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− Me di cuenta que era mujer y caminamos a través de pasillos y escaleras hasta llegar a una pieza en la que nos sentaron, esta vez en sillas de madera. Era una especie de oficina de ingreso, en la que un hombre de voz dura y prepotente nos preguntó los nombres y otros datos personales.
Allí supo que la otra persona detenida junto a ella, era Patricia.
− Su hija, señor, a la que conocía de nombre y de vista como dirigente de la Universidad, pero ella no me conocía a mí. Ni de nombre.
El sol se ha puesto, la brisa playera se levanta, discreta y tibia.
− Para qué le voy a contar mi historia. Me trataron pésimo, me sometieron a muchas torturas, las más brutales que se pueda imaginar. Querían hacerme confesar todo tipo de cosas sobre mi marido, querían que diera nombres de otros compañeros, pero yo no sabía casi nada de lo que me preguntaban y hasta ahora tengo dudas sobre si acaso habría cedido a las presiones o no, en caso de saber algo de todo eso, por supuesto.
Quedó muy mal después de las sesiones de torturas. Sólo después de varios días le permitieron descansar.
− Me enviaron a una especie de sala de recuperación en la que pude sacarme la venda, autorizada, señor. Casi enceguecí de la impresión al recibir un poco más de luz, no mucha, porque era una celda ubicada en un semisubterráneo al que le entraba algo de luz natural, muy fría, muy húmeda, con seis camas y una mesa.
Había colchonetas y frazadas sobre las camas, toscas, grises, ásperas. No estaba sola. Estaba Patricia. Tendida sobre una cama, en muy mal estado, en una especie de somnolencia, pálida. Tenía fiebre.
La voz se le aceleró aun más cuando contó que se acercó a ella, le dijo que la conocía y que también estaba detenida como ella.
− Patricia no me creyó, señor, pensó que era una del equipo de torturadores, porque siempre hacen el juego del bueno y del malo.
Durante varios días no la dejaron dormir. La interrogaron mucho, duramente, le preguntaron por mucha gente, algunos de los cuales parece que ya habían sido detenidos y querían comprobar declaraciones.
− Después de todos esos días, estaba peor, mucho peor que yo.
Teresa describió a Carlos Alberto las torturas que recibió Patricia. Primero los golpes en el rostro y en el estómago. Luego los interrogatorios de pie, hasta que las piernas se hincharon. No la dejaban ir al baño y ella ya no resistía los dolores en la vejiga. En medio de una golpiza se orinó, lo que aprovecharon para humillarla. El grupo de torturadores se integró con mujeres cuando tocó el turno de la electricidad.
− En los pies, en las axilas, en los genitales, introduciendo alambres por la vagina y por el ano, señor, usted no puede imaginar lo que es eso, a mí también me lo hicieron y después en los pezones.
Horas y horas amarrada en la parrilla. Siempre desnuda, la habían colgado de los pulgares teniendo los brazos atados a la espalda.
− El descanso que nos dieron duró tres días. Nos hicimos muy amigas. Hablamos de todo, nos contamos la vida entera, descubrimos puntos comunes, amigos, conocidos, fiestas, alegrías, terrores.
Patricia se recuperó mucho, pero le persistió un dolor muy fuerte bajo el estómago. Les daban algo de comer cada cierto tiempo, pero ella no retenía nada y botaba mucha sangre.
− Me contó de ustedes, de la familia, de los resentimientos pendientes y de las peleas. Sobre todo se acordaba de usted.
Al cuarto día empezó una nueva etapa de torturas para ella. Regresó a la celda dos días después, en un estado peor que el anterior.
− Fue terrible, doloroso verla, más aún cuando ya la sentía mi amiga.
Teresa habla, mientras Carlos Alberto siente un bulto que le gira por el tórax.
− Dijo que se iba a morir, que no soportaría el terrible sufrimiento.
La brisa es menos tibia, las estrellas están lejos, demasiado lejos.
− Me habló de su amigo poeta, de sus otros amigos, de la gente que más quería. Esa noche, deben haber sido como las tres de la mañana, la sentí quejarse. Me acerqué y tomó mis manos con mucha fuerza. Eso me pareció buen signo, pero me dijo que se moría. Me muero, Teresa, me voy a morir. Y entonces me pidió este favor. Teresa, me dijo, si es que alguna vez sales de aquí, anda a ver a mi padre, no a mi madre, a mi padre, y le cuentas todo esto que has visto. Dile que le he tenido rencor porque siempre estuvo lejos de mí, pero que en realidad lo quiero mucho, que siempre lo quise mucho y que lo he perdonado. Dile que me perdone él a mí, por lo malo que le hice, yo sólo quise ser leal con mi conciencia, quise ser honrada, jamás quise dañarlo. Dile que nunca he hecho nada de lo que él tenga que avergonzarse y que todo lo que le puedan decir de mí es mentira. Anda, me dijo, y se lo dices en persona. Nunca lo escribas. Debes estar segura que él se entere, aunque pasen muchos años.
Ya está oscuro y ellos sentados en el banco, frente al pino legendario de Concón. Carlos Alberto, el pecho compungido, incrédulo mirando a la muchacha, ambos emocionados y ella con la vista en la profundidad de las estrellas, sintiendo el frescor de la noche que ya caía, agradeciendo aliviada que este hombre hubiera sido capaz de mantenerse en silencio durante su largo discurso. Retomó el aire y siguió contando.
− Poco después Patricia perdió el conocimiento, pero mantenía su mano en las de Teresa, respiraba cortito y rápido. Una o dos horas después empezó a quejarse, arrugó el rostro y la vi que se iba a morir. Me puse a gritar para que vinieran los guardias y llamaran a un médico. Vino un guardia, me hizo callar pero no obedecí y luego llegaron otros más, hasta que por fin trajeron una camilla para llevársela. No puedo asegurarlo, señor, pero creo que cuando se la llevaron ya había muerto.
A Teresa la cambiaron de lugar de encierro.
La llevaron de una a otra parte, la torturaron nuevamente, otros interrogadores, otros expertos en interrogatorios políticos, otros hombres y mujeres, que la insultaron, la amenazaron, la dañaron, la fusilaron fingidamente dos veces. Uno de los agentes le contó que su hijo había muerto, pero ella no lo creyó.
− Estaba convencida, señor, que no era sino una maniobra para quebrarme, para debilitarme, pero resultó que fue la única verdad que los canallas me dijeron en todo el tiempo que permanecí en sus manos.
Tuvo suerte: estaba destinada a morir porque había visto demasiado, pero un fiscal militar creyó necesario llevarla a prestar declaración en un proceso que culminaría en Consejo de Guerra. La dejaron recuperarse, la acomodaron y la llevaron a las Fiscalías. Guardias y oficinas, mucha gente por todas partes, hasta que la sentaron frente a una mujer muy amable, con cara bonachona que la interrogó por largo tiempo y le convidó una taza de té. Cuando terminó la diligencia, el Fiscal