Baila hermosa soledad. Jaime Hales

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Baila hermosa soledad - Jaime Hales

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en Cuba. Las re­­la­ciones en­tre Sonia y Carlos Alberto fueron cada vez peores, hasta que can­­sa­do de tantas recrimi­naciones, Carlos Alberto decidió se­pa­rarse. Total, ya no tenía sentido que siguieran juntos: Pa­tri­cia estaba en Cuba y Juan Alberto en Estados Unidos, al pa­re­cer ambos para no regresar jamás.

      Así fue todo hasta aquel día de marzo de mil novecientos ochenta y dos.

      Había ido a pasar unos días a Con­cón, la casa que era el único re­si­duo del matrimonio con Sonia, pues la com­par­tían ami­ga­ble­mente. Ella todo el ve­rano, para sí misma o pa­ra arrendarla. El, desde marzo a diciembre, para ir los fines de semana, con tus amiguitas, le había dicho Sonia, entre ce­lo­sa y contenta de sa­ber que su hom­bre, el que había sido de ella cuan­do joven, el que siendo tan atractivo la ha­bía elegido, to­davía fuera interesante para mu­chas mujeres más jó­ve­nes que ella. Al comenzar marzo, ya no que­daban ve­ra­nean­tes y era el me­jor tiempo, un poco me­­nos caluroso que el verano, la playa dis­puesta para él, para asolearse y caminar. La primera se­ma­na de mar­zo la pa­saba sólo y lue­go, a veces, invitaba a alguien a compartir su descanso.

      El cuidador le entregó un sobre. Se lo había de­ja­do una señorita “que venía en un au­tito chico, don Carlos Al­ber­to”. Abrió el sobre, sorprendido. Se en­­con­tró con un papel sen­ci­­llo, que decía simplemente que tenía un recado de Pa­­tricia y lo esperaba esa misma tar­de a las siete en la terraza de la playa. Car­los Alberto se percató que tenía poco tiempo, lo suficiente para cambiar de ro­pa y tomar el auto. No quiso pensar en nada, si­no que dejó sentir la emoción de des­cubrir que su hija aun se acor­daba de él. Tal vez era ella misma quien lo vería y había ingresado clan­destinamente al país. Tal vez era una de las mu­jeres que el Gobierno calificaba de ex­tre­mis­tas y de las que ponen bombas. Na­da de eso le im­portaba. Sintió una enorme excitación.

      Fue.

      Detiene el auto frente a la terraza de la playa. A esa hora aun no se ha puesto el sol. Pare­ce verano, por el brillo del mar y la temperatura agra­­da­ble. Baja con la mis­ma par­simonia de siempre. Luego de cerrar el auto mi­ra hacia el mar y per­cibe el enorme pino de siempre y tras él, el sol que se va, len­ta­mente, al mismo ritmo que Carlos Al­ber­to avan­za. Treinta años y el pino sigue igual, como si nada pasara, cuando en rea­li­dad es lo úni­co vigente de aquellos tiem­pos, pues los demás lugares, la Parker, el Astoria, la casa de los Aguirre, to­do ha ido dejando el paso a enormes edificios de de­par­ta­mentos y ahora son otras las familias que vienen. No ve a nadie y de­ci­de cumplir su ritual de caminar de lado a la­do por la terraza. Llegó con dos o tres minutos de adelanto y salvo el ven­­de­dor de re­vis­tas nadie queda en el sector. La te­rra­za, con sus ban­qui­tos para mirar la pues­ta de sol, tiene casi tres­cien­tos metros haciendo re­co­ve­cos y rincones apropiados pa­ra que se instalen los ena­mo­ra­dos o des­can­sen las mamás de re­greso de la playa. Muchos años recorriendo de ex­tre­mo a ex­tre­­mo la te­rra­za, tran­cos largos de golfista, manos atrás mi­ran­do ca­da detalle que se le pre­­sentara. El ri­to empezó en los años de papá joven, cuando traía a Pa­tricia recién nacida y en su coche a to­mar el fresco de la tarde y desde ese momento pa­ra siempre, sólo o acompañado, leyendo o mi­rando. Pa­­ra él, es­te lugar sig­ni­fica­ba in­me­dia­tamente paseo en las tardes y to­dos quie­­nes lo conocían sabían que era el lugar ideal para en­con­­trarlo.

      − Buenas tardes, señor.

      Al primer vistazo le parece una muchachita, pe­ro luego, al verla de cerca, ve que ya no es una niña, sino de­be tener por lo menos treinta años. Rubia, muy bajita y me­nuda, de una delgadez que le arrebata sen­sua­li­dad, pero le añade ternura a su rostro alar­ga­do. Su vestido blanco, de fal­da am­plia, muy liviano, como para que el vien­to lo moviera igual que a su me­lena do­rada, le da un aire ange­lical. Bonita, se di­jo, con su costumbre de ob­ser­var­lo todo y calificarlo de in­me­dia­to, sintiendo simpatía por este ser que le hi­zo pensar en una aparición, como las que estaban de moda por aquel en­ton­ces.

      − Soy Teresa. Yo le envié el papel.

      Es decir, no era un ángel ni una aparición. La sa­lu­dó muy for­mal­men­te y no pudo evitar ponerse nervioso, pre­sintiendo que este en­cuentro se­ría muy importante. Le pre­­gun­tó si querría acom­pa­ñar­lo a la casa o ir a algún lugar a tomar un trago o un ca­fé, pero ella le respondió que prefería ca­mi­nar, sin agregar que allí sentía que estaba más segura, pues no sabía cómo iba a reaccio­nar él cuando le di­jera lo que tenía que decirle. Sólo le comentó este mie­do de esa tarde varios me­ses después cuan­do, un día en forma inesperada volvieron a en­con­trarse en la ca­sa del poeta, el mismo que ha­bía sido tan ami­go de Patricia.

      − Yo lo invité a venir. Le tengo un recado de su hija, de Pa­tricia. Quizás ten­ga mu­chas cosas que contarle, que le pueden in­teresar.

      Hace una pausa y traga saliva. Le dice que para ella esto es muy difícil.

      − Le rue­go que no me interrumpa, señor, si me deja contarle todo, después pue­do contestarle sus preguntas.

      Lo miraba con algo de asustada y mucho de fuer­za interior.

      − Antes de hablarle he averiguado muchas cosas respecto de us­ted y de su fa­mi­lia, porque siempre me sorprendió que Pa­tricia no estuviera en las lis­tas de los detenidos desa­parecidos y no leer jamás su nombre en las cam­pa­ñas que se ha hecho en todo el mundo en favor de las per­sonas de­tenidas.

      Ella necesitó saber qué clase de personas eran éstas que no decían na­da ante el do­lor y la pérdida de un ser querido. Sabía que había cientos de fa­mi­lias que habían si­len­cia­do su condición de vícti­mas de esta dictadura ho­rro­rosa, tal vez como una vergüenza, tal vez por miedo, pero nunca había co­no­ci­do ninguna de cerca.

      Carlos Alberto la mira con atención. Teresa ha­bla­ muy rápido, casi sin res­­pi­rar, con un tono suave, como debía ser su pelo rubio; rápido, muy rá­pido, temiendo ser in­te­rrum­pida. El hombre había aceptado una con­di­ción de no interrumpir el relato, no pre­gun­tar nada hasta que hu­bie­ra ter­minado, pero ella no sabía si él cumpliría su pa­la­bra y que es­ta­ba en­tre­nado por su trabajo para es­cu­char mucho y ha­blar sólo lo ne­ce­sa­rio, co­mo te­nía que ser entre per­sonas que se dedican a los negocios y sa­ben ga­nar siempre.

      Teresa le dijo que como fruto de sus averigua­cio­nes se ha­bía en­te­ra­do que a la fa­milia, a los padres de Patricia, se les dijo que la mu­chacha ha­bía que­da­do en libertad a fines del setenta y cuatro y se había ido a Ar­gen­tina y luego a Cu­ba y que luego de esperar por mucho tiempo que ella escribiera, habían to­ma­do la actitud de olvidarse que existía, lo que en­tendía que era im­posible, pues un padre jamás puede olvidarse de un hi­jo.

      − Eso lo sabemos todos, incluso yo, se­ñor, porque tuve un hijo que mu­rió cuan­do tenía un año y lo sigo re­cor­dando, aunque des­­pués he te­ni­do otros, así es que sé que usted tiene que se­guir preguntándose por ella.

      Él la mira con los ojos fijos.

      − Lo que pasa, dice levantando los ojos y enronqueciendo la voz, que no es ver­dad lo que les contaron. Patricia nunca fue dejada en libertad, si­no que murió en prisión.

      Fueron detenidas el mismo día. Cuando tomaron a Teresa, los agen­tes la se­pa­raron de su marido −que era a quien buscaban− y la llevaron con los ojos ven­dados hasta un lugar cerca de la cordillera. La sentaron en el sue­lo de una

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