Para mi biografía. Héctor Adolfo Vargas Ruiz
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Como el tiempo corría veloz en la casa de La Resaca, que así se llamaba la heredad, llegó la hora de bautizar al primogénito de aquel joven matrimonio, pero hubo que esperar un poco más, mientras se acordaba el nombre adecuado para el nuevo ser, pues mientras unos opinaban que debía llamarse Moisés, por haber sido salvado de las aguas, otros opinaban que no le campeaba ese nombre, porque no le veían la aureola del Espíritu Santo y, además, porque, por línea materna, era anticlerical, si se tenía en cuenta que al abuelo le gustaba leer todos los libros de José María Vargas Vila, por cuya mala maña había sido excomulgado por el cura de la parroquia. Al fin, sobre esta disputa, llegaron a un acuerdo las partes en litigio y le acomodaron un nombre que, para fortuna del recién nacido, estaba fuera del santoral. Para que las cosas no se fueran a complicar con el párroco del lugar, fue preciso celebrar el sacramento en la parroquia vecina de Sutamarchán, pero eso sí, con padrinos con las mismas inclinaciones vargasvilistas del abuelo: -Porque tengo con qué educarte – le decía el padre al recién bautizado- tendrás que ser un gran hombre para honra de la familia. Ya verás que pronto pasarán estos malos tiempos, mejorarán las cosechas, engordarán los ganados y mejorarán los negocios para que no nos falte nada. ¡Ah! pero será preciso que tengas hermanitos para que te acompañen.- Mientras transcurría esta plática, la criatura no hacía nada más que patalear en el canto del padre y mirarlo fijamente a la cara como queriendo darle las gracias por tan buenas y sinceras intenciones, además de que, con sus diminutas manecitas, trataba de arrancarle la nariz.
Mi feliz infancia quedó trunca a los cuatro años de nacido, pues mi padre murió de tifo en el año veinticinco, quedando mi madre viuda a la edad de diecinueve años. En aquella misma época, mi madre me abandonó para contraer segundas nupcias.
2. MI PASADO
Mi anciana abuela materna me recogió y se encargó de mi crianza en Sutamarchán, dentro de unas mendicantes circunstancias económicas, mientras mi madre dilapidaba en su nueva vida la no muy despreciable fortuna recibida de mi padre. Aquel pueblo, como toda esa comarca, se debatía entre una pobreza enfermiza y una somnolencia colectiva que parecía no tener remedio. Mi inolvidable abuela, quien estimulaba mis asomos de trovero desde cuando oyó ésta, mi primera copla,
Por la mañana cantó el curruco
y por la tarde bailé un bambuco,
me llevó a la escuela del pueblo donde me recibieron sin haber cumplido aún los cinco años de edad y desde aquel instante quedé involucrado en un revoltillo de edades que iban desde la mía hasta la de adultos que parecían ser mis padres.
Mi vida no podía ser más desastrosa: desde el maestro hacia abajo me maltrataban, porque, de todo lo malo que sucediera dentro del aula o fuera de ella, el responsable necesario era yo, pues a la vista estaba que era muy pobre, huérfano de padre, abandonado de mi madre, mi abuela entrando a la senectud y, lo que es más grave, nací zurdo, que para el profesor era lo mismo que haber cometido un pecado mortal. Entonces, por este grave pecado, llovían sobre mi infantil humanidad, muy frecuentemente, veintiocho ferulazos divididos entre mis manos y mis nalgas y cuando la férula se partía, entonces se recurría a la vara de rosa. Recuerdo que en una ocasión, aparecí con una gran cantidad de chichaguyes en las nalgas, lo que impedía sentarme cómodamente y, al hacer un imprevisto movimiento, regué un frasco de tinta sobre el cuaderno de mi compañero de pupitre. Ante tamaño disparate, me sacó el profesor y, delante de todo el alumnado, me dio tantos varazos que me reventó todos los forúnculos, dejándome inconsciente del dolor.
De este castigo, a la postre, me resultaron dos beneficios: el primero fue que alenté de los chichaguyes y el segundo fue que, desde el día siguiente a mi castigo y por el resto de mi año lectivo, el profesor me daba las suculentas onces que le llevaban todos los días a las tres de la tarde.
Por aquella época, la visita del cura a la escuela era muy frecuente para persuadir a los educandos de los peligros que corría la iglesia frente a esos ateos de la izquierda que siempre estaban en contra del partido de Dios. En esas pláticas se intercalaban algunos cantos que dieron pauta para que el cura me incorporara a la iglesia por mi buena voz y la facilidad para cantar el miserere y el pater noster, elevándome a continuación a la categoría de monaguillo, dignidad ésta que, misteriosamente, cuando acompañaba la misa vistiendo mi atuendo de mini proyecto de cura, hacía que yo anduviera unas cuartas arriba del suelo y hablara con Dios muy a menudo, hasta el punto de pedirle que no me dejara morir cuando una vez me hubo picado un alacrán, a lo cual me replicó diciendo que bien podía hacerme picar dos veces más de ese bicho, ya que yo estaba predestinado a soportar estoicamente el ataque de toda clase de alimañas hasta bien entrado a mi tercera edad.
Transcurría así mi vida, siempre pendiente de los cinco centavos por acompañar las misas dominicales y veinte por cada entierro de primera, hasta el día en que el cura me hizo comparecer ante su despacho, no para indagar, sino para dictarme la más injusta sentencia proferida por un Ministro de Dios: -Usted es un ladrón y no merece el honor de ser monaguillo, porque se ha robado la cabeza del Cordero Pascual que se estaba exhibiendo en el Monumento de Jueves Santo; por lo tanto queda destituido desde ahora mismo. -El Cordero Pascual era un monigote de azúcar que para saber que era un cordero se necesitaba ponerle su letrero y quien lo había descabezado para su propio beneficio era uno de mis compañeros de oficio, quien, para encubrir su falta, se anticipó a sindicarme a mí, porque así lo había dispuesto Dios.
Por supuesto, este hecho se sumó a otro que tuve que afrontar meses antes, cuando llegaron mis padrinos de bautismo un día de mercado, quienes, en un acto de gran generosidad, me regalaron la fabulosa cantidad de diez centavos, con los cuales tuve suficiente para llevar a la casa cuanto quise comprar: bananos, guayabas, naranjas, aguacates, panela, mogollas, bocadillos y panelitas de leche, lo que sorprendió a mi abuelita, quien no quiso creer que con tanto mercado hubieran sido tan generosos mis padrinos y, acto seguido, se dirigió a la alcancía donde tenía reservados los centavos del mercado y, al no encontrarlos, todas sus sospechas recayeron sobre mí. Entonces, fui aprehendido, castigado severamente, encerrado en un cuarto oscuro por espacio de tres días y amenazado tanto de llevarme a la capilla del cementerio para hacerme dormir con los muertos, como de quemárseme las manos por ladrón. Pocos días después, se descubrió que, quien había robado los centavos, era una muchacha que visitaba muy frecuentemente la casa. Pero mi castigo no tuvo reverso, porque así lo había dispuesto Dios. Después de que mi inolvidable abuela me absolviera del castigo por el imputado robo de sus centavos, fue mucho más el cariño y la compasión que le inspiré, más sin comprender el trauma que en adelante me debía sobrevenir.
Con un amigo decidimos un día volarnos de la casa hacia Chiquinquirá. Allí me desmayé al ver una hilera de casas que poco a poco con ruido estrepitoso se iban deslizando de costado vertiginosamente. Cuando recobré el sentido pregunté por las casas que había visto y me explicaron que no eran casas, sino los vagones del ‘tren’ (del que hasta ese momento oía hablar). Respecto al plan, quedó frustrado, pues nuestros parientes en Suta habían dado aviso a las autoridades y fuimos enviados de regreso al pueblo.
En la época de las grandes romerías al Santuario de la Virgen de Chiquinquirá, Sutamarchán era paso obligado para los peregrinos procedentes de toda la región