El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos. Margarita Rodríguez

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El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos - Margarita  Rodríguez

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planes de expulsión e incluso consiguió que el gobierno español se plantease el destierro de los jesuitas de América en 1758. Finalmente, la contribución de Pombal al antijesuitismo fue la de consolidar la idea de que los jesuitas habían creado en sus misiones una república dentro del propio Estado y, sobre todo, fijar el principio de la culpabilidad colectiva: los delitos individuales debían ser imputados a toda la Orden, pues no había diferencias entre jesuitas españoles o portugueses. En definitiva, los jesuitas eran un peligro para la soberanía de los monarcas, pues defendían la perniciosa teoría del regicidio, como se demostró al haber sido los inductores del fallido atentado contra D. José, acusación que propició la ley de expulsión de 1759.

      El proceso de expulsión de los jesuitas de los dominios portugueses y su exilio a los Estados pontificios fue el precedente a seguir por los políticos españoles. Los argumentos de la propaganda antijesuita portuguesa fueron asumidos y esgrimidos por Campomanes en el dictamen fiscal que justificó la expulsión de los jesuitas de los dominios de la monarquía hispánica en 1767, a consecuencia de las investigaciones emprendidas para esclarecer los motines de 1766, que concluyó con la inculpación de los jesuitas de ser los inductores. Estos altercados marcaron profundamente el ánimo de Carlos III, que decidió expulsar a la Compañía antes de que pusieran en peligro la integridad del rey, como había sucedido en Portugal. En ambas monarquías, los jesuitas fueron expulsados para preservar la soberanía, el control efectivo de los territorios americanos y mantener la paz entre los súbditos. Por tanto, ambas expulsiones obedecieron a motivos de índole política, justificadas en ambos casos por el pensamiento regalista.

      Como podemos constatar, las similitudes en la ejecución del proceso de expulsión de la Compañía de Jesús en los dominios de las monarquías ibéricas son obvias, si bien hay ciertas discrepancias que obedecen a la particularidad de cada reino y sobre todo al hecho de que Carlos III imitó, pero también subsanó, algunos aspectos del precedente luso. En ambos casos el aparato administrativo y militar sirvió para el arresto, conducción y embarque de los jesuitas, desde sus casas y colegios diseminados por todos los confines de los dominios ibéricos hasta el puerto romano de Civitavecchia, con el objetivo de incentivar las deserciones e inventariar los bienes de la Compañía, que pasaban a la titularidad del Estado. No obstante, Carlos III tomó una serie de medidas que perfeccionaron el proceso de expulsión. Por un lado, evitó dilatar el asunto sometiéndolo a la legislación del reino o a las solicitudes y enfrentamientos con la Santa Sede, y la única medida que se hizo pública contra los jesuitas fue la propia Pragmática Sanción de 1767. El rey español no revelaba las verdaderas razones de la expulsión, que quedaban en su «Real ánimo». Con esta prevención se consagraba la política de hechos consumados y se soslayaba cualquier intento de favorecer a los jesuitas o de complicar la cuestión con formalismos legales. Además, hubo otras decisiones del monarca español, como la concesión de una pensión a los jesuitas exiliados, pues seguían considerados súbditos de la monarquía, y el que ningún jesuita fuera encarcelado, lo que mostraba una actitud más caritativa frente al caso portugués, aunque lo cierto es que la pensión sirvió como un instrumento de control gubernamental sobre los exiliados.

      A partir de la expulsión de los jesuitas españoles se produjo una colaboración diplomática entre las monarquías ibéricas para conseguir la extinción pontificia de la Compañía de Jesús y uno de los frutos más destacados de ese frente ibérico fue la expulsión de los jesuitas españoles de Mainas por territorio portugués. Esto puso de manifiesto la preocupación de las autoridades españolas por la integridad de los dominios americanos, amenazados por una supuesta conjura entre Inglaterra y los jesuitas, al tiempo que demostraba la implicación y generosidad del gabinete pombalino en cualquier acción contra la Compañía.

      Los jesuitas ibéricos afrontaron el exilo en los Estados pontificios. En un principio consiguieron mantenerse más o menos unidos, según sus provincias de origen, pero a partir de la supresión en 1773, la mayoría se secularizó y comenzó la dispersión por el territorio italiano, tendencia más acusada entre los ex jesuitas portugueses desde 1768. Las legislaciones y obras antijesuitas siguieron vigentes en las monarquías ibéricas pese a la desaparición de los monarcas y los políticos que las incentivaron. La reina portuguesa D. María I no rehabilitó a los jesuitas, aunque les concedió una pensión para su mantenimiento y Carlos IV solo permitió un fugaz regreso de los ex jesuitas debido a la inestabilidad que produjo la invasión de las tropas francesas en Italia, entre 1798 y 1801. Los ex jesuitas, sobre todo los españoles, interpretaron las consecuencias de la Revolución francesa como una conspiración de políticos jansenistas y francmasones para acabar con la Iglesia y las legítimas monarquías, que se inició con las expulsiones de la Compañía de Portugal y de España.

      En la crisis del Antiguo Régimen que asoló a las monarquías ibéricas en los albores del siglo XIX, la causa de la Compañía de Jesús, una vez restablecida universalmente en 1814, se identificó con la defensa de los valores absolutistas. Si bien en Portugal el restablecimiento de los jesuitas fue totalmente rechazado, en España, el contexto bélico de 1808 posibilitó un tímido intento de reconciliación con los ex jesuitas, que se truncó cuando las Cortes de Cádiz en 1810 rechazaron la restitución de los ignacianos en los territorios americanos. El restablecimiento de los jesuitas por parte del absolutismo de Fernando VII en 1815 y del «ultrarealista» D. Miguel I en 1829, consagró el divorcio del liberalismo ibérico con la Compañía de Jesús. Una situación que explicará las expulsiones o supresiones de los jesuitas por los gobiernos liberales o demócratas en España en 1820, 1835, 1868; y en Portugal en 1834.

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