Humanos, sencillamente humanos. Felicísimo Martínez Díez

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Humanos, sencillamente humanos - Felicísimo Martínez Díez Frontera

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No está justificada la tecnofobia simplemente porque la técnica puede ser mal utilizada.

      El ser humano es un animal tecnológico por naturaleza y por necesidad. Su trabajo está relacionado con la tecnología, desde la más elemental hasta la más avanzada. Como decía Hegel, el trabajo permite al espíritu apropiarse del mundo y permite al ser humano liberarse de muchas esclavitudes. La tecnología es inteligencia práctica o aplicada. Por eso no es justificable la existencia y la actuación de grupos «ecoextremistas o anarquistas salvajes» dedicados a realizar atentados contra científicos y centros de investigación para impedir lo que ellos llaman la «híper-civilización». Dichos grupos suelen estar inspirados por numerosos mitos que pueblan el pasado de la humanidad: el Edén o el jardín de las delicias, el paraíso perdido, la inocencia original o la naturaleza pura, el buen salvaje... Amparados en esos mitos muestran un rechazo visceral a la civilización, al progreso, a la industria, a la ciudad...

      Hay ocasiones en las cuales incluso el mejor uso de la ciencia puede dar lugar a resultados imprevistos y no deseados. Un ejemplo muy concreto puede ilustrarlo. Hace algunos años un periódico de Hong Kong ofrecía la siguiente noticia: El progreso de la oſtalmología había conseguido, mediante una intervención quirúrgica, que un ciego de nacimiento llegara a un grado razonable de visión. Pero lo sensacional de la noticia era esto: después de algunas semanas, el ciego que había comenzado a ver se suicidó y dejó una nota explicativa de su decisión. La nota decía así: «He decidido terminar con mi vida, porque este mundo que estoy viendo me ha decepcionado, no es el mundo que yo siempre había imaginado y soñado».

      ¿Acaso se debe atribuir la responsabilidad de este suicidio a quienes llevaron el progreso de la oſtalmología hasta ese nivel de desarrollo o incluso a quienes realizaron la intervención quirúrgica? Quizá la responsabilidad por tal suicidio hay que achacarla a quienes han o hemos contribuido a crear un mundo tan decepcionante. Incluso pueden tener parte de responsabilidad quienes alimentaron en aquel ciego unas expectativas desproporcionadas de felicidad a través de la educación o deseducación. Uno de los problemas de la educación en esta sociedad del bienestar e incluso en las sociedades del malestar es que se ha olvidado aquel principio tan elemental formulado por Stuart Mill: «No se debe esperar de la vida más de lo que puede dar».

      Si pretendiéramos evitar todo uso perverso de los descubrimientos científicos y de las tecnologías, el recurso más eficaz sería eliminar la ciencia y la tecnología. Supondría una vuelta a la era de las cavernas. Hace apenas unos días tuvo lugar un accidente de tráfico en el que murieron tres personas. La investigación sobre las causas del accidente arrojó los siguientes resultados: La velocidad del vehículo en el momento del accidente era de 230 km por hora, una rueda reventó y el conductor perdió totalmente el control del vehículo. ¡Normal a esa velocidad! ¿Tuvo la culpa de este accidente el inventor de la rueda? Incluso podemos preguntarnos más: ¿Tuvo la culpa de ese accidente la compañía que fabricó un vehículo capaz de conseguir esa velocidad? Son miles y quizá millones los conductores que utilizan las mismas ruedas y la misma marca de vehículo y no corren el mismo riesgo. El principal problema, pues, no está en las ruedas ni en la potencia del vehículo, sino en la sensatez y la disciplina del conductor que lo utiliza.

      Es cierto que en científicos y técnicos acechan siempre dos grandes tentaciones, aunque en verdad lo mismo sucede en otros ámbitos de la vida y en personas que no se consideran ni científicos ni técnicos.

      En primer lugar, está la tentación de la insaciable curiosidad humana. Esta es una tentación incrustada en la misma naturaleza humana. Todos tenemos algo de aprendices de brujo. Unas personas controlan esa tendencia más y otras no la controlan tanto. Pero siempre está esa aspiración a conseguir más y más, de subir «más rápido, más alto, más fuerte». Es la natural curiosidad por lo nuevo, lo desconocido, lo misterioso. Esta debe ser una tentación enorme en los grandes científicos e investigadores, para quienes cada nuevo paso en la investigación supone una enorme puerta hacia nuevos misterios de la naturaleza. No debe ser nada fácil controlar esta curiosidad convertida en una verdadera pasión. En este sentido, es comprensible la curiosidad y la ansiedad que habitan e incitan ciertas propuestas del transhumanismo. Explican, pero no justifican algunos proyectos transhumanistas.

      Además, la tentación de la curiosidad está hoy alimentada o, por lo menos, va acompañada de la competitividad. Aquí se dan la mano la política y la economía para azuzar la pasión por el progreso científico y tecnológico. A nadie se le oculta hoy que el primer y principal poder de las personas y de los pueblos es el conocimiento. Desde Bacon se viene repitiendo: «Conocer es poder». Quizá nunca se había visto tan clara la verdad de esta afirmación. Quien llega primero a la información y se apodera del conocimiento tiene todas las de ganar en política y en economía. Por eso la competencia hoy es brutal y, para algunas personas e instituciones, no conoce límites éticos. Manda en la geopolítica. Manda en la economía.

      La presión ejercida hoy por la política y la economía sobre científicos y técnicos es enorme. La necesidad de ser punteros en ciencia y tecnología se antepone a las consideraciones éticas. Por consiguiente, en cierto sentido el problema ético está más de la parte de los líderes políticos y económicos que de la parte de los científicos y los técnicos. Esto no dispensa a científicos y técnicos de toda su responsabilidad.

      Un ejemplo bastante claro de esa competencia lo tenemos en el ámbito de la salud. Una cosa tan sagrada como la salud de las personas se ha convertido para algunos en un inmenso mercado. La investigación biomédica es una poderosa herramienta comercial. Los intereses económicos pueden pervertir los valores más sagrados de cualquier profesión, aunque sea a costa del bienestar de los individuos y de los pueblos. En el ámbito de la farmacología y de las tecnologías sanitarias se han dado casos verdaderamente escandalosos. Están a veces de por medio gigantes tecnológicos y económicos como los llamados GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple), Microsoſt , Twitter... En este momento de la pandemia a causa del coronavirus se puede constatar un enorme movimiento inspirado por intereses económicos.

      En segundo lugar, está la tentación de ignorar las consecuencias de los propios descubrimientos. Llevado de la insaciable curiosidad, del ansia de atravesar la siguiente frontera, de la necesidad compulsiva de progresar un paso más, de la necesidad de adelantarse al vecino, el científico puede olvidarse de calcular las consecuencias de sus descubrimientos. Aquí se juntan dos hechos contrastantes.

      Por una parte, está la enorme dificultad para conocer todas las consecuencias de un nuevo descubrimiento y todos los posibles usos que se puedan hacer del mismo. ¿Quién puede adivinar el uso futuro que se puede hacer de los nuevos descubrimientos científicos y de las nuevas posibilidades tecnológicas? Si ya es difícil prever las consecuencias de cualquier acción humana elemental, ¿cuánto más difícil es prever las consecuencias de los nuevos descubrimientos científicos y tecnológicos? Alguien ha dicho que, si debiéramos estar seguros de las consecuencias de nuestras acciones, el mundo entero se paralizaría. Tiene toda la razón. Pero, al menos, es cuestión de responsabilidad ética prever el mayor número de consecuencias y sobre todo las consecuencias más trascendentales para la vida propia y ajena.

      No es ninguna novedad afirmar la ambigüedad del progreso. Ya lo avisaba la figura de Glauco, el pescador de Beozia, al que alude Dante en la Divina Comedia. «Una vez consumida la hierba de la inmortalidad, se transformó en una especie de monstruo con la cola de pez y fue rechazado por la hermosa ninfa Escila, de la que estaba enamorado». Pero ese doble rostro del progreso no invita necesariamente al rechazo del mismo; invita más bien a la precaución y a la responsabilidad.

      En este sentido, es muy importante prestar atención a lo que se ha llamado la ética preventiva o profiláctica. Durante mucho tiempo la ética se consideraba una herramienta adecuada para analizar los hechos ya consumados y sus consecuencias. Era una buena herramienta para «el examen de conciencia» a posteriori. Pero esa ética hoy no nos es suficiente. La magnitud del progreso científico y las posibilidades del progreso tecnológico

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