Ontología analéptica. Fabián Ludueña Romandini
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Por su parte, Aristófanes hace constar que la empusa posee poderes metamórficos y una “pierna de bronce (skélos chalkoûn)” (Aristófanes, Ranas, 293). No debe sorprendernos, entonces, que en su Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, el cineasta Friedrich Wilhelm Murnau bautice a la nave que trae al conde Orlok a Alemania con el nombre de Empusa. Justamente, a propósito de este filme, Siegfried Kracacuer ha podido escribir que Nosferatu, como una especie de Atila, adquiere su fuerza en su identificación con la pestilencia y esta figura vampírica toma forma, precisamente, en aquella zona inescrutable “donde los mitos y los cuentos de hadas se encuentran” (Kracauer, 1947: 79).
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La morfología histórica llevada adelante por la monumental obra de Carlo Ginzburg sobre el aquelarre es un hito en la investigación de finales del siglo xx que la historiografía jamás ha podido realmente asimilar ni mucho menos emular en sus métodos o consecuencias teóricas. Los elementos folclóricos que tratamos en nuestra pesquisa sobre el vampirismo y la licantropía se entrecruzan, indudablemente, con muchos aspectos de los corpora de Ginzburg sobre las brujas. Por cierto, debemos estar de acuerdo con su perspectiva de que gran parte de nuestro patrimonio cultural proviene de los cazadores siberianos, de los chamanes de Asia septentrional y central, de los nómadas de las estepas.
Su investigación histórica de las causas de estos fenómenos lo lleva a remontar milenios de historia y prehistoria humanas. En este punto, es fundamental subrayar un descubrimiento enorme: que las variaciones de la historia de Homo en su paso sucesivo por la caza, la ganadería y la agricultura no han modificado una estructura primordial. Esa estructura se remite a “la participación del mundo de los vivos, en el de los muertos, en la esfera de lo visible y de lo invisible (alla sfera del visibile e a quella dell’invisibile)”. Esta configuración es entonces elevada a la altura de un “rasgo distintivo de la especie humana (tratto distintivo della specie umana)” y, por tanto, no se trata de un relato entre tantos sino de “la matriz de todos los relatos posibles (matrice di tutti i racconti possibili)” (Ginzburg, 1989: 289).
En nuestro caso, sin embargo, intentaremos llevar las cosas más lejos. Por un lado, debido a que estimamos que la búsqueda no debe limitarse al discurso que relata las relaciones entre los vivos y los muertos sino, más precisamente, a la para-ontología que ha tornado este hecho posible. Por otro lado, no es aconsejable limitarse, en los desarrollos temporales, a los períodos que comprenden a esa ilusión (en la que aun Ginzburg cree fervientemente) que es la denominada “especie humana” con su historia y su prehistoria. Debemos ir hasta los confines mismos de la vida sobre la Tierra y, tal vez, a los horizontes que superan incluso ese límite y custodian un secreto metafísico primordial bajo los ropajes del vampirismo o la licantropía.
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Los filólogos más conspicuos admiten, con todo, que la necromancia de los antiguos griegos y romanos representa un eslabón insoslayable en la arqueología del vampirismo (Ogden, 2001: xv) aun si no logran extraer las consecuencias filosófico-históricas que dicha constatación comporta. Por otra parte, la práctica de ultra-tumba se hallaba bien extendida pues “se creía que los espíritus de los muertos gozaban de un saber especial sobre el porvenir y que podían comunicarlo a los vivos” (Cairo, 2021: 116). En este sentido, la Gran Madre de la tierra era la poseedora ancestral de los ciclos destinales que determinaban los avatares de los seres vivientes sobre su suelo.
Ya sea por predisposición de las almas, como señalaban pitagóricos y platónicos o por su carácter ctónico, el contacto con las profundidades de la Gran Madre provocaba un furor profético que hacía de los muertos devueltos a la vida mediante los rituales de la necromancia, los seres que podían hurgar en las profundidades del devenir de la Historia. Los resurrectos cadáveres de los necromantes son los secretos señores vampíricos que esconden el saber de la historia de los vivos.
Ciertamente, en la Antigüedad todo acto de necromancia implicaba el cavado de un pozo, las libaciones, las ofrendas de granos y flores así como de sangre en la práctica conocida como haimakouria que acompañaba al sacrificio animal y las oraciones (Ogden, 2001: 7). Incluso si la perspectiva ultra-histórica sitúa las prácticas necrománticas como antecedentes de ritos ancestrales en la conformación de la nomotecnología del ánthropos, desde el punto de vista filológico, la Nekuomanteia (adivinación por los muertos) como femenino singular abstracto se puede atestar, en griego, a partir del siglo iii a.C., aunque el neutro singular nekuomanteion ya se encuentra en el siglo v a.C. (Ogden, 2001: xx).
En su forma latinizada, Necyomanteia, se halla como el título de un mimo de Laberio en el siglo i a.C. (Aulo Gelio, Noctes Atticae, xvi, 7, 12). En la misma centuria, Cicerón usa el plural neutro griego nekuomanteîa para señalar los ritos de adivinación por los muertos (Cicerón, Tusculanae Disputationes, 1. 37) y atribuye su práctica a Apio Claudio Pulcro, cónsul y censor que fue compañero de Cicerón en el colegio de los augures (Ogden, 2001: xxxi).
En la Farsalia de Lucano se describe el ancestral ritual de la necromancia en la forma más detallada que nos haya legado el mundo romano. Justamente, puede constatarse en este caso cómo Erictón, la más temible y poderosa bruja de Tesalia, “si sanguine uiuo est opus (si su rito reclama sangre de los vivos)” (Lucano, Farsalia, vi, 554-555), esta no duda a la hora del sacrificio humano de niños por nacer arrancados de los vientres de las madres.
Como tendremos ocasión de analizar más adelante, estos rituales arcaicos encierran una profunda enseñanza sobre el sentido de la Historia: los hombres sólo pueden hacer crónicas pero el hálito auténtico de la Historia es su proyección como profecía del tiempo por venir, y los señores del tiempo son los muertos y los resurrectos vampiros. Los amos de la noche y de la sangre conforman el grupo de los auténticos intérpretes de la historia humana que sólo puede comprenderse bajo la forma de un chamanismo que hurgue en el tiempo bajo los ropajes del vampirismo, cuyo poder proviene, una vez más, de la sangre de las víctimas propiciatorias.
Desde este punto de vista, la crónica es el punto cero de la Historia. Su auténtico alcance sólo se obtiene mediante la profecía y este es el territorio de los muertos que demandan sangre. He aquí el eslabón perdido de toda filosofía de la Historia que, si pierde el contacto con sus arcaicos orígenes, corre el albur de ser imputada de obsolescencia como hoy en día ocurre, en el ocaso de esta región ontológica y disciplinar del Tiempo, confinada por un positivismo perdido en una materialidad de la que no puede despegarse.
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Mónica Cragnolini ha llevado adelante una brillante reflexión filosófica sobre la sangre y el sacrificio. Una violencia estructural que vive de la sangre del otro. Dice la filósofa:
entiendo por “violencia estructural” la arquitectura de organización del mundo de la cultura (en contraposición al mundo no humano, a veces llamado “naturaleza”); organización que no es violenta por exceso, sin porque “necesita” ser violenta para poder estructurarse y ordenar las distintas formas de vida en una escala jerárquica. (Cragnolini, 2021: 4-5).
De allí la existencia de un “hemato-homocentrismo” (ya anunciado en la obra de Jacques Derrida) en la que el sacrificio de la sangre y de la carne, tanto humana como animal, funda la cultura. En efecto, deconstruyendo a Freud, el filósofo francés contempla