La razón práctica en el Derecho y la moral. Neil MacCormick
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En cualquier caso, claramente puede haber razones genuinas para hacer cosas, ya que hay valores objetivos genuinos. Su carácter depende efectivamente de nuestra naturaleza humana y comprenderlos es parte de lo que hace falta para comprender la naturaleza humana. «Razonamiento práctico» no es un oxímoron. Puede estar dirigido a todas las razones concernientes a uno mismo, a otros o a la comunidad, cuyo contenido son bienes humanos que tienen un carácter animal o ideal. Lo que permanece oscuro es qué significa ponderar o evaluar tales razones y discriminar entre las más y las menos importantes, o las que cancelan a otras o las invalidan o las excluyen de la actual deliberación. Para comprender tales cuestiones es necesario reflexionar sobre el razonamiento práctico, especialmente en lo referente a las razones concernientes a otros, de las que solo se ha dado hasta ahora una explicación bastante somera pero en las que se centrarán los capítulos 3 y 4.
5. DECIDIR QUÉ ES MEJOR HACER
Si hay hechos que tienen valor, de tal modo que tenemos razones para hacer cosas, ¿cómo debemos llevar a cabo este proceso de razonamiento? ¿Qué implica intentar actuar de la mejor manera, siempre que tengamos que decidir esta cuestión? Estas son las preguntas que hay que considerar ahora. Por el momento, se excluirán o se quitará importancia artificialmente a las cuestiones sobre los deberes, o sobre lo correcto y lo incorrecto —llamadas a veces «razones excluyentes»—. Surgirán en la discusión del capítulo 3. Supongamos que un agente se enfrenta a una decisión entre dos líneas de actuación aparentemente razonables y no tiene el deber de excluir ninguna de ellas. ¿Qué tipo de deliberación debe emprender ese agente y cómo debe llegar a una conclusión esa deliberación?
Una línea de argumentación que se propone frecuentemente pero no resulta muy útil para explicar esto se refiere a la «ponderación» o el «equilibrio» de razones. Digamos que hay que elegir entre hacer A y hacer B. Se asume que tanto hacer A como hacer B son buenos por al menos una razón. También se asume que, si hay alguna razón en contra de hacer A o B, no es una razón excluyente. Claramente, si la razón o las razones a favor de A o B no son más fuertes en algún sentido que las razones en contra que pueda haber, al menos una de las dos puede eliminarse sobre esa base. Sin embargo, puede resultar que se eliminen las dos y que no exista una tercera posibilidad C. En este caso, la elección entre A y B se presentará ahora bajo la forma de una elección entre dos males. En tal caso, lo razonable será intentar llegar una conclusión sobre cuál es el mal menor y decidirse por ese.
La cuestión de la elección entre males puede posponerse. Centrémonos simplemente en la idea de que se debe elegir entre A y B, y que tanto A como B están apoyadas por buenas razones. ¿Debe pensarse entonces en una deliberación en la que se enumeren todas las razones a favor de A y de B, se determine la fuerza o el peso de cada una de tales razones y después se sume la fuerza (o el peso) total de todas ellas en cada caso? Si las razones a favor de A tienen una fuerza acumulativa mayor que las razones a favor de B, entonces la deliberación revela que A es la mejor línea de actuación disponible. Lo más racional será decidirse por A en lugar de B. Si ocurriera al contrario, entonces B sería lo que se debe (decidir) hacer. Esto estaría claro si pudiéramos explicar cómo se debe calibrar la «fuerza» o el «peso» de las razones. ¿Lo encontramos de alguna manera inherentemente en los hechos y los valores que expresan? ¿O más bien asignamos pesos relativos como parte del proceso mismo de deliberación? Solo en el primer caso la «fuerza» o el «peso» nos proporcionarían una base independiente y objetiva para la evaluación. Sin embargo, es difícil ver cuál es el fundamento o el medio para medir tal peso o fuerza independiente de la deliberación.
Otra dificultad tiene que ver con la conmensurabilidad. Anteriormente parecía razonable identificar tipos de razones concernientes a uno mismo, a otros y a la comunidad, y diferenciarlas en términos de su contenido entre bienes animales e ideales. ¿Cómo debería elegir entonces entre algo que deseo mucho para mí mismo y algo que sería muy apreciado por mis amigos (pero que no les debo ni estoy obligado a hacer por un deber hacia ellos)? ¿Cómo puedo elegir entre dos aspectos del bien de las comunidades a las que pertenezco o entre lo que es bueno para una comunidad y lo que es bueno para otra? No existe aquí ninguna escala a priori evidente de bondad en la que nos podamos apoyar. Los utilitaristas pueden sugerir que, en cada caso, debemos intentar sumar el total de felicidad o de satisfacción de preferencias que provoca cada acción, o que parece probable que provoque, haciendo los descuentos apropiados según los grados relativos de probabilidad. Esa es una posibilidad a la que volveremos en el capítulo 6 pero, mientras tanto, dejemos anotadas aquí tres objeciones. La primera es que la capacidad de las personas ordinarias para calcular tales cosas, si es que son calculables, es en el mejor de los casos limitada, dados todos los problemas de probabilidad y la dificultad de medir la intensidad interpersonal de los placeres. La segunda es que puede implicar un replanteamiento de la pregunta en otros términos en lugar de una respuesta a la pregunta original. Incluso aunque podamos traducir las opciones a unidades netas de expectativas de placer (todos los placeres menos todos los dolores) o alguna otra unidad neta, no está justificado asumir que lo que constituye la bondad de los bienes con los que partimos sea simplemente su producción de placer o alguna otra base común similar de medida. La tercera se refiere a la satisfacción de preferencias. El razonamiento práctico se refiere a lo que es racional preferir en una situación de elección, así que es presupuesto por el utilitarismo de la satisfacción de preferencias en lugar de ser explicado por él.
Es mejor por el momento detenerse y dudar de todo el proyecto de «medida», así como las ideas presentadas sobre la «fuerza» y el «peso». Las deliberaciones reales parecen diferentes de este tipo de ejercicio. Para explicar por qué esto parece ser así, puede que valga la pena permitirme una modesta digresión autobiográfica.
6. UNA ELECCIÓN REAL
En 2003, a la edad de 62 años, yo era un Miembro del Parlamento Europeo (MPE), cargo para el que había sido elegido en 1999. En el momento de mi elección, la Universidad de Edimburgo me había concedido una excedencia de cinco años de la Cátedra Regius de Derecho Público, con la condición de volver a mi puesto académico tras servir durante un mandato como MPE. La alternativa sería que continuase como MPE pero renunciase a mi plaza en la Universidad al principio del siguiente mandato. Para junio de 2003 ya era necesario que decidiera si iba a anunciar que estaba disponible como candidato para la reelección en las elecciones de junio de 2004 o no. Había razones muy convincentes para suponer que, si me presentaba como candidato, casi con toda seguridad sería reelegido como uno de los dos (o posiblemente tres) representantes de mi partido político (el Partido Nacionalista Escocés) para representar de nuevo a la circunscripción de Escocia durante los años 2004-9.
Yo era muy consciente de que me encontraba en una posición inusual, y de hecho en una inusualmente afortunada. En un momento de la vida en el que pocas personas tienen alguna opción de trabajo, yo tenía que elegir entre dos trabajos que me resultaban ambos muy atractivos. Los dos estaban bastante bien pagados, más o menos al mismo nivel de remuneración económica, en el rango medio o superior de los sueldos de los funcionarios públicos, aunque muy por debajo de las remuneraciones que reciben quienes tienen éxito en los negocios o en la práctica del Derecho. En términos de necesidades y deseos materiales, incluyendo el deseo de poder ayudar a los miembros de mi familia a quienes les pudiera surgir alguna necesidad, mi situación sería en cualquier caso tan buena como deseaba. Tenía unos ingresos con los que podía vivir con comodidad mientras ahorraba unos modestos excedentes para contingencias.
Disfrutaba mucho con mi trabajo como MPE. Es emocionante representar a los propios conciudadanos en una gran asamblea democrática, intentando resolver problemas de los individuos y conseguir buenos resultados en proyectos que tienen un impacto en comunidades o sociedades enteras. Durante el proceso uno