Baila hermosa soledad. Jaime Hales

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vida, postergando el mi­nuto para con­tar lo que Fer­nan­da está es­pe­rando que cuente, para ha­blar de esas cosas que verdaderamente im­portan cuando un pró­­fu­go de la poli­cía política de la dictadura llega de sor­pre­sa a la casa de un antiguo amor.

      A sus espaldas se abrió la puerta.

      Rafael giró con lentitud y pudo ver entre las sombras de la sala el es­pectáculo de Margarita de pie, con la cartera col­gando del hombro, las lla­ves en una mano y los anteojos en la otra.

      Ahí estaba, con pantalones blancos y un blusón azul que le caía suel­to, su pelo ne­­gro, largo y libre como apa­­re­cía en sus recuerdos, sus ojos tan ver­des y lu­minosos como él quería verlos, tan delgada como el día en que la vio des­pués de la muerte de su madre, tan sorprendida de ver­lo como es­ta­ba él de ha­ber ido a parar allí en medio de su fu­ga en pleno es­ta­do de sitio, la mis­­ma Margarita de siem­pre en un día que pa­sa­ría a la historia de la patria por el ca­lor tan intenso, por el amor, por el atentado, por las de­ten­ciones, pero so­bre todo por­que Rafael y Mar­ga­ri­ta estaban frente a frente. Fernanda, ex­­pec­tan­te, an­sio­sa de pre­sen­ciar un encuentro largamente ima­ginado, que ella sabía des­de ha­cía mu­cho tiempo que algún día iba a presenciar, porque parecía adi­vi­narlo todo, aunque só­lo adivinaba cosas bue­nas, ex­pec­tante porque su ma­dre se en­contraba con este des­conocido que enviaba flo­res en sus cum­pleaños de ni­ña y al que ella inventó una historia llena de aven­turas, de via­jes a la India y otros países del oriente, des­conocido que tuvo cara por primera vez en un álbum de la ca­sa de la abuela −guardado por Gabriela ciertamente, la her­ma­na se­gunda, tía soltera todavía, celosa conservadora de tra­di­ciones y recuerdos familiares− y que sólo esa tarde, que in­tuía habría de ser muy importante, había adquirido cuer­­po fí­si­co, allí Rafael mirando a una Margarita que da un pa­so len­ta­mente y otro, que abre los labios, ladea suavemente su ca­­be­za mo­re­na, da otro paso y su voz suena llena de sor­presa y de ca­riño.

      − Rafael.

      La palabra pronunciada lentamente, suavemente, co­­mo pre­gun­tando al pa­sa­do si és­te era el mismo que ella tanto que­ría, ca­mi­nando entre adornos y porcelanas, di­ciendo nue­va­­mente “Rafael”, con esa voz suave, cautivadora, sin que él pu­diera moverse desde el punto en el cual lo habían clavado los te­mores y las esperanzas y ella es­qui­vando sillones y lám­pa­­ras, con la cartera todavía en el hombro, cruzó todo el pa­sa­do y lo abrazó con más fuer­za, con más cariño y con más ale­gría que lo que el propio Rafael es­pe­raba en esta tarde o había so­­­­ña­do en tantas fantasías adolescentes, aunque ya no fuera ado­les­cente.

      − Rafael querido.

      La voz resonó en sus oídos y sintió las manos de Mar­garita apre­tan­do su es­pal­da, la ca­beza en su pecho, pierna con­tra pierna, el pelo hermoso a la al­­tu­ra de sus labios, po­nien­do Ra­fael más fuerza en el abrazo que lo que la ti­mi­­dez le per­mitía, recorriendo con sus manos de pró­fugo la espalda de su ama­da, aspirando olores no imaginados, fre­nan­do las lá­gri­mas que pre­sio­na­ban tras los ojos y sin­tiendo ganas de per­ma­ne­cer así por siempre, escuchando ese “Ra­fael que­ri­do” pro­nun­­ciado por Margarita como si ca­da sílaba tuviera vi­da pro­pia, aspirando el aroma de la más cer­tera felicidad, sintiendo el abra­zo de es­ta mu­jer amada, tan amada y quizás tan des­co­no­ci­da, que lo recibía con tan­to ca­ri­ño después de años de vidas se­pa­radas, distantes y dis­tin­tas. Ha­cien­do a un la­do con su nariz par­te de la cortina de pelo de Margarita, hasta para tocar la ore­ja mis­ma y ha­blarle.

      − ¡Qué alegría, Margarita, qué alegría estar contigo!

      Pudo haber agregado qué sorpresa, porque para él era una sorpresa ha­ber lle­gado has­ta la casa de Marga­rita, ver­la, redescubrirla, comprobar que es­­tu­viera contenta de ver­lo, pe­ro eso ella no lo en­ten­de­ría. Lo dijo bajito y sua­ve, no pa­ra que no lo oyera Fernanda que se­guía ahí ob­ser­vando y oi­ría de to­dos modos, sino para estar a tono con el abra­zo, sua­ve y fuer­te y anu­dar el lazo en el minuto preciso, mu­cho más aho­ra que estaba solo, com­ple­ta­mente solo, irre­­me­diable­men­te so­lo, mientras en las calles lo bus­ca­ban las patrullas de agen­­tes del General, montados en los autos más mo­­der­nos y con in­ter­­comu­ni­ca­­do­­res; pero no iba a per­mi­tirse llorar en este mo­men­to, ni siquiera por la ale­gría, así es que aflojó un poco el abra­­zo, separando len­ta­mente, con mu­cho ca­ri­ño, a Margarita que estaba más emo­cio­nada que él. Rafael sonrió al comprobar el brillo de sus ojos, anticipo de lá­gri­mas inevitables.

      − Hola, mamá.

      Margarita regresó del mundo del ensueño y de los abra­zos, una tos, sa­ludó a su hi­ja, pren­dió luces, hizo sentar a Ra­fael y pro­cla­mando, entre sor­bos y sus­pi­ros, que sigue sien­do una llo­rona in­co­rregible, Rafael ya sabes, se fue del li­ving pro­­metiendo regresar “al tiro”.

      Fernanda se levantó muy lentamente y, como si se tra­tara de una esce­na en cá­ma­ra lenta, caminó hasta sentarse al lado de Rafael, muy cerca, mi­rán­dolo con sim­patía y cu­­riosidad, queriendo es­cu­dri­ñar, en los rasgos du­ros y la mi­ra­da profunda de este hombre lle­no de mis­te­rios para ella, una bue­na respuesta para el llanto de mamá, para este llanto en par­ti­cu­lar, por­que si bien ella era una llo­rona habitual, esta vez le ha­bía resultado una revelación la ex­­presión de afecto de­mos­tra­do a este personaje que lle­ga­ba desde el pasado en un día cual­quiera.

      − Pareces simpático, Rafael, pero espero descubrir cuál es tu gra­cia. No me con­testes nada, so­li­ta voy a descubrirlo, si me das la oportunidad para verte de nuevo.

      El sonido del timbre sobresaltó a Rafael, que per­ma­ne­ció inmóvil y se tensó. Sus ojos revelaron preocu­pa­ción, pues recién había recordado su si­tua­ción real y que ésta no era una visita de cortesía.

      − No te asustes, debe ser mi hermano. ¿Tú sabías que tengo un her­mano?

      Si, lo sabía, sabía incluso que se llamaba Nicolás, pe­­ro lo tenía muy ocul­to en la me­mo­ria y se reconoció que no le in­teresaba verlo, temiendo que se pa­re­ciera al padre, aquel que fue el conquis­ta­dor de Margarita antes de que él es­tuviera en condiciones de competir y que como un imbécil la había reem­­pla­zado por otra, aquel que fue avia­dor y del que se dice que fue colaborador de los servicios.

      Para Rafael fue una sorpresa ver a un Nicolás dis­tin­­to al pa­dre, sua­ve y menudo, pelo negro y ojos verdes al es­ti­lo de la ma­dre, con un aire que re­cordaba al abuelo ma­ter­no, vestido de uniforme colegial, se­rio y desa­pren­si­vo, que lue­go de soltar un hola ge­ne­ral, se abalanzó hacia la cocina. Se re­con­ci­lió con él, aunque el muchacho ni siquiera pre­­gun­tó quién era o qué estaba ha­cien­do allí; sin­tió ver­güen­­za de sus prejuicios y lo miró con mucha simpatía cuan­do pasó nue­va­­men­te por su lado, ahora llevando un enorme pan entre la bo­­ca y la mano.

      Luego que Fernanda fue al segundo piso, rea­pa­re­ció Margarita, más tran­quila, re­pues­ta de la sorpresa y se ins­ta­ló a su lado en el sillón. Le tomó ma­no.

      − Me alegro mucho de verte. No sabes cuánto. ¿Algo anda mal, Rafael?

      El sonrió con el rostro, pero mantuvo la seriedad con la mirada. Si, al­go andaba mal, so­bre todo en él, que siem­pre fue tan listo de palabra, tan

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