La ciencia y los monstruos. Luis Javier Plata Rosas
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En el folklore haitiano, un zombi es un cadáver humano (aunque, como dice cierta canción, en realidad “no estaba muerto”,3 o no del todo, según veremos más adelante) que un hechicero vudú –también llamado boko– ha reanimado mediante la magia o, más bien, con una muy “pequeña” ayuda de ciertos polvos “mágicos” cuyos ingredientes tendremos oportunidad de examinar en estas páginas.
El zombi carece de voluntad propia, lo que aprovecha el hechicero para ponerlo a trabajar como esclavo. Si existiera un “Manual del boko para el cuidado de su zombi”, la primera instrucción que contendría, en letra destacada, diría:
Muy importante: jamás alimente a su zombi con sal.
La consecuencia de infringir esta regla no es una transformación del zombi al estilo Gizmo-criatura pacífica/gremlin criatura diabólica; ocurre que, simplemente, el zombi deja de serlo y, una vez restituida su conciencia, es posible que el humano dezombificado sienta unos impostergables deseos de convertir a su esclavizante hechicero ya no en un muerto viviente, sino en un muerto-muerto.
Los zombiólogos, o como sea que se llamen a sí mismos los estudiosos de los zombis, han propuesto diferentes etimologías para la palabra que define a su objeto/sujeto de estudio. Algunos especialistas consideran que proviene de jumbie, término caribeño para “fantasma”; otros señalan nzambi como posible origen, que en el Congo significa “espíritu de una persona muerta”. También hay quienes aseguran que tiene su raíz en zonbi, palabra criolla para referirse, precisamente, a una persona que muere y es regresada a la vida, pero desprovista de voluntad y habla.
Una controversia académica mucho mayor generó a mediados de los años ochenta el etnobotánico estadounidense Wade Davis cuando, en su libro La serpiente y el arcoíris, publicado en 1985, afirmó que los zombis… ¡realmente existían! Aunque aclaró, casi de inmediato, que en rigor no se trataba de muertos vivientes, sino de individuos vivos mantenidos en estado de trance con la ayuda de drogas.
A la manera del ficticio Indiana Jones, Wade Davis había hecho una expedición a la isla que es cuna de los zombis para investigar supuestos casos de muertos vivientes en una sociedad en la que nadie tenía duda alguna de su existencia: la mismísima ley haitiana no requería mayor evidencia empírica para condenar como asesinato la zombificación de un individuo, sin importar que este siguiera vivo (art. 246 del Código Penal de Haití, en vigor desde 1835). El libro alcanzaría fama mundial al servir de inspiración para la película homónima (The Serpent and the Rainbow), dirigida por Wes Craven en 1988, director más conocido por la mayoría de los cinéfilos por A Nightmare on Elm Street (1984) y Scream (1996).
Mezcla de artículo científico con novela de aventuras y bitácora de viaje, La serpiente y el arcoíris, a la manera de los libros de Carlos Castaneda, autor de obras como Viaje a Ixtlán, llamó la atención de antropólogos y farmacólogos por igual. Sólo que en este caso se sustituyó el peyote empleado por el brujo don Juan –según Castaneda– por las sustancias que, de acuerdo con Davis, daban al hechicero vudú el poder de crear zombis.
Y es que, si lo pensamos un poco, no es cualquier cosa llevar a cabo un plan entero que involucre: 1) conseguir que una persona ingiera la cantidad adecuada de una sustancia que la haga parecer muerta hasta para el ojo entrenado, de manera que 2) pueda ser enterrada viva, 3) luego reanimada y, por último, 4) conservada durante tiempo indefinido en estado casi letárgico. La posible aplicación masiva de sustancias zombificantes excede su uso por parte de algún político vivillo e inescrupuloso. Ahora bien, más allá de la política mundana, imaginemos la aplicación de esta técnica en ciertos ámbitos, como el de la exploración espacial: en los viajes de larga duración a otros mundos lejanos, los zombinautas podrían ser reanimados una vez que llegaran a destino. Interesante, ¿no?
Introducción a la “zombicología”: peces globo y tetrodotoxina
Doctor Hibbert: Sí, de hecho consumió el veneno del pez globo, por lo que me dijo el chef, así que es muy probable que le queden 24 horas de vida, Homero.
Homero: ¿24 horas?
Doctor Hibbert: Bueno, 22, lamento haberlo hecho esperar tanto.
Homero: ¡Oh, Marge! ¡Voy a morir! ¡Voy a morir!
Doctor Hibbert: Bueno, si le sirve de consuelo, no sentirá ningún dolor sino hasta mañana por la noche, cuando su corazón explote de repente…
Es hora de que presten atención todos aquellos que alguna vez soñaron con convertirse en hechiceros vudús: la parte folklórica de la creación de un zombi señala que una persona tiene un corps cadavre (su cuerpo físico). Pero, a diferencia de las religiones judeocristianas, contaría también con un gwo bon anj, responsable de que el cuerpo esté vivo, y un ti-bon anj o ti bon ange, responsable de que uno esté consciente y cuente con memorias. Si uno quiere zombificar a alguien, tiene que atrapar el ti-bon anj del futuro esclavo en un recipiente cerrado; una vez que se halla atrapado en ese lugar, el ti-bon anj recibe el nombre de “zombi del espíritu” o “zombi astral”. El cuerpo reanimado, ya sin libre albedrío y listo para arar las tierras y seguir sin chistar todas las órdenes del hechicero vudú, correspondería a lo que los bokos conocen como “zombi de la carne” o zombi cadavre. En su libro, Wade Davis narra cómo algunos haitianos intentaron venderle algunos “zombis astrales”, previendo que serían mucho más fáciles de pasar como inmigrantes por la aduana estadounidense que los zombis cadavres.
No desesperen los lectores escépticos: es el momento de que la ciencia entre en auxilio de la zombificación; o, en todo caso, de una explicación para ella en la que no intervenga lo sobrenatural. En agosto de 2007, los físicos Costas J. Efthimiou y Sohang Gandhi publicaron un artículo4 en el que citaron al antiguo hechicero vudú y ahora predicador evangélico Frère Dodo. Abjurando de su pasada religión, Dodo reveló el ingrediente secreto de la pócima zombificadora: un polvo hecho con el hígado de Sphoeroides testudineus o de Diodon hystrix, dos especies de pez globo que habitan –no tan plácidamente, por lo visto– en las aguas de Haití. ¿Y qué es lo que contiene el hígado de estos peces que los hace tan especiales? Una poderosa neurotoxina –una sustancia que altera el funcionamiento del sistema nervioso– conocida como tetrodotoxina o, para abreviar, TTX.
Diez mil veces más letal que el cianuro, la tetrodotoxina ocasiona que, alrededor de media hora después de ser ingerida, la víctima sufra una parálisis motora (en términos menos médicos: que se quede petrificada), pero con plena consciencia de lo que está ocurriendo. En el lapso de unas horas sobreviene la muerte por sofocación o ataque cardíaco. La mala noticia es que no hay antídoto alguno para ella. La buena noticia es que, si el paciente logra sobrevivir más de veinticuatro horas, por lo general se recupera sin mayores complicaciones.
Uno pensaría que, con excepción de quien ya haya sido convertido en zombi, nadie que cuente con su ti-bon anj en plena libertad se arriesgaría a ingerir tetrodotoxina por error. Mucho menos a pagar por ella participando en una especie de “ruleta rusa” culinaria. Pero, al parecer, los japoneses –al igual que Homero Simpson– opinan de otra forma y, con una tasa de mortalidad del 50% en unos 200 casos anuales de envenenamiento por TTX, su corazón sigue siendo arrebatado por el suculento fugu –palabra japonesa que designa tanto el pez globo como el plato elaborado con su carne– sin temor alguno a morir o a convertirse en zombis del chef responsable de preparar este plato.
3
La canción es “El muerto vivo” (1965), del compositor colombiano Guillermo González Arenas. Fue adaptada por Peret, uno de los máximos exponentes de la rumba catalana.
4
Costas J. Efthimiou y Sohang Gandhi, “Cinema fiction vs physics reality: ghosts, vampires, and zombies”,