Para mi biografía. Héctor Adolfo Vargas Ruiz
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Dale duro a esa maraca,
dale duro pa’ que suene,
dale duro que, aunque truene,
yo no me habré de callar.
Mi mujer está en la cama
y yo estoy en la cabecera
con el rosario en la mano
rogando a Dios que se muera.
- Ese muchacho -dijo uno de los señores- tiene buena voz, pero si sigue inclinado por esa profesión del canto y de la música, muy pronto lo vamos a ver alcoholizado, cantando en las tiendas por un vaso de chicha. –
Por supuesto ese comentario me impactó en forma muy negativa, pues desde aquel día y por mucho tiempo después, no concebía cómo me iba a alcoholizar, si todavía no me había tomado el primer trago. Esa era una forma muy peculiar de decir cosas, al parecer, intrascendentes, sin percatarse del daño que podrían ocasionar en un niño que grababa en su memoria lo que veía y oía para evaluarlo años después, cuando la vida le diera la razón.
Retorno Pasillo Lento
Estrofa 1
Esas cuatro manzanas que en mi aldea
enmarcan la placita del lugar
forman los cuatro puntos cardinales
que aprendí en mi primer año escolar.
Estrofa 2
Esos cuatro montones de casitas
que de niño pudiéronme orientar
son bellos cofrecitos que conservan
de siglos un fantástico historial.
Pueblo que me recuerda quijotescas
aventuras de grande ingenuidad,
en que correr solía tras la luna,
tras el sol, queriéndolo alcanzar.
Hoy peregrino de otros mundos quiero
en mi viejo poblado descansar
de tantas aventuras quijotescas
en que luna ni sol pude alcanzar.
Retorno
Pero algo más imprevisto tenía que acontecerme y fue un día en que, por causas extrañas, me encontraba totalmente solo en la casa, cuando en forma imprevista se presentó mi madre, quien, desde el día de sus segundas nupcias, había separado casa: me tomó de la mano, me condujo hacia una columna, me ató a ésta y, sacando una navaja de esas que en su época las llamaban “Castel”, se preparó a degollarme. En aquel instante, sin yo comprender el motivo que inducía a mi madre a tomar tal decisión, toda vez que nunca se había interesado por mí, se oyó un ruido raro proveniente de la calle, lo que hizo que mi madre se apresurara a desatarme, exigiéndome la promesa de no comentar a nadie lo sucedido. Entonces, desde aquel momento, sucedió un cambio favorable en aquellas interrumpidas relaciones madre e hijo, bajo el compromiso de no contar a nadie el anterior episodio. Sin embargo, se interponía la autoridad de mi padrastro, a quien no le caía muy bien mi presencia en su hogar, de suerte que mi padrastro resultó pegándome por faltas que supuestamente yo cometía, cuando la realidad era diferente: era la parte económica la que lo atormentaba. Ya habían dilapidado la parte hereditaria de mi madre. Mi padrastro era un trotamundos sin iniciativas y sin amor al trabajo y su unión con ella sólo había tenido un fin: la herencia.
Es así como, acabada la primera parte de lo que le había correspondido a mi madre, era urgente recurrir a lo que quedaba de la hijuela de los herederos y, para satisfacer esta necesidad, era indispensable matar al hijo, pues, matándolo, quedaría ese otro recurso económico para la subsistencia del nuevo hogar. Luego esa fue la conclusión que los llevó a todo lo que se urdió para mi degollamiento. Mas, como se frustró ese programa y entraba ya el año treinta en que todo el panorama sociopolítico, económico, religioso, intelectual y cultural empezó a evolucionar y el pueblo, ávido de oportunidades, a servirse de él, entrando yo a mis nueve años, mi madre, de modo inesperado, nos llevó a vivir a Tunja, porque a mi padrastro le habían dado trabajo en el trazado del Ferrocarril del Nordeste y mis servicios eran indispensables para cuidar las hijas del segundo matrimonio.
En aquella corta estadía en la ciudad de Tunja, fui matriculado en una escuela a la que llamaban “Modelo” (hoy sección primaria del Colegio de Boyacá), de donde me escapaba muy frecuentemente sólo por correr detrás del carruaje en que se paseaba Monseñor Crisanto Luque para besarle la mano y así sentirme santificado. Luego, en aquel mismo año, le suspendieron el contrato al padrastro y fue preciso trasladarnos a Fusagasugá en busca de mejor vida y allí me tocó alternar mi oficio de niñero con el de vendedor ambulante de tinto y cigarrillos, actividad que ejercía entre las tres y las seis de la mañana alrededor de las agencias de transporte.
En agosto del año en referencia, se posesionó de la Presidencia el Doctor Enrique Olaya Herrera, quien era propietario de la quinta llamada “Tierra Grata” y, en uno de sus paseos veraniegos, tuve la gran emoción de estrecharle la mano al “Mono”. Entonces, para no sentirme un muchacho cualquiera, ya registraba, en mi corta existencia, los tres más grandes acontecimientos: primero, el de haber sido acólito (casi cura); el segundo, el de haberle besado la esposa a Monseñor y, el tercero, el de estrechar la mano del primer Presidente liberal del siglo. Todo esto me fue creando un algo de independencia y de rebeldía: recordé la prematura muerte de mi padre, el despilfarro de la herencia, las malas intenciones de mi madre, los maltratos de maestros y padrastro y, un día cualquiera, boté a la basura el cajón del tinto, me trepé en un camión y, camuflado entre la carga, llegué a San Victorino, el lugar más comercial del viejo Bogotá.
3. MI CUERPO
Desprovisto de plata y de ropa adecuada para protegerme del intenso frío sabanero, empecé a llorar en el umbral de un portón, cuando un señor de aspecto bonachón se me acercó para preguntarme por qué lloraba y cuando le espeté toda mi historia me tuvo compasión y me llevó a su casa que quedaba en un lugar más bien periférico, un poco abajo del Hospital San José. La familia se componía de los esposos y dos hijos ya entrados en la adolescencia, pues empezaban a usar pantalón largo. Para alojarme, fue necesario arreglar un rincón en el cuarto de San Alejo y, para que me cambiara de ropa, me pasaron unos raídos vestiditos ya fuera de servicio. Aunque se observaba que la familia era de aquellas caídas en desgracia económica, acusaban una buena cultura. Parece que eran de las que llamaban “vergonzantes”, porque me mandaban con un portacomida de cuatro tazas hasta una casa como de beneficencia que quedaba en la calle diez entre la octava y novena para recibir la comida que luego era repartida entre todos;