La ciencia y los monstruos. Luis Javier Plata Rosas
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No es difícil imaginar el porqué del estado mental pasivo de quien fue enterrado vivo, luego de la parálisis inducida por la TTX, en un ataúd. Si el hechicero no fue suficientemente rápido al desenterrar al futuro zombi, el daño cerebral ocasionado por la falta de oxígeno es más que probable. Si, para tener total control de su zombi, el boko añade lo que los haitianos nombran como concombre zombi (“pepino de zombi”), los botánicos como Datura stramonium y los mexicanos como “vil toloache”, los alcaloides contenidos en esta planta garantizarán obediencia de por vida mientras la víctima se mantenga drogada.
Para quienes siguen sin convencerse de que zombis caribeños deambulen por los campos de Haití, en 1997 los médicos Roland Littlewood y Chavannes Douyon analizaron tres casos clínicos de zombificación.5 En el reporte de estos casos tan macabros se nombra a los pacientes como FI (mujer, 30 años), WD (hombre, 26 años) y MM (mujer, 31 años). Una elección más sencilla, si bien políticamente incorrecta, habría sido etiquetarlos Z1, Z2 y Z3.
En el caso de FI, tres años después de haber sido enterrada, un amigo la reconoció cuando caminaba cerca de su pueblo. La gente la etiquetó de inmediato como zombi debido a que caminaba de manera muy lenta, con la cabeza baja y moviendo apenas sus brazos. El diagnóstico médico fue que se trataba de esquizofrenia catatónica.
En los otros dos casos, los análisis de ADN mostraron que WD y MM no estaban relacionados con quienes erróneamente los reconocían como familiares zombificados. Los diagnósticos médicos fueron epilepsia (WD) y problemas de aprendizaje (MM). Pero lo más interesante del estudio fue comprobar el grado en que los zombis están imbricados en la cultura haitiana, donde la zombificación llega incluso a aceptarse como una explicación más probable que una simple confusión de identidad cuando alguien asegura cosas como: “Acabo de ver al difunto y ahora zombi Sr. Z. cruzando la calle”.
Más allá de la química: otros mecanismos de zombificación
Siempre me ha gustado la idea del monstruo interior. Me gusta que los zombis seamos nosotros. Los zombis son los monstruos de cuello azul.
Hasta el momento hemos diseccionado al zombi “folklórico”, monstruo isleño al que sólo le faltaban algunos retoques para ser parte de la globalización de la cultura popular. Fue en su viaje de Haití a Hollywood cuando los zombis sufrieron una serie de transformaciones que garantizaron su sobrevivencia y su relevancia más allá del género de horror.
Antes de su debut cinematográfico, los zombis del folklore haitiano se asemejaban bastante a otros monstruos continentales: los vampiros. Eran como primos lejanos: por un lado, los muertos vivientes; por el otro, los no muertos. Fue gracias a Bram Stoker y Drácula que estos últimos empezaron a saborear las mieles de la fama literaria y de los títulos nobiliarios y tomaron distancia de sus parientes tercermundistas y rurales.
Correspondió al mismo actor responsable de la imagen más popular de Drácula en el cine dar la bienvenida a los zombis en la industria fílmica: Béla Lugosi, quien en 1932 protagonizó White Zombie, la primera película en la que aparecen los muertos vivientes. Este primer acercamiento hollywoodense a los zombis se asemejó bastante a un “viaje de exploración” en el que los asistentes a las salas de cine “visitaron” a estas criaturas en su “ambiente natural” haitiano. Cuando se estrenó, White Zombie fue considerada racista, colonialista, sexista (los únicos estadounidenses del filme susceptibles de ser zombificados eran mujeres); hoy es una película de culto y un clásico del cine de terror.
En los años posteriores a White Zombie, los muertos vivientes carecían del atractivo suficiente para codearse con monstruos más afortunados como vampiros y hombres lobo. Les faltaba agresividad, ser más atemorizantes. Si lo más terrible que uno podía esperar de un zombi era convertirse en otro al visitar Haití, no había demasiado material de pesadilla en esto. Pero en 1968 el director George A. Romero cambiaría radicalmente la percepción de la audiencia sobre la amenaza zombi.
En Night of the Living Dead, Romero agrupó a una horda innumerable de zombis, los volvió adictos a la carne humana y los dejó sueltos en territorio estadounidense para que se alimentaran a sus anchas. El miedo a ser zombi se convirtió así en terror a ser comido por una multitud de zombis o a transformarse en otro zombi caníbal al ser mordido por uno. Desde entonces, una característica fundamental e inevitable en este género es encontrarse en un mundo en donde los muertos vivientes se han vuelto una plaga de casi imposible erradicación: los zombis son la Legión de Jinetes del Apocalipsis.
El éxito desproporcionado –considerando el modesto presupuesto de la película, tan sólo 114 000 dólares– de Night of the Living Dead llevó a Romero a filmar cinco secuelas. Teniendo en cuenta todo esto, en un Planeta de los Zombis cada ciudad debería tener una estatua de George A. Romero.
Pero aún quedaba un problema: si queremos un mundo inundado por zombis, necesitamos un mecanismo zombificador más eficiente que un ejército de hechiceros vudús dueños de una flota pesquera responsable de atrapar toneladas de peces globo. Que este mecanismo refleje el miedo o la paranoia presentes en las mentes de cada generación aumenta bastante la posibilidad de romper un récord de taquilla o, por lo menos, de recuperar la inversión.
Dada su historia colonial, la peor pesadilla para los campesinos y trabajadores rurales de Haití era seguir trabajando como esclavos después de muertos, convertidos en zombis: ni siquiera la muerte les aseguraba descansar, por fin, en paz. Para el público estadounidense de los años sesenta, el terror era de origen nuclear y, en el caso de la trilogía inicial de George A. Romero, provenía del espacio, pues la radiación emitida por una nave procedente de Venus era la causante de la plaga de zombis.
En los años setenta, el director David Cronenberg nos mostró cómo la zombificación podría ser por contaminación médica en Shivers (1975) y Rabid (1977). En los años ochenta se trató de contaminación química en The Return of the Living Dead (1985). En el siglo XXI, las biotecnologías tenían que ser culpables al producir virus zombificantes como los ficticios rage –que, a pesar de haber sido traducido como “rabia” en algunos países, no hay que confundir con el rhabdovirus, auténtico causante de hidrofobia– en 28 Days y T-virus en Resident Evil, ambas estrenadas en el año 2002.
Con el comienzo del nuevo siglo llegó otra vez la hora de evolucionar para los zombis. Aunque el director Danny Boyle estima que la suya no es una película de zombis por considerar que estas tienen sus raíces en la paranoia nuclear, ese miedo, como hemos visto, hace tiempo que se ha convertido en paranoia viral (¿quién le teme al virus de la gripe porcina? Perdón, al H1N1. Al menos en México, donde estuvimos a un paso –o al menos eso creímos– del Apocalipsis Porcino, la respuesta es: todo mundo).
Quienes intentan salvarse de los zombis en 28 Days (que, estrictamente, no están muertos) deben tener en cuenta que las diferencias entre los contagiados con el virus y un zombi “clásico” de las películas de Romero se reducen a que necesitan correr más rápido. Los nuevos zombis pueden ahora entrenarse sin problema alguno para competencias de velocidad; por eso la primera de las reglas para sobrevivir en Zombieland (2009) es “cardio”: mantenerse en forma para evitar ser alcanzado por la nueva cepa de veloces zombis. ¿Quién no extraña los viejos días en que era posible paladear tranquilamente un
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Roland Littlewood y Chavannes Douyon, “Clinical findings in three cases of zombification”,