Baila hermosa soledad. Jaime Hales
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Era Fernanda, la hija de Margarita y el aviador ingeniero. Bonita mujer de diecisiete años, representadora como dicen las viejas, es decir, atractiva y más desarrollada de lo que se esperaba de una niña de su edad, tan atrayente que sin duda él la habría mirado al pasar a su lado en la calle, pero prefirió no haberla visto en la calle, sino allí para tener certeza que sólo debía mirarla como una niña, como la hija de su amiga, como una especie de sobrinita postiza, una hija por aproximación y no como la mujer de pechos fuertes, aspecto saludable, hombros suaves y muy cautivadora, que resultaba ser.
− Tú debes ser Rafael.
No era una pregunta, sino una afirmación. Otra sorpresa más en un día lleno de sorpresas. Ella lo había reconocido. La pequeña Fernanda, que nunca lo había visto sin barba, porque él se la dejó crecer antes que ella naciera, lo había reconocido. Tal vez ella había visto fotos suyas de muchacho. Por eso su sorpresa, ya que cuando se miró al espejo después de cortarse la barba, Rafael se encontró viejo y muy distinto, pero Fernanda que no lo había visto jamás, lo había reconocido.
Si, él era Rafael, así de simple, un Rafael que en diecisiete años sólo había pasado fugaz frente a la niña, ya mujer.
Recordó con ternura el primer contacto. Tenía sólo un año y Gabriela, la hermana segunda de Margarita, había sacado a pasear a su sobrina, como lo hacen muchas tías solteras, demostrando públicamente su instinto maternal, con la inconsciente finalidad de enternecer hombres proclives al matrimonio. Se encontraron accidentalmente en el parque que estaba detrás de la Casa de la Cultura de Ñuñoa y Rafael supo desde luego, sin haber necesitado ser inteligente, que esa niña era la hija de Margarita, el fruto del amor de su amada con otro hombre, la que no debió haber nacido como premio a su personal felicidad, la que habría sido otra si hubiera sido suya, la que entonces no existiría pues él no estaba en condiciones de casarse, ya que recién ingresaba a la universidad. Pese a no ser suya, debió reconocer que la niña era hermosa y estuvo con ella varias horas, jugando en el pasto, sintiendo que la ternura lo embargaba por completo, dando vueltas por el suelo y con ella sobre su pecho, riendo como ríen los niños, sin poner jamás los ojos tristes. Gabriela, que sabía del amor de Rafael por su hermana mayor, miraba con evidente contento este espectáculo. Ella lo quería mucho y siempre lo amó y esa escena de ternura se le grabó en la mente y la recordaba cuando imaginaba que ellos podían casarse, aunque él no la quisiera tanto como ella, una especie de cadena trágicamente traslapada, con un sentimiento solidario, fiel, fraternal, en el que no cabían otras fantasías que las de una esposa compañera y paciente, llena de hijos como su propia madre, que tendría contento a este marido con mirada de santo y generoso en ternura con los niños, sintiéndose capaz de hacerle superar este amor imposible hacia su hermana.
Después de esa tarde en el parque, Rafael no volvió a estar con Fernanda, salvo en un saludo superficial o en un encuentro casual o tal vez sin saber que era ella. Pero durante diez años, sistemáticamente, le enviaba una flor para el día de su cumpleaños y una barra de chocolates con almendras para la Navidad, con una tarjeta que decía “Con todo mi cariño, Rafael”. Nunca nadie le agradeció los envíos y nadie reclamó cuando dejaron de llegar. Nunca Margarita lo llamó para preguntarle por qué le enviaba regalos a la niña y no a ella en su cumpleaños, día que él no podía olvidar, salvo que hubiera olvidado el suyo propio que era un día antes, llamada que habría sido estupenda para que él pudiera reclamar por qué ella nunca lo llamaba para su cumpleaños y una vez más involucrarla en un lamento de amor que parecería argumento de radioteatro, años antes que empezaran las telenovelas.
− Eres igualito a las fotos.
Con eso Fernanda contestó la primera pregunta no formulada. Algún día se daría cuenta que Fernanda tenía capacidad desusada para responder las preguntas que no se formulaban en voz alta, con una intuición que la volvería peligrosa con el correr de los años. Rafael no dijo nada, aunque tal vez debió decir muchas gracias, porque eso significaba que seguía tan joven como a los quince años. Pero ella, adivinando otra vez, lo bajó bruscamente del pedestal de vanidad en que comenzaba a subirse:
− Me refiero a la mirada. ¿Debo decirte “tío Rafael”?
− No, Fernanda, dime Rafael no más.
Ella fue a traer más galletas y leche. Rafael pudo apreciar toda la belleza y el desplante de ese cuerpo joven y bien formado.
¿Cómo era posible que él se sintiera tan joven y esta mujer fuera la hija de su amada de la infancia?
Sintió de nuevo las palpitaciones en el pecho y las sienes cuando se dio cuenta que ya eran las seis y cuarto y que pronto se encontraría cara a cara con Margarita. Otra vez las dudas, las preguntas acerca de cómo debía enfrentar la situación, cómo contarle lo que había que contar sin romper con la seguridad. Es decir, ¿cómo conseguir seguridad sin romper con las normas de seguridad que él mismo había contribuido a elaborar? Se acordó del presidente del Partido y pensó en quizás cuántos detenidos más habría por todas partes. Tal vez fuera el único dirigente del Partido que todavía no estaba en manos de los agentes, producto de una verdadera casualidad. El único en libertad, pensó, si es que esta situación puede ser calificada de libertad.
Quiso ir al baño. Cuando Fernanda regresó lo guio a través de la casa y lo dejó en un baño alto y estrecho, sin luz natural. Vino a su memoria la torre de Villa Grimaldi, descrita por tantos detenidos y que él tuvo la suerte de no conocer por su experiencia personal. De cara ante el espejo pasó sus dedos por los surcos del rostro, por la piel más clara y áspera porque los pelitos empezaban a crecer de nuevo. Orinó largamente, con placer, experimentando un alivio profundo en todo su cuerpo, como si esta evacuación fuera su única ocupación y no pasara nada más en el mundo. Se lavó lentamente, mojando la cara para refrescarse del calor húmedo y atosigante, despejando el sopor propio de una siesta no programada y poco a poco fue recuperando la energía y todo su organismo se inundó de esa necesaria liviandad que conseguía antes de las jornadas difíciles. No tenía ropa ni cepillo de dientes, ni siquiera máquina de afeitar. Si resolvía el problema del alojamiento tendría que buscar la solución a estas dificultades que para algunos podrían parecer menores, pero no para él que era tan exigente, tan dependiente de su limpieza personal.
Al salir del baño se percató que la casa ya estaba en una semipenumbra. La puerta de la terraza estaba cerrada y Fernanda había entrado los vasos, para luego echarse sobre un asiento, con descuido, teniendo de trasfondo el suave canto de una voz conocida pero que era incapaz de identificar. La pieza era espaciosa, con sillones grandes y cojines mullidos, de mucho gusto todo, las telas suaves, las lámparas de sobremesa tradicionales, muchos ceniceros y adornos de porcelana por todos los rincones. La mesa de centro era un gran cristal sobre una roca de color rojizo y allí esperaban los vasos de leche y las galletas. En los muros había varios