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suelo, tratando de impedir un daño adicional a su brazo izquierdo, inútil por estar recogido en el cabestrillo que cruzaba su pecho. Usó su brazo derecho para frenar el desplome.

      Así doblada, con una nube de polvo que se levantaba a su alrededor, Keri cerró sus ojos con fuerza y trató de alejar los siniestros pensamientos que se cernían sobre ella. Una breve visión de su pequeña Evie se abrió paso en su cerebro.

      En su visión, ella todavía tenía ocho, sus colitas rubias se agitaban sobre su cabeza, su rostro estaba pálido de terror. Ella era arrojada en una van blanca por un hombre rubio con un tatuaje en el lado derecho de su cuello. Keri escuchó el ruido sordo que provocó el choque de su diminuto cuerpo con la pared de la van. Vio al hombre rubio apuñalar a un adolescente que trató de detenerlo. Vio a la van arrancar y salir hacia la carretera, dejándola a ella muy atrás mientras iba en su persecución con los pies descalzos, ensangrentados.

      Todo seguía siendo muy vívido. Keri refrenó sus lágrimas mientras hacía a un lado los recuerdos, obligándose a regresar al presente. Después de unos instantes recuperó el control. Aspiró varias veces, profunda y lentamente. Su visión se aclaró y se sintió lo suficientemente fuerte como para incorporarse.

      Este era el primer recuerdo recurrente que tenía en semanas, desde el encuentro con Pachanga. Parte de ella había albergado la esperanza de que se habían ido para siempre, pero no había tenido esa suerte.

      Sintió un dolor en su clavícula a causa del golpe, cuando extendió el brazo al caer. Frustrada, se quitó el cabestrillo. Era más un impedimento que una ayuda a estas alturas. Además, no quería verse débil de manera alguna cuando se reuniera con el Dr. Burlingame.

      La entrevista con Burlingame—¡Debo irme!

      Se las arregló para ir tambaleando de regreso a su auto y al tráfico, esta vez sin sirena. Necesitaba silencio para la llamada que estaba por hacer.

      CAPÍTULO CUATRO

      Keri sintió un vacío nervioso en su estómago al pulsar el número de la habitación del hospital donde estaba Ray y aguardar mientras repicaba. Oficialmente, no había razón para que se sintiera nerviosa. Después de todo, Ray Sands era su amigo y su pareja en la Unidad de Personas Desaparecidas de la División Pacífico del Departamento de Policía de Los Ángeles.

      Mientras el teléfono continuaba sonando, su mente se remontó al tiempo en el que aún no eran pareja, cuando ella era profesora de criminología en la Universidad Loyola Marymount y se desempeñaba como consultora del departamento, ayudándole en algún que otro caso. Hicieron buenas migas de inmediato y él le devolvía los favores profesionales hablando en ocasiones a sus estudiantes.

      Luego que Evelyn fue raptada, Keri cayó en el agujero negro de la desesperación. Su matrimonio naufragó, y ella se puso a beber en exceso y a acostarse con varios estudiantes de la universidad. Al final la echaron.

      No mucho después, estando casi quebrada, embriagada, y viviendo en una ruinosa y vieja casa bote en la marina, él apareció de nuevo. La convenció de ingresar a la academia de la policía, como él mismo lo había hecho cuando su vida se había hecho pedazos. Ray le había arrojado un salvavidas, una vía para reconectarse con el mundo y encontrarle un significado a su vida. Ella lo tomó.

      Después de graduarse y servir como oficial uniformada, fue promovida a detective. Pidió entonces ser asignada a la División Pacífico, que cubría buena parte de Los Ángeles Oeste. Allí era donde ella vivía y era la zona que conocía mejor. Era también la división de Ray. Él la solicitó como pareja y habían estado trabajando juntos por un año cuando el caso Pachanga les puso a ambos en el hospital.

      Pero no era el estatus de la recuperación de Ray lo que hacía sentir nerviosa a Keri. Era el estatus de su relación. Algo más que una amistad se había desarrollado en el último año, en la medida en que habían estado trabajando tan juntos. Ambos lo sentían pero ninguno de los dos estaba dispuesto a reconocerlo en voz alta. Keri sentía punzadas de celos cuando llamaba al apartamento de Ray y una mujer contestaba. Él era un notorio e impenitente mujeriego, así que no debía ser una sorpresa para ella, pero el sentimiento de envidia seguía allí, a pesar de sus mejores esfuerzos.

      Y ella sabía que él sentía de la misma manera. Había visto cómo sus ojos relampagueaban cuando estaban en un caso y un testigo hacía algún avance con ella. Casi podía sentir la tensión de él junto a ella.

      Incluso habiendo estado él tan cerca de morir después de recibir un tiro, ninguno de ellos había estado dispuesto a tocar el tema. Una parte de Keri consideraba inapropiado centrarse en esas trivialidades mientras él se recuperaba de lesiones que amenazaban su vida. Pero otra parte de ella estaba simplemente aterrada ante lo que sucedería si esas cosas salían a relucir.

      Así que ambos le hacían caso omiso. Y como ninguno estaba acostumbrado a ocultarle cosas al otro, el asunto se estaba volviendo incómodo. Al escuchar cómo repicaba el teléfono en la habitación de Ray, ella se debatía entre la esperanza de que él contestara, y la esperanza de que no lo hiciera. Necesitaba hablar con él sobre la llamada anónima y lo que había descubierto en el almacén. Pero no sabía cómo iniciar la conversación.

      Al final resultó irrelevante. Después de repicar diez veces, colgó. No había buzón de voz en el teléfono del hospital, lo que significaba que Ray probablemente no estaba en cama. Decidió no probar con el celular de él. Probablemente estaba en el baño o en una sesión de fisioterapia. Sabía que estaba ansioso por volver a la actividad y había conseguido el visto bueno para comenzar hacía dos días. Ray era un antiguo profesional del boxeo y Keri estaba segura de que aprovecharía cada momento disponible en trabajar para regresar en forma al combate, o al menos al trabajo

      Incapaz de compartir sus pensamientos con su pareja, Keri se obligó a sacar de su cabeza el viaje al almacén y centrarse en el caso presente: la desaparecida Kendra Burlingame.

      Con un ojo en el camino y otro en el GPS de su teléfono, Keri rápidamente serpenteó por el camino a través de las retorcidas calles de Beverly Hills, hasta ascender a la apartada comunidad que se elevaba sobre la ciudad. Mientras más alto subía, más sinuosa se volvía la carretera y más retirados de la calle se veían los hogares. A lo largo del camino, repasó lo que hasta el momento sabía del caso. No era mucho.

      Jeremy Burlingame, a pesar de su profesión y del lugar donde vivía, prefería mantener un perfil bajo. Requirió algunas indagaciones entre los colegas de la estación enterarse que el hombre de cuarenta y un años era un reconocido cirujano plástico, conocido tanto por hacer trabajos cosméticos, como por ofrecer cirugías gratuitas a niños con deformidades faciales.

      Kendra Burlingame, de treinta y ocho, alguna vez había sido una publicista de Hollywood. Pero después de casarse con Jeremy, había puesto toda su energía en una organización sin fines de lucro llamada Solo Sonrisas, que recaudaba dinero para cirugías infantiles y coordinaba todo el cuidado pre y post operatorio.

      Habían estado casados por siete años. Ninguno tenía registros de arrestos. No había un historial de discordias conyugales, ni de abuso de drogas o alcohol. En el papel al menos, eran la pareja perfecta. Keri entró en sospechas de inmediato.

      Después de equivocarse en varios cruces, se detuvo finalmente junto a la casa al final de Tower Road a las 1:41, once minutos tarde.

      Llamarla casa era inexacto. Era más bien un complejo en medio de una propiedad que cubría varios acres. Desde su privilegiada vista, podía admirarse toda la ciudad de Los Ángeles extendida a sus pies.

      Keri

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