Baila hermosa soledad. Jaime Hales

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bas­taría con que se reor­de­­na­ra la situación, con que se pusiera fin a las pro­tes­tas y a los paros, que se cas­tigara a los culpables de toda la agitación, se con­trolara a los curas y que se acabara por fin este clima en que la opo­si­ción mantenía su­mi­do al país.

      Se sintió solo.

      Siempre con la parsimonia que lo caracterizaba, fue hasta su dor­mi­torio para cam­­biarse de ropa: había que pre­pararse para la de­ten­ción, para ir a algún lugar del norte o del sur, vivir en un cam­pa­mento especial con vi­gi­lan­­cia mi­li­tar o tal vez ser expulsado del país.

      Pensó que lo mejor que le po­día suceder era que lo en­via­ran al nor­te. A él le hacía bien el clima seco del Nor­­­te Gran­de, aunque fue­ra cerca de la costa. La humedad y el frío del sur le afectaban di­rec­ta­mente a la salud, es­pe­cialmente aho­ra que ya había cum­­­­pli­­­do los se­sen­ta años, aunque no se no­ta­ran a simple vista. Conocía pal­mo a palmo el país y en el nor­te había zo­nas her­mosísimas, con esos pai­­sa­­jes tan pe­­­cu­lia­res que los hombres del sur no sabían apreciar. Más de una vez ha­bía discutido con personas que sostenían que en el nor­te era todo igual, todo café y puros desierto y cerros, desierto y ce­­rros, de pronto un ar­bus­tito y más arena por todos lados. Car­los Alberto in­sis­tía en que ha­bía que saber mirar los ce­rros y el desierto para descubrir esos ma­­ti­ces de som­bra y sol, de minerales que la tierra lanzaba a los ojos de los hom­­bres co­­mo una especie de provocación o anticipo de sus secretos pro­fun­dos, esos brillos tan especiales de las rocas bajo el sol, to­dos los días diferentes, todas las horas dis­tintas, con una am­pli­tud mágica que da­ba una nueva pers­pec­­ti­va a la vista hu­ma­na, con to­dos esos tonos que mez­claban azules y negros con las variedades más infinitas del marrón, con más estrellas en las noches que las que se puede ver en ninguna otra parte, su­perior in­clu­so a los cielos bri­­llantes de Lonquimay, en esas no­ches largas y frías, muy frías le ha­bían con­­tado, ya que no lo sabía porque nunca había debido pernoctar en el de­sier­to mis­mo sino que había transitado por él, pues se alojaba siem­pre en có­modos hoteles o en las casas de hués­­pedes de las sa­li­tre­ras o las minas de cobre o al­guna vez en los regimientos o cuar­teles. Si las noches eran tan frías, como ha­bía escuchado de­cir, tal vez le convendría que lo enviaran a al­gún lugar cos­tero o a la zona sur, pero no muy al sur, por Parral, por ejem­plo, cerquita de las ter­mas de Catillo.

      Lo iban a detener. Esta misma noche, se­gu­ra­men­te. No le im­por­ta­ba mucho, era un riesgo aceptado desde que se embarcó en todo este asunto y creía con certeza que ésta era la única forma que tenía de ser leal con Patricia, de re­cu­pe­rarla de alguna manera, de res­ca­tar en su interior las ho­ras per­di­das, el cariño que quedó a la espera, a la espera de la na­da. No le importó ser de­tenido y aceptó la idea de ir él mis­mo a en­tregarse, porque así podría ele­­gir en qué manos cae­ría y no se­rían los agentes del General, con su bru­ta­li­dad co­no­cida, los que lo arrestarían y lo llevarían con los ojos ven­da­dos hasta sus cuar­te­les se­cre­tos.

      Se sintió solo.

      Porque estaba solo. No tenía a quien llamar para de­cirle: “me van a de­te­ner o me voy a entregar, aquí están las lla­ves del auto y el li­breto de che­­ques, cuida el dinero, vigila el re­­frigerador, apaga las lu­ces”. Su men­te pa­só rápida re­vis­ta: los amigos habituales no, ellos no sólo no po­drían com­pren­­der, sino que se sentirían traicionados y se negarían a ayu­­darlo, no lo­gra­­­­­rían jamás aceptar que él, Carlos Al­ber­to, su compañero de partidas de golf o de empresas lucrativas, el que com­partía la mesa en el club y los pla­­ceres de la con­ver­sa­­ción y de la bue­na comida, estuviera complicado en un aten­ta­do con­tra el Ge­ne­ral. Tam­po­co al­guna de las mujeres que lo ha­bían acompañado, porque to­­das ellas qui­sie­­ron llevarlo al ma­­tri­mo­nio y cuando él se resistió, partieron de su vida con re­sen­ti­mientos inolvidables, para no volver a ver­lo, salvo Ro­sa­lía, pe­ro ella se­guía muy formalmente casada y no había tenido interés en rom­­per su matrimonio ni él se lo ha­bía pe­dido, pues así resultaba más có­mo­do y am­bos en­ten­dían que el juego había sido sim­ple­men­te irse a la ca­ma una vez cada dos o tres semanas, un audaz y furtivo encuentro en Bue­­nos Ai­res, en­tretención de la rica, simplemente aven­tu­ra en todo el sentido de pa­la­bra, placer. Nadie.

      Sólo Sonia.

      Se miró al espejo: a pesar de los sesenta años aun te­nía las carnes apre­ta­das, se mantenía delgado y sano, bien pa­recido en su desnudez, no como sus amigos, que d­i­si­mu­la­ban la vejez y la decadencia del cuerpo con la ayuda de bue­nos sastres o la ropa fina, pero que evitaban mostrarse en tra­je de baño en la playa y sólo exhibían la desnudez en la sauna.

      Sonia siempre le auguraba un estupendo por­ve­nir físico y quizás esa misma profecía, tan­tas veces pro­nun­cia­da, le incentivó a mantenerse es­bel­to y sano.

      Ella se sorprendería cuando él la llamara.

      Con toda seguridad no se había en­terado de nada. Lo más pro­ba­ble era que no hubiera escuchado las no­ti­cias y que tampoco le im­­portara nada de esto. La detención de Patricia la había afec­­ta­do demasiado y des­de entonces usaba una coraza para to­da ocupación que no fueran las tri­vialidades de una vida có­mo­­da, con pla­ce­­res tan pequeños co­mo la ro­pa, las joyas o el pei­nado. Aquello los distanció, aunque pen­­sa­ban igual en asuntos políticos, sal­vo que mu­tuamente se lanzaban cargos y culpas, re­pro­ches y agresiones, no comprendiendo nin­gu­no de ellos jamás, has­ta ahora pro­bablemente, que el asunto era ine­vi­table y que ella era ella y no una de­pen­dencia particular de sus padres. Las acusaciones recíprocas eran tan graves que ya ca­si no se hablaban y, cuando empezó efec­ti­vamente a creer que era su­ya una buena dosis de cul­pas, él decidió que debían se­pararse, aunque So­nia no aceptara nada de la que le co­rres­pon­día.

      Luego de vein­ticinco años de matrimonio se se­pa­ra­ron, ven­dieron la casa y compraron dos departamentos de lujo. El le fijó una mesada, hasta que ella reclamó que quería ha­cer algo y no seguir como una man­tenida, que se estaba muriendo en vida y, luego de renunciar a esa pensión pactada muy so­­lem­ne­mente, Carlos Alberto le entregó el dinero para abrir una tienda en el nue­­vo centro comercial que ha­bría de causar sensación en el barrio alto. Com­pró el local a nombre de Sonia y lo entregó lleno de mercadería. Como bue­na hi­ja de árabes, Sonia fue capaz de conducir su negocio con efi­­ciencia y nunca más volvió a pedirle dinero, por lo que sus contactos se reducían a oca­sio­­na­les visitas que él hacía a la tienda, por el simple deseo de con­ser­var algo que lo uniera con Patricia, una conversación liviana, una fra­se sim­pá­ti­ca de ella sobre su estado físico, una pu­lla con sorna sobre las tantas mu­je­res que tendría, una consulta sobre algún asunto fi­nan­cie­ro, sobre el precio del dó­lar tan fluctuante, so­bre el banco más se­guro y só­lo muy oca­sio­nal­mente un comentario sobre Juan Alberto, el hi­jo me­nor que un día par­tió a los Es­ta­dos Uni­dos para de­di­car­se a la fí­si­ca y que, inmerso en ese mundo cien­tí­fi­co, sólo se acordaba de sus pa­dres unas pocas veces en el año y le es­cri­bía a Sonia, enviando en el mis­­mo so­­bre una carta más breve para Car­los Al­ber­to, revelando con ello que no acep­taba que se hubieran separado y que no estaba dis­pues­to a cam­biar su cos­tumbre por el hecho que ellos no fueran capaces de en­fren­tar su ve­jez jun­tos. En las cartas de Juan Alberto jamás había una men­ción pa­ra Pa­tri­cia, no por­que no le tuviera cariño, sino porque pa­re­cía entender que no había que rea­­brir he­ridas o alen­tar esperanzas inú­ti­les.

      Carlos

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