Baila hermosa soledad. Jaime Hales

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Baila hermosa soledad - Jaime Hales

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terribles, de pánico y an­gus­tia, de un sudor helado en la frente y un tem­blor en los mus­los.

      Sin duda que quien pensó todo este mecanismo co­no­cía muy bien a Ismael. Si se la llevaban, él se entregaría. Eso pasa siem­pre. Entre el per­se­gui­dor y el per­se­gui­do se va pro­duciendo un cre­­cien­te conocimiento mutuo y aun cuan­do no se conozcan personalmente, ya sa­ben cómo es el otro y de qué mo­do reaccionará, incluso hay un sentimiento de per­te­nen­cia.

      Siempre do­mi­na­da por el miedo, sin decirle a los ti­pos que los ni­ños no estaban, sin hablar, seguida por la mi­ra­da de los agentes, con las manos en el bolsillo de la bata para que no se notara su tem­blor, ca­minó ha­cia el dor­mi­torio, pero an­tes que ella llegara se abrió la puer­ta y apareció la si­lueta de Is­mael, serio y tranquilo, tú sabes, Javier, cómo es él cuando quie­re estar ele­gan­te, ves­tido con terno claro y corbata roja a lu­nares.

      − ¿Me buscan a mí, señores?

      Ellos no podían creer que era Ismael, pues es­pe­ra­ban ver a alguien de otro as­pec­to, un combatiente que se re­sis­ti­ría al arresto, que lucharía. Su se­re­­ni­dad era tal que los agen­­tes no pudieron ejercer vio­lencia alguna, ni si­quiera in­sul­tarlo, sino que una vez repuestos de la sorpresa lo rodearon y se lo lle­varon esposado y cuando ellos salieron y la dejaron so­la, la Ca­talina se sen­tó a llorar por mucho rato, hasta que es­tu­vo en condiciones de llamar a Ramón y con­társelo todo.

      Javier había mantenido el más completo silencio, es­cu­chan­do una his­toria que só­lo era creíble porque venía de la­bios de Ramón y se refería a la Ca­ta y a Ismael. Le dolió el es­tó­mago pensar en la pobre Catalina, de­sam­pa­ra­da, ame­nazada, ella y los niños, todo para for­zar al amigo a entregarse, en un ver­­­dadero secuestro, sin exhibir orden alguna, sin decir dón­de iban, sin ex­pli­ca­ciones, porque sí, por­que se les antojaba. Ja­vier la imaginó con su pelo ru­­bio, des­peinada, con la bata pues­ta sobre la camisa de dormir, sin ma­qui­lla­je, ex­pues­ta a ti­pos crueles, bandidos, capaces de llevarla detenida sólo pa­ra que Is­­mael se entregara y ellos pu­dieran exhibirlo como presa de caza an­te sus su­pe­rio­res.

      Ramón la había pasado a buscar temprano y se ha­bían ido a la Vi­ca­ría de la So­li­da­ridad y luego a hablar con al­gunos diplomáticos. Habían pa­sa­do toda la mañana en eso. Ber­­nardita, expedita como siempre, cariñosa y di­li­­gen­te, había con­seguido que se en­tre­vis­ta­ran con el abogado Jefe de la Vi­ca­ría, Roberto, con quien habían estado un rato muy largo.

      − Es un buen abogado, sabe mucho de estas cosas. Es del colegio.

      Ramón entendía que con estas interrupciones in­tras­cen­den­tes Ja­vier des­can­saba, se aferraba a circunstancias laterales para ir­se al pasado, co­mo siem­pre, rehuyendo el pre­sen­­te cuando era difi­cul­toso, refugiándose en una es­pecie de san­tidad atribuida a todos los que eran del Colegio.

      − Si, es del Co­le­gio, todos son del Colegio, pero no es eso lo que im­porta aho­ra, si­no a qué la­do están, por quién trabajan, por­que hay muchos del Colegio, el sub­­se­cre­ta­­rio del Interior, el Mi­nistro, el propio General, también son del Co­le­gio, todo el mun­­do puede ser del Co­legio, hasta el General que dirige la po­li­cía po­lítica es del Colegio y se sentó en los mismos ban­cos vein­te años antes que no­sotros, pe­ro Ismael, también es del Co­le­gio, está detenido y tal vez lo están tor­tu­ran­do.

      En medio de la agitación que se vivía en la Vi­ca­ría, Rober­to se ha­bía dado tiempo de explicarles que las de­ten­cio­nes que se es­ta­ban produciendo res­pondían a dis­­tin­tos es­que­mas. Podía suceder cual­quier cosa, que los ex­pul­sa­ran del país, que los re­legaran o sim­ple­men­te que los tu­vie­ran en cam­pos de de­tenidos políticos como pasa cuan­do hay Estado de Si­­tio en dictaduras y ya pa­só hace un tiempo. Hay otras per­so­nas que han sido llevadas por grupos que pa­recen comandos, co­mo un periodista de Aná­lisis, y de los que nada se sabe. To­dos son de­te­ni­dos de maneras distintas, como el vo­ce­ro del Partido Co­mu­nis­ta, que recibió con tantas gentilezas a los policías, les con­vidó café in­clu­so y ellos esperaron que comiera antes de lle­várselo e hicieron una larga sobremesa con dos o tres ami­gos abogados que llegaron advertidos por los vecinos e in­ten­ta­­ron sa­car algo de in­formación, todo lo que fue muy fluido has­ta que uno de ellos, Jaime parece, preguntó si sa­bían algo de Pepe Carrasco, el periodista de la Re­vista Análisis que estaba desa­pa­re­c­ido, y entonces se acor­daron que tenían que irse. Lo im­por­tan­te, en este momento, les había dicho Roberto, era presen­tar los re­cur­sos, para con­se­guir que cuanto antes se reconociera ofi­cialmente la de­­ten­ción y así se podría saber algo más, ahora que los Tribunales tienen ac­ti­tu­des a ve­ces dis­tin­tas de las que he­mos visto en todos estos años, según la sa­la que toque, les de­cía, mientras en­traban y salían otros abogados, pro­cu­ra­do­res y asistentes sociales, y qui­zás se pueda ob­te­ner que se pida in­for­me te­le­fó­ni­co en el curso del día.

      Pero habían salido de la Vicaría con la cer­teza de que las co­sas se­rían para largo, pues con tantos de­te­nidos im­por­tantes el asunto to­maba un ca­riz diferente.

      − Chanta, Ramón, ¿de qué detenidos “im-por-tan-tes” estás ha­blan­do?

      Ramón perdió la calma y levantando la voz le pre­gun­tó a su amigo has­ta cuán­do iba a seguir aislado, en qué mun­do de mierda o de fantasía es­ta­ba vi­viendo. No podía creer que no supiera nada, pero Javier lo detuvo en su exa­­brupto. En se­co. Porque cada uno en lo su­yo, viejito, tú eres político y yo só­­lo un abogado, que había estado toda la mañana metido en sus papeles, que na­die lo había llamado para con­tarle no­ve­da­des, que en los diarios no sa­lía na­da, que había puesto la radio en la mañana y no escuchó nada que no fuera lo que todos sa­bían, del atentado y el Estado de Sitio y punto. Am­bos se habían al­­terado, pero pronto re­to­ma­ron conciencia del calor, de la ho­ra, de las ten­sio­nes, se acor­daron de Ismael, se con­ven­cie­ron de que lo que sucedía era tan tre­men­do que estaban obli­gados a recuperar la calma.

      Se mi­raron fijamente a los ojos, disculpándose en si­lencio, rea­vi­van­do la amis­tad construida so­bre la base de que am­bos eran muy distintos, que los cuatro amigos eran di­fe­ren­tes en sus gus­tos, ideas, posiciones, pasiones. Mon­cho, Javier e Is­mael habían in­ten­tado prolon­gar la vi­da juntos ingresando to­­dos a la Escuela de Derecho. Rodrigo Concha se había in­cor­po­rado al Co­legio y al grupo cuando ya tenía de­fi­ni­do su futuro de Ingeniero. Pero ellos tres, que ve­nían juntos desde la ter­ce­ra preparatoria, intentaron un pro­yecto a más lar­go plazo, que el destino ayu­dó a desbaratar. Los tres apro­baron el pri­mer año de Dere­cho, pero sólo continuó regularmente Ja­vier. Pa­ra Mon­cho fue impo­si­ble so­portar el ambiente, el tipo de es­tu­dios, la lógica en­ca­si­lla­do­ra de los ra­zo­na­mien­tos abo­gadiles y se cambió a la escuela de So­cio­lo­gía. Is­mael también su­po que no era su vocación la de ser abogado y andar de corbata por los Tribunales y pensó se­­guir en la Escuela de Derecho, pe­ro orientándose hacia las relaciones in­ternacionales. No sa­bía to­­da­vía que el hecho de recibirse de abogado −un po­co a la fuer­za, un poco por la ne­ce­si­dad de terminar todo lo que em­pe­za­ba, un po­co por no apa­recer des­per­di­ciando el camino re­co­rri­do y los esfuerzos fa­mi­lia­res− le habría de servir enor­me­men­te para ser un defensor de los derechos hu­manos, sobre to­do de aquellos com­pa­ñeros de su partido que la Vicaría no de­­­fen­dería. A partir de su segundo año, Is­mael tomó

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