Baila hermosa soledad. Jaime Hales

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de ra­dioemisoras o la de­bida atención a las instrucciones de los Jefes de Plaza a cu­ya au­toridad debía someterse la población. Su llamado final fue ate­rrador para muchos de los que veían o escuchaban el dis­cur­so.

      “El Supremo Gobierno, siempre consciente de su res­ponsabilidad, lla­­ma a la población a colaborar en la man­ten­ción del orden público, de­nun­cian­do ­a los ex­tre­mis­tas y los he­chos o circunstancias que pu­die­ren atentar con­tra la ne­ce­sa­ria tran­quilidad pública, en la seguridad de que los ene­mi­gos de la patria, ven­gan de donde vengan, serán de­rrotados y san­cionados con el má­ximo rigor.”

      El locutor oficial ocupó la escena de los te­le­vi­so­res y su voz sonó muy fuerte en las radios: con parsimonia y ener­gía dio a conocer primero las ins­­truccio­nes sobre el to­que de queda, luego leyó las disposiciones legales que afec­taban a los colaboradores de los ex­tremistas y que es­ta­ble­cían la obli­gación de denunciar personas y hechos sos­pe­cho­sos, hizo lo mismo con la nómina de los señores Generales de las Fuerzas Ar­ma­das y de Orden a cargo de la se­gu­ridad de las respectivas pro­vincias y regiones con sus títulos de Jefes de la Zo­na en Es­ta­do de Sitio; y, por último, dio lectura a la larga lista de per­so­nas, que en virtud de un decreto de­bían presentarse de in­me­dia­to ante las au­toridades po­liciales o militares, anunciando que el lla­mado se repetiría cada una hora.

      Mientras en las radios, que seguían en cadena, co­men­zaba a sonar mú­sica criolla, esas tonaditas o cuecas de la zo­na central, folclore de labo­ra­to­rio, en las pantallas de los te­levisores apareció el anuncio de una antigua pe­lí­cula de Jerry Le­wis, con Dean Martin, por supuesto.

      CUATRO

      Tal vez fue una sorpresa. Se levantó de su sillón con lentitud y ca­mi­nó hasta apagar el televisor. Otra vez el dis­cur­so de la campaña in­ter­na­cio­nal, pero ahora en un tono más cohe­­ren­te, con algo que hacía más creíble el in­for­me. No se tra­­ta­ba de aquellas fra­ses hechas o monsergas elaboradas por los teó­ricos de la pro­paganda pa­ra justificar hechos pun­tua­les. Esta era una ma­nio­bra en gran escala, de­ri­va­da del aten­ta­do, pero que se estaba apro­ve­chan­do para dar un nuevo gol­pe de Estado, con las mis­mas carac­te­rís­ti­cas del anterior, aun­que ahora se da­ba desde la Moneda y con un país en una realidad muy di­fe­ren­te.

      Parecía cierto que se había atentado contra el General, esa era la noticia, pe­ro todo lo que se hacía y las de­cisiones que se tomaba eran de­masiado trascen­dentales como para pen­sar que ésta era una ope­ración política o militar más.

      Quiso sacarse la idea de la cabeza, pensando que tal vez se ha­bía pues­to de­ma­sia­do suspicaz en los últimos años, des­de que su po­si­ción había cam­biado. Cuando supo, con cer­te­za, que muchos “enfren­ta­mien­tos” no eran si­no asesinatos con un barniz de legalidad y que las ar­mas y los panfletos eran lle­vados a los lugares allanados por los pro­pios agentes, em­pezó a poner en du­da todas las otras cosas que había creído siem­pre. Había creído hasta que supo lo de Pa­tri­cia.

      Mientras se servía un café con un poco de leche fría, pre­pa­rán­do­se pa­ra lo que ven­dría, des­­car­tó que en esto hubiera exage­ra­­ción. Por el contrario, tuvo la sen­sación de que el Se­cre­ta­rio General de Go­bierno había sido demasiado cal­mo, exce­si­va­men­te tranquilo y que en realidad lo que estaba haciendo era mi­­ni­­mi­zar una situación mu­chí­si­mo más tur­bu­len­ta.

      ¿Qué estaría tramando el General?

      Carlos Alberto estaba sorprendido.

      Aunque en los días previos había es­cu­chado los ru­­mores: que los yan­quis, que la plata de Francia, que los es­pa­ñoles, que el envío interceptado, que iban a detener a los pe­ces gor­dos, que había un autoatentado preparado. El Se­­cre­ta­rio General de Go­bierno hablaba de que se había descubierto una compleja cons­pi­ra­ción: entonces, ¿fue atentado o au­toa­ten­tado? La sorpresa para Car­los Alberto era que hubiera ver­dad en los ru­mo­­res, que no se tratara sólo de nue­vas maniobras del Go­bierno o de ver­sio­nes antojadizas in­ven­­tadas y difundidas por esos revolucionarios de pa­si­llo y de café que siempre es­ta­ban con­tan­do en voz baja que el General es­ta­ba a punto de caer. Ahora, por lo que estaba su­ce­dien­do, pa­­recía que las co­sas eran de verdad y no sólo esos rumores a los que se había acos­tumbrado.

      No sería sorpresa un nuevo montaje.

      Si, en cambio, que el atentado fuera real.

      Es cierto que se había escuchado mucho desde el pa­ro y des­de que fueron descubiertos los arsenales en el norte, pero poca gente cre­yó que esos ha­llaz­­gos fueran reales. Muchos, in­cluidos Carlos Al­berto, pensaron que se trataba de un mon­ta­je más de los servicios. Él creía es­tar bien in­for­ma­do o algo más, pe­ro no había sabido ni escuchado desde la izquierda que se estuviera pla­nean­do aten­tado alguno: ni un plan, ni un mo­vi­miento, sino por el contrario, la veía cada vez más in­vo­lu­cra­da en la estrategia de la movilización social y po­lí­ti­ca. Si real­mente había algo, él de­bió haberse enterado. Recordó el ase­­si­nato del Intendente, que fue ejecutado por militantes de la izquierda, pero la orden fue pro­ducto de una infiltración de man­dos intermedios por parte de CNI. O el famoso COVEMA, integrado por agentes de la policía.

      Está impávido: sentado en la cocina tomando su ca­fé, con el cigarrillo con­sumiéndose en la mano, co­mo si simple­men­te esperara la hora de ir a la oficina o que lo pa­saran a buscar para el próximo desafío de golf. No siente mie­do ni desesperación. Ni an­gus­tia

      Una vez más todos los sentimientos han sido pos­ter­­ga­dos a un segundo pla­no. O ter­cero, quizás. Solo él, con su ca­fé y su ciga­rri­llo, sorbiendo la sor­pre­sa y tratando de ana­li­zar, co­mo si fuera un es­pectador imparcial, el anun­cio de este Se­cretario General de Go­bier­no, hom­bre mediocre, arri­bis­ta, am­bicioso, aprovechador, que él co­no­cía con tanta per­fección en sus ba­je­zas. Como si acaso todo esto le fuera com­pletamente aje­no, en una actitud que por tanto tiempo le fue sin­ce­ra y que desde hacía unos años no era más que una pose ne­ce­saria, co­­mo si él mismo, con toda su elegancia, portador de una bue­na cuota de po­­der, en­vuel­to en un manto de riqueza personal, in­­merso en una so­le­dad de se­parado serio y pru­den­te, no fue­ra uno de los ac­tores de esta tra­gedia que estaba em­pe­zando a de­sarrollarse.

      Para Carlos Alberto no fue sorpresa escuchar su nom­bre en la lista de quienes debían presentarse o serían detenidos.

      Pero sería sorpresa para muchos.

      Al­gún día ten­drían que des­cu­brirlo, pero no pudo imaginar jamás, pese a su enor­­­me capacidad pa­ra in­ven­­tar, crear, especular, que lle­ga­ría el día en que un per­so­ne­ro de gobierno, de este go­bierno cu­­yo inicio había celebrado in­ten­sa­men­te, pronunciaría su nom­­bre en una lista de personas que es­ta­ban obli­gadas a pre­sen­tarse en los cuarteles, acusadas de estar in­vo­lu­cra­das en un plan para derrocar y asesinar al propio General.

      Todo esto lo com­pli­caba, pues él sabía que no era par­te de esa cons­piración, así es que se con­venció de que la vin­cu­lación de los di­ri­gen­tes po­líticos en el presunto aten­ta­do no era más que un montaje, pero siguió pensando que el res­to podía ser todo real, que tal vez en verdad hubiera sucedido algo.

      ¿Una

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