
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Las fuentes greco-latinas que ofrecen testimonios sobre el vampirismo que se remontan, incluso, a cronologías indómitas bien anteriores a su puesta en escritura (Wright, 1914), dan cuenta, desde la noche de los tiempos, de las propiedades distintivas de un fenómeno mitopoiético y una praxis cultual que se sitúan entre la muerte, el sacrificio y la sangre.
En los funerales de Patroclo, en la Ilíada, el ritual comporta una verdadera hecatombe de toros blancos, ovejas y cabras degollados todos para ofrecer la bebida necrófila al difunto: “fluía en torno del cadáver (nékun) la sangre (aîma)” (Homero, Ilíada, xxiii, 30-34). La monumental obra de Erwin Rohde, siempre imprescindible, reconocía en estas presencias homéricas, la archi-huella de arcaicos ritos funerarios sanguinarios: “el olor de la sangre (die Witterung des Blutes) atrae a las almas y ‘la saciedad del apetito por la sangre (Blutsättigung) [haimakouría]’ es el auténtico propósito de estas ofrendas” (Rohde,