Baila hermosa soledad. Jaime Hales

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Baila hermosa soledad - Jaime Hales

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las nubes e in­mer­sas en el calor, les importara algo, ca­da uno con sus propios pesares o sin pensar en nada, mien­­tras una escritura de compraventa espera revi­sio­nes en la me­sa de Javier. ¿Qué se pue­de decir cuando no hay nada que ha­cer ni que decir? ¿Qué se puede decir cuando una lla­ma­da anun­cia que Is­mael fue detenido?

      − A las tres de la mañana.

      − ¿Puedes venir a la oficina? Ahora, te espero.

      Javier quedó solo, echado en su sillón con­for­ta­ble de cuero sinté­ti­co, res­pal­do al­to, reclinable, con ruedas, un ver­dadero placer para él, pese a que era un sillón muy in­fe­rior al que habían elegido los otros abogados de la ofi­­ci­na, quie­nes preocupados por la estética y sus dolores en la co­lum­na es­co­gie­ron sus asientos sin fijarse en el costo, que era lo úni­co que a él le in­te­re­sa­ba. Cuando lo giraba levemente hacia la izquierda po­día mirar por la ven­ta­na, ver la calle y las hor­mi­gas como hombres u hombres como cual­quier co­sa ca­mi­nan­­do en la hu­medad que a él lo tenía aplastado, con un ago­ta­mien­to brutal so­bre su cuerpo y su espíritu, con un calor pe­sa­do, el hambre de las dos y cuar­to y la noticia, la noticia temida.

      Todos sabían que Ismael iba a ser detenido, antes o des­pués, pero lo iban a de­te­ner, algún día tendría que suceder, ine­vitablemente, pero, ¿por qué mierda en un día como és­te, de tanto calor y tan malos presagios?

      El lo sabía, lo sabía también Ramón y sin embargo su voz había so­na­do sor­pren­di­da.

      ¿Sorprendida?

      No, la voz de Moncho había sonado alar­ma­da, de­ma­­sia­do alarmada pa­ra ser la voz de Ramón, que era tranquilo y mesurado hasta cuando le pa­sa­ban las peores tragedias.

      Aun tiene tiempo Javier para terminar el trabajo pen­­dien­te o ba­jar a comer al­gu­na cosa rápida, pues Ramón de­mo­rará unos vein­te minutos en lle­gar. Pe­ro sabe que no ha­rá na­­da, que dedicará to­dos sus minutos a pensar en Is­mael, en tra­tar de entender por qué él ha­­ce lo que hace, cómo fue po­si­ble que llegara a lo que llegó, a meterse con esos grupos y to­mar opciones tan ex­tre­mas, a repetir con seriedad inau­dita su jus­tificación para la vía ar­ma­da, en sus largas y cada vez más dis­­tan­ciadas sesiones de chiflota.

      Caminó por la oficina, con las dudas dando vueltas por su ca­­beza, es­tirando el pantalón ya húmedo por la trans­pi­ra­ción, mirando el vacío, sin co­mer, sin co­rregir la es­critura, sa­biendo que todo se com­pli­caría en unas pocas ho­ras, que ten­dría que sus­pender las reuniones de la tarde, avisarle a sus so­cios, llamar a la Bernardita, pedir ayu­da.

      Pe­dir ayuda.

      Javier re­conoce que él es un abogado de los que nada sa­ben de re­cur­sos de am­­pa­ro, de las emergencias en casos de detención o de vio­­laciones a los derechos hu­manos. Bue­no, nada es mu­cho de­cir, pero se desenvuelve torpemente en esa área, porque su tra­bajo siempre ha si­do otro y por algo hay especialistas en ca­da tema. Sus amigos re­cu­­rren a él para cualquier co­sa, para to­dos sus problemas, de cualquier na­tu­ra­leza jurídica, siempre ha sido así y no tendría por qué ser dis­tinto ahora o en el fu­tu­ro.

      Javier deja que los minutos transcurran y es arras­­tra­do por el so­por y una especie de cansancio del es­pí­ri­tu, no se da cuenta que ya debería ha­ber hecho algo, ya de­be­ría haber llamado a cual­quie­ra de sus amigos, ya de­be­ría estar ha­­cien­­do indagaciones o llamar a la Ber­nardita, porque ella es­tá en con­tacto con los curas y sabe cuá­les son los pa­sos a se­guir, conoce lo de la Vi­ca­ría y todo eso con mucha pre­ci­sión o cuáles son las puer­tas que él, con tantos ami­gos en el gobierno sin ser gobiernista, tiene que golpear, pe­ro en lugar de eso si­gue pen­san­do en que esta angustia de calor, tristeza y hu­me­dad sólo se le va a pa­sar cuando se tome una cerveza helada en Pro­videncia con Tobalaba, tal vez en el mis­mo Kika de hace tan­tos años donde, por la mierda, mier­da, iba con Is­mael que aho­ra está sa­be Dios dónde, para así, con la cer­ve­za helada y el vien­tecito que se levanta, pueda con­ven­­cerse que el mun­do es­tá tranquilo, que Is­mael no ha sido detenido y posiblemente es­ta no­che jueguen a los naipes, pero la verdad es que han pa­sado doce horas desde que Is­mael fue de­te­ni­do.

      Algo tiene que hacer, no sabe qué y prefiere es­pe­rar has­ta la lle­ga­da de Ramón, pa­ra pensar juntos buscando so­luciones, como lo han hecho tan­tas ve­ces en la vida, en­con­tran­­do salida para todo por­que en la vida todo tie­ne so­lución. To­do, había dicho Ismael esa no­che de tantas cervezas, pero las so­­­lu­ciones no caen del cielo ni llegan sólo porque uno pien­sa en ellas, vie­jito, si­no que se construyen y aquí y con la vo­lun­tad, la inteligencia y especialmente aho­ra, con la fuerza, con los fierros, con los fierros, viejo, por­que hace mucho rato que se ce­rraron los otros caminos. Todo tiene so­lución y hasta la muer­te, agre­­ga­ría Rodrigo, para hablar de los avances cien­tí­fi­cos, de la ingeniería ge­né­ti­ca y de todas esas cosas que eran un desafío enorme a su men­te científica. Es­pe­raba la llegada de Ramón, sos­pechando que les pasaría lo de tantas veces: Ja­vier se pondría a recordar, a recordar un pa­­sado en que fue in­tensamente feliz, el pasado del Colegio, de las aven­tu­ras, de las ca­rre­ras por los pasillos del se­gun­do piso compitiendo con el her­mano Estanislao −hermano Volvo le de­cían− que, in­mer­so en el mundo de su arterioesclerosis, leía el breviario ca­mi­nan­do a to­da ve­locidad, ace­lerando en las rectas y ronceándose en las esquinas. Re­cor­dar con los amigos le revive el co­ra­zón y la risa se le aloja en los ojos, pues reaparecen to­das esas historias que a ter­ceros sólo se pueden contar cuan­do han pa­sado muchos, muchos años.

      Se pone en cuclillas frente al es­tan­te para abrir la co­rre­de­ra, tras la cual hay un mar de papeles que Ja­vier mi­ra, se­guro que allí se aloja un enor­me pedazo de historia en­ce­rra­do en una caja de car­tón. Por allí, por acá, saca y saca, en­su­ciando las manos con trozos del pa­sa­do y olor a polvo, re­co­no­ciendo que no sabe lo que busca, qué es pre­ci­sa­­mente lo que, en esta tarde en que Is­mael está detenido, espera en­con­trar, intuyendo que allí puede estar la clave de la liberación de su ami­go, la li­beración defi­nitiva de todas esas re­des en las que es­tá cautivo. Cuan­do en­cuen­tra la caja gris de cartón (“re­cuer­dos per­so­na­les”, dice la or­denada letra de Marisa) se in­tro­duce vo­raz en las nostalgias y por pri­­me­ra vez en mucho tiempo des­cuida su impecable pan­­talón maren­go que se marca con pol­vo.

      Van saliendo los papeles, uno tras otro, ama­ri­llo­sos, des­coloridos, llenos de historia personal, diplomas de me­jor compañero, car­tas que cir­cu­la­ban en clase de inglés bur­lán­dose de la voz aguda del pro­fe­sor, anotaciones de química, dos o tres poemas de Jaime, la foto de pri­me­ro, la foto de la des­pe­dida de los sextos en la que es­tán tam­bién la Ber­nardita y la Ca­talina.

      Catalina. Catalinda.

      Pasan los papeles por su mano y las imá­ge­nes por la me­mo­ria, has­ta que de pronto aparece la foto que tomó el Pa­dre Jaime luego de la reu­nión de la Academia Literaria: los cua­tro, Ra­món, Javier, Is­mael y el Negro Con­cha. Ja­vier el más al­to, delgado, más del­ga­do que aho­ra, patillas largas, la cor­ba­ta suel­ta, estatura de adul­to ya conseguida, la mirada sonriente y ca­riñosa, co­queto tal vez. Ja­vier sabe que ahora, casi veinte años después, sigue atlético y buen mo­zo. Se sabe atractivo y se cui­da, gimnasia, tenis, buena ropa, pocos exce­­sos permitidos, pei­nándose con calma cada ma­ñana después de afei­tar­se. Tal co­mo

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