Para mi biografía. Héctor Adolfo Vargas Ruiz

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Para mi biografía - Héctor Adolfo Vargas Ruiz

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marchaba más o menos bien hasta cuando me ordenaron que me pusiera uno de los vestidos que me habían dado, cuando rompí en llanto por pretender obligarme a vestir ropa ajena. Entonces, me rebelé y me fui en busca de unos parientes de los que tenía una vaga idea de que vivían en “La Perseverancia”. Como yo era ya un veterano bogotano, porque había ido varias veces a echar barquitos de papel y a mirarle las piernas a las lavanderas en el río San Francisco, conocía también el Circo de Toros y el parque San Diego o de ‘La Independencia’, no me fue difícil encontrarme con mis parientes, los que me trataron con generosidad, por el momento; así que, pocos días después, un señor que decía ser de Rusia me contrató para vender ambulantemente paqueticos de maní revuelto con cocoa. Pero mi patrón desapareció poco después sin cancelarme ni un centavo por mi trabajo.

      Después, me coloqué en una ebanistería para el oficio de taponador, pero mi patrón me resultó igual que el anterior, no obstante haberme explotado por un tiempo mayor. Todas estas experiencias me decepcionaron tanto que opté por volver al seno de mi inolvidable abuela. Ahora recuerdo que antes de tomar la decisión de volver, me hice el propósito de asistir a la primera misa que se celebraba en la Iglesia de las Nieves un día domingo, para pedirle con fervor a la Virgen que me diera mejor suerte y me protegiera de los malos hados. Así que, subiendo por la calle veinte cuando empezaban a despuntar los claros del día, me sorprendí al ver abandonado al pie de un portón un envoltorio artísticamente liado y, al darme cuenta de que nadie me observaba, opté por levantar el paquete; después de asegurarlo aprisionándolo debajo del brazo, continué mi marcha hacia la iglesia para agradecerle a la Virgen también mi afortunado hallazgo, cuando ya listo a pasar el umbral de la entrada de la iglesia, percibí un olor nauseabundo y una rara humedad que invadía mi pobre indumentaria. ¡Era física mierda! Así que, mi afortunado hallazgo me impidió cumplir con la promesa que llevaba a la Virgen y me obligó a devolverme para mi piezucha a desodorarme con un inevitable baño y lavado de ropa.

      Retacito De Suelo Boyacense Valse

      Retacito de suelo boyacense

      oloroso a arrayanes y mortiños,

      a cerezos, curubos y duraznos,

      a manzanos, geranios y tomillos.

      Retacito de suelo boyacense,

      circundado de ranchos blanquecinos

      sobre tu caprichosa geografía

      con su laberinto de caminos.

      Condúceme por todos tus parajes,

      ésos que me enseñaste desde niño,

      para volver a ser un rapazuelo

      robando frutas y acechando nidos.

      Quiero echarme a rodar por tus potreros

      y dormirme a la sombra de tus pinos,

      capar escuela y al salir de misa

      sonsacarles el centavo a los padrinos.

      Quiero volver a oír de los abuelos

      los cuentos de los beatos baladrones,

      de duendes persiguiendo las doncellas

      y demonios en forma de cabrones.

      Quiero volver con flecha y bodoquera

      a matar indefensos copetones

      o a simular patrióticas batallas

      contra una legión de chapetones. (Coro)

      Retacito De Suelo Boyacense

      Decidido, a comienzos del año treinta y dos, a terminar mis interrumpidos estudios primarios al lado de mi abuela, los aprobé y me dieron más seguridad y libertad para trabajar y así ayudar en algo a la abuelita. Por aquella época llegaba a la región la prolongación de la carretera que debía unir a Chiquinquirá con Tunja y la única oportunidad que se me presentó fue la del ingreso a una cuadrilla de jornaleros a echar pica, pala y carretilla por una asignación de 40 centavos diarios.

      Dentro de aquellas limitaciones, todo transcurría en un ambiente bastante monótono hasta el día en que volvieron al pueblo mi padrastro, mi madre y sus tres hijas a rematar los pocos bienes que quedaban. Entonces, entrando yo en los trece años y sintiéndome ya hombre, intervine con entereza para asumir el control directo de mi pequeña herencia consistente en dos pequeñas fincas. Aquella actitud me sirvió para neutralizar de ahí en adelante la dictadura de mi padrastro.

      Pero un tiempo después volvió a picarme la fiebre de la aventura y volví a Bogotá en busca de mejores oportunidades y, en llegando, me coloqué en el almacén de abarrotes llamado “El Centavo Menos” ubicado en el costado sur de la calle trece con carrera quince, cuyo dueño era un argentino casado con catalana, de cuya unión había una hija única y, por lo mismo, muy consentida. Sucede que en una ocasión la niña rompió un jarrón de fina porcelana y, por supuesto, ante el temor del castigo, me rogó que no fuera a denunciarla; pero el problema no tardó en formarse:

      -“Che, -me gritó el argentino- ¿Quién rompió el jarrón?” -“No me di cuenta, Don Alberto”. –le contesté.-“Entonces, sino se dio cuenta, tengo que descontárselo de su sueldo, porque aquí no hay nadie a quién más culpar.”

      Una calumnia más no la tolero, dije en mi interior y me decidí a renunciar, pero no sin antes revelar el secreto, a manera de desahogo, provocando así una reacción demasiado violenta en el padre, pues castigó muy severamente a la niña hasta obligarla a confesar su falta. Nada de esto impidió que yo persistiera en mi decisión, no obstante haber recibido una buena gratificación por el buen comportamiento durante el tiempo en que serví y como desagravio por mi prejuzgamiento. Poco tiempo después, Don Alberto se fue de Colombia y, por mi rebeldía, me perdí de irme con él, pues así me lo había prometido varias veces.

      Mis Remolachas Bambuco

      Estrofa 1

      Ya el sol asoma por Monserrate

      y la sabana en luz se baña

      y por la cuesta cantando un indio

      baja al mercado del parque España.

      Estrofa 2

      Lleva en su pecho mil ilusiones,

      porque a vender lleva sus remolachas

      y comprar quiere vestido nuevo

      pa’ hacerles fieros a las muchachas.

      Ya el sol declina allá a lo lejos

      y en manto negro se torna el cielo

      y cuesta arriba regresa el indio

      cansado y triste sin traje nuevo.

      Lleva en su pecho gran desconsuelo,

      aunque vender pudo

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