Para mi biografía. Héctor Adolfo Vargas Ruiz
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De monaguillo serví,
alternando con la escuela:
mi única preparación
que pudo lograr mi abuela.
Luego, a servirle a la Patria,
a lista fue la llamada:
media vida y un fusil
sin servirme para nada.
Luego, el hambre me empujó
dizque a hacer versos sin rima,
sin métrica y sin mensaje
para ganarme la vida.
Héctor José Vargas Sánchez
INTRODUCCIÓN
Sentado frente a un destartalado escritorio, tan viejo como mi partida de nacimiento, muchas veces cavilé, pensando en la proximidad de mi muerte, para tomar la decisión de escribir sobre mi biografía y algo más, ya que, estando a las puertas del siglo veintiuno, es conveniente que las nuevas generaciones del pequeño mundo que me rodea, lean y se enteren de lo que fue una vida de frustraciones, incomprensión y orfandad.
1. MI SITIO
Nací el cuatro de julio de 1921 en un paraje cerca de Tinjacá. Eran los primeros días de un caluroso mes, momentos en que nuestro decadente Gobierno celebraba un nuevo aniversario de la Independencia de Estados Unidos, el mismo que veinte años antes, con los yankees, había cercenado a Colombia y dado el zarpazo a la provincia de Panamá, mientras el Gobierno recibía a cambio su “plato de lentejas”. Estábamos pasando los umbrales de los primeros cinco lustros del siglo veinte con un inventario de hechos intrascendentes, unos, y trágicos e infortunados, los demás; no bien terminada la guerra que se llamó “De Los Mil Días”, el Presidente de turno le estaba dando los últimos plumazos a las reglas que enseñaban a memorizar “Con zeta se escribe azada, vergüenza, pezón, ...” y algo más, cuando al cabo de unos años debió suceder lo inevitable: Al liberalismo le cobraban, con el asesinato del caudillo Rafael Uribe Uribe, el atrevimiento y osadía de medir sus fuerzas con el partido de Dios.
Por aquellos tiempos, la comarca se debatía en una alarmante pobreza, primero, por los efectos de lo que llamaron la Primera Guerra Mundial, acontecimiento que, originado en Europa, le tocó a nuestro país sufrir sus consecuencias en lo que concierne a la economía y a las pestes que, implacables, diezmaban los pueblos con la presencia del tifo, el sarampión, la viruela, la difteria y la malaria, entre las más terribles; segundo, por la prolongada ausencia de las lluvias y la violencia de los vientos; tercero, por el flagelo del piojo, el pito, la nigua, la pulga, la cuesca, el chirivico y el mismís, insectos éstos que no dejaban tranquilos ni a los santos de las iglesias, todo esto debido a la ausencia total de programas de saneamiento ambiental; y cuarto, a la modorra que se apoderaba de la población humana que, por ser descendiente de la nobleza española, le era humillante el trabajo material y un poco difícil el intelectual, por lo cual el ingenio popular producía coplas como éstas:
El juez pregunta al alcalde,
y ambos preguntan al cura,
llama el cura al sacristán
y el sacristán a Resura.
Son los jurungos de Turca
bichos, chivatos, patojos,
que abundan, pican y ofenden
como la nigua y el piojo.
Cuando el destino fatal
se adueña de una persona,
por más conjuros que se haga,
el piojo no la abandona.
Ni la abandonan tampoco
los odiosos chirivicos,
si no son niguas y pulgas,
cuescas, manetas y pitos.
En un tiempo era Guatoque
lo que hoy es Santa Sofía
desde que Segundo Sáenz
lo volvió carnicería.
A Muzo voy por el uso,
a Coper, por devoción,
a Maripí, por desgracia
y a Pauna, por maldición.
Pero ya pronto estaremos
ante la Virgen bendita
pa’ que nos haga el milagro
a cambio ‘e la limosnita.
Estas coplas rompían la monotonía de la región al paso de los promeseros que se desplazaban hacia el santuario de la Virgen más bella y milagrosa que el cielo y la tierra hayan tenido en los tiempos pretéritos, en los presentes y puedan tenerla en los venideros: la Virgen del Rosario de Chiquinquirá. En medio de esta danza de la pobreza, de la pereza y de la torpeza, nació este niño predestinado a ser durante su larga existencia, protagonista de una serie interminable de hechos insólitos, siendo primogénito del matrimonio entre Adolfo Vargas Sanabria, de diecinueve años de edad y Ana Elisa Sánchez Castellanos, de catorce. La criatura ya había sido sometida a una dura prueba desde el vientre de la madre, quien, en uno de esos arrebatos propios de la inexperta juventud, ante una ligera desavenencia conyugal, salió a veloz carrera y se lanzó al río que bajaba crecido, con tal suerte que fue rescatada a poca distancia por un cazador que acechaba una guagua. Una vez rescatada viva la joven esposa, fueron necesarios muchos remedios para evitar el aborto del primogénito.
A pesar de la escasez imperante en la región, en aquel hogar de Tinjacá había buena provisión, debido a la no poca heredad y a las actividades comerciales del jefe de familia, lo que permitía que allí se congregara una buena parte de la parentela paterna y la vida trascurriera en ambiente de camaradería y colaboración en los diferentes oficios propios del campo. Zapateaban grandes ollas de tiesto sobre fogones de piedra en el piso de tierra, dentro de las cuales, abundaban cereales, tubérculos y carne de ovejo, cuyos olores mezclados con el humo de los tizones traspasaban los techos y tejados y se metían preciso en las narices de los moradores, como preludio de una suculenta cena. El guarapo, más chicha que guarapo, era ingrediente indispensable tanto para quitar la sed como para templar el ánimo desgastado por la rudeza del trabajo diario. Así que, bajo el influjo de esta agradable bebida, y antes de apetecer la cena, el jefe del hogar sacaba su tiple, que tocaba con destreza, para entonar las últimas guabinas y torbellinos que había compuesto. Es grato recordar la sencillez de las cosas, el calor humano y la lentitud de los sucesos, no obstante el gran atraso en que se vivía en aquella región; así, mientras las muchachas se encargaban de arrimar el agua y la leña de los quehaceres de la cocina y el lavado de ropas, los muchachos se entregaban al manejo del ganado y de las labranzas.
En su corta existencia, mi padre fue muy afortunado, pues desde adolescente se distinguió como buen administrador de los bienes