Para mi biografía. Héctor Adolfo Vargas Ruiz
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cuerdas y voz en trova enamorada
que, cual dardo, surcaban el espacio
buscando el corazón de su adorada.
Mezcla de sentimiento y alegría,
la fiesta en histeria se convierte
y el misterioso artista en un instante
de un trinquetazo sorprendió a La Muerte.
Al día siguiente, llegué a Bogotá a buscar consuelo entre mi parentela y a ver qué más sorpresas me deparaba el destino. Habrían transcurrido unos veinte días después de mi arribo a Bogotá, cuando me encontré frente a frente con una dama muy encopetada y de una elegancia admirable, pero que ante el impacto momentáneo no la podía ubicar en el lugar donde la había conocido antes y fue ella quien se adelantó a saludarme por mi nombre con un acento de auténtica antioqueña. Repuesto de tamaña confusión, la saludé por su nombre de pila, tras de un emocionado abrazo: -¡Amelia Reyes!-. Amelia era una campesina sutana de una rara y embrujadora hermosura, unos pocos años mayor de mí, a quien los mancebos del pueblo asechaban con locura. Por esa razón, la muchacha se marchó para Bogotá por la vía de Chiquinquirá, sin saber leer ni escribir y sin saber tampoco del destino que le esperaba. Así que cuando el tren terminó su recorrido en la estación de la Sabana y Amelia se disponía a salir, alguien le tendió la mano con algo de cortesía para ayudarla a bajar de esa hilera larga de casas sobre ruedas de hierro. Entonces, era una pareja de recién casados de origen antioqueño que al interrogarla por su procedencia y la razón de su viaje, ahí mismo quedó contratada para el servicio doméstico y la mucha ocupación, pero no en Bogotá, sino en Medellín, adonde viajaron inmediatamente después.
Amelia captó con una impresionante rapidez tanto el dialecto como la elegancia en el vestir, adornado todo esto con una locuacidad de auténtica paisa. Su estadía en Medellín con la familia Arango, apellido de sus patrones, no duró más de un año, pues regresó a Bogotá bien ataviada, no sólo con la ropa y las fantasías que le habían regalado los Arango, sino que trajo también su apellido, precedido por el sugestivo nombre de Nena. Por supuesto, en aquel momento en que nos reconocimos, me dijo al oído:
-Yo soy la Nena Arango de Salazar Ferro. ¿Conoces a Daniel? Él es el comandante de La Guardia de Cundinamarca y en este momento me debe estar esperando en el despacho del Gobernador Parmenio Cárdenas, con quien mantenemos una inmensa amistad. Si quieres, te invito a que me acompañes y antes te presento con ellos.-
En aquel instante pensé lo bien que me podría ir con tan ocasional encuentro, si lo que acababa de oír era cierto o, por el contrario, era esto producto de alguna rara locura; así que, a poco trecho, hicimos presencia en la sala de espera donde se hallaban muchas personas y la recepcionista en el acto se incorporó para darle la bienvenida a la Señora Nena y para hacerle compañía en su entrada al despacho.
El saludo de la Nena con el Gobernador fue de estrecho abrazo, con un tuteo muy desabrochado y con el Comandante Salazar Ferro el saludo con beso fue el correspondiente a dos enamorados. El tema de orden público entre el Gobernador y el Comandante fue suspendido abruptamente para darle prioridad al debate sobre la fiesta de gala que debía tener lugar en los próximos días con motivo de la presentación en la sociedad bogotana de la Señora Nena Arango de Salazar Ferro. Entretanto, la Nena se anticipó a presentarme ante los dos personajes como un pariente pobre y calavera que no sabía qué hacer con él, de donde nació la conveniencia de mandarme a hacer curso a la G. de C., Guardia de Cundinamarca,
-…porque lo que el Gobierno se propone es conformar una fuerza pública de entera confianza.-
Para lo cual, quedé nuevamente incorporado a la Policía, sin decir ni pío, porque el hambre acosaba. Luego esto fue el resultado de aquel feliz encuentro con mi ‘paisa’ paisana, la Nena Arango de Salazar Ferro.
Conforme con mi suerte, volví nuevamente con mi fusil terciado y el bolillo a discreción hasta cuando llegó “El Nueve de Abril”, luctuosa fecha en que no sabía qué hacer con bolillo y fusil ante el magnicidio que frustró a Colombia de ver triunfante “La Restauración Moral de la República“. Desde aquel instante, la Policía distinguida con el remoquete de “nueve abrileña” de inmediato fue reemplazada por la Policía Chulavita, con la que el Gobierno de turno implantó la modalidad de genocidio, el corte de franela, la castración y el despojo violento de las propiedades muebles e inmuebles a lo largo y ancho del país.
Laureanito Parodia de El Pescador Guabina Cesáreo Rocha Castilla y Patrocinio Díaz
Estrofa 1
Laureanito del alma, vente a Palacio, yo te convido
pa’ entregarte el Gobierno y así zafarme ya de este lío.
Allí cantas tus trinos enternecidos de son muy quedo,
que contra liberales es la consigna de “Sangre y Fuego”.
Estrofa 2
No vas a España y te posesiono
de ese trono que anhelas pa’ gobernarlo nosotros solos.
No te me escapes, que, muy discreto, mataré liberales
para cumplirte lo que prometo.
Estrofa 3
Laureanito, sordito, Alzatico, Chepito, ya tus ideas
las llevamos muy dentro e implantaremos sea como sea:
desconocemos las vías legales,
porque nuestra consigna es acabar con los liberales.
No nos importa el ser ya justos,
porque estos liberales, ¿pa’ qué negarlo?
siempre son muchos.
4. MIS DIFICULTADES
Con estos últimos sucesos, la desocupación era casi general y la miseria catastrófica. Pero un día, a mediados del año cuarenta y nueve, me encontré con Evangelista Rodríguez, ex-compañero, quien, al comentar nuestra precaria situación, al calor de un tinto, me invitó muy ingenuamente a que fuéramos a las dependencias del detectivismo a llenar unos formularios, para solicitar el ingreso a esa institución, invitación que acepté sólo por no decepcionarlo, pues yo intuía que allí nos podían tender una trampa, lo que así sucedió. A Evangelista no le dieron el anunciado formulario, pero lo mandaron volver al día siguiente. Tres días más tarde, los periódicos de la capital registraban el hallazgo de un hombre muerto en el Salto de Tequendama, bárbaramente mutilado y sin rostro, cuya identificación sólo fue posible por algunos documentos hallados en la hora del levantamiento del cadáver. Así que Evangelista siguió el mismo suplicio del Doctor Uriel Zapata, quien días antes había corrido la misma suerte y en el mismo sitio. Si de estos dos crímenes macabros se deduce la inseguridad reinante en todo el país, entonces la vida se hacía por demás angustiosa, porque a la inseguridad se le agregaba el desempleo y comenzaba el hacinamiento humano en las ciudades. Así que para subsistir había que ingeniarse muchas cosas.
Al Tequendama
Desde los altos de Tena
se divisa el Tequendama