AntologÃa. Ken Wilber
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Lo explicaré de una manera más sencilla. El gran error de Jung, en mi opinión, consistió en confundir lo colectivo con lo transpersonal (con lo místico). El hecho de que mi mente herede ciertas formas colectivas no significa que esas formas sean místicas o transpersonales. Todos heredamos diez dedos en los pies, por ejemplo, ¡pero el hecho de experimentar los diez dedos de mis pies no supone, en modo alguno, estar viviendo una experiencia mística! Los «arquetipos» de Jung no tienen casi nada que ver con la conciencia espiritual, trascendental, mística y transpersonal, son formas heredadas por todos que compendian algunos de los encuentros más fundamentales, cotidianos y existenciales de la condición humana: la vida, la muerte, el nacimiento, la madre, el padre, la sombra, el ego, etcétera. Pero en esto precisamente no hay nada místico. Colectivo sí, pero transpersonal no.
Hay elementos colectivos prepersonales, elementos colectivos personales y elementos colectivos transpersonales. Y Jung no los diferencia con la claridad necesaria. Y ese descuido, creo, desvirtúa toda su comprensión del proceso espiritual.
Así que estoy de acuerdo con Jung en que es muy importante entenderse con las formas tanto del inconsciente mítico personal como del inconsciente colectivo. Pero ninguno de ellos está relacionado con el verdadero misticismo que consiste, en primer lugar, en encontrar la luz más allá de la forma, y en segundo, en encontrar la ausencia de forma más allá de toda luz.
Gracia y coraje, 212-214
LA VISIÓN ROMÁNTICA
Veamos, para ilustrar el error fundamental de la visión romántica, el caso de la infancia. Desde la perspectiva romántica, el niño comienza su andadura en una especie de Cielo inconsciente, es decir, su yo todavía no se ha diferenciado del entorno que le rodea (de la madre) y, en consecuencia, es inconscientemente uno con el Fundamento dinámico del Ser. Así pues, el Cielo inconsciente –dichoso, extraordinario y místico–, constituye el estado paradisíaco del que no tardará en caer y al que siempre anhelará regresar.
En algún momento de los primeros años de la vida –prosigue la visión romántica–, el yo se diferencia del entorno, se rompe la unión con el Fundamento dinámico, el sujeto y el objeto se separan, y el yo se aleja del Cielo inconsciente para aproximarse al Infierno consciente (al mundo de la enajenación, de la represión, del terror y de la tragedia egoica).
Más tarde, sin embargo –prosigue esa misma visión–, el yo puede efectuar un giro de 180° en su desarrollo y regresar al estado de unión infantil anterior y reunirse con el gran Fundamento del Ser, sólo que ahora de un modo completamente consciente y autorrealizado y redescubrir, de ese modo, un Cielo, sólo que ahora un Cielo consciente.
Ésta es, pues, la esencia de la visión romántica, una visión según la cual el desarrollo se inicia en el Cielo inconsciente (en una unión inconsciente con lo Divino), luego se pierde esa unión inconsciente y se sumerge en el Infierno consciente y, finalmente, termina recuperando lo Divino en un nivel superior y más consciente.
Pero el primer paso –la pérdida de la unión inconsciente con lo Divino– es completamente imposible. ¡Todas las cosas son una con el Sustrato Divino que es, después de todo, el Fundamento mismo de todo ser! De modo que perder la unidad con ese Fundamento significa dejar de existir.
Veamos esto mismo desde otra perspectiva ya que, si todas las cosas son una con el Fundamento, no existen más que dos posibles alternativas, ser conscientes de esa unidad o no serlo, es decir, ser conscientes o ser inconscientes de nuestra unión con el Fundamento Divino.
Y, puesto que, según la visión romántica, usted parte de una unión inconsciente con el Fundamento, ¡no puede perder esa unión! Tal vez, usted haya perdido la conciencia de esa unión ¡pero no puede perder esa unión porque, en tal caso, dejaría de existir! De modo que, si usted es inconsciente de esa unión, las cosas ya no podrán, ontogenéticamente hablando, irle peor, porque ése será ya el culmen de la enajenación. Usted ya está, por así decirlo, viviendo en el Infierno, usted ya está inmerso en el samsara, sólo que no se da cuenta de ello porque carece de la conciencia necesaria para apercibirse. Ése es, de hecho, el estado real del yo infantil, el infierno inconsciente.
Lo que ocurre entonces, sin embargo, es que el yo comienza a despertar al mundo alienado en que se encuentra. Usted pasa del infierno inconsciente al infierno consciente y, en ese proceso, va cobrando conciencia del infierno, del samsara, del dolor inherente a la existencia y, al llegar a ser adulto, se descubre sumido en la pesadilla de la miseria y la alienación. El yo infantil no vive, pues, en el cielo, sino que no es lo suficientemente consciente como para sufrir las llamaradas del infierno que le rodea. El niño se halla inmerso en el samsara, sólo que no es lo suficientemente consciente como para darse cuenta de ello. ¡La iluminación, pues, no tiene nada que ver con un retorno a este estado infantil […] ni siquiera con una «versión madura» de ese estado! Ni el yo del niño ni el de mi perro se retuercen en la culpabilidad, la angustia y agonía ¡Por esta razón la iluminación no consiste en recuperar la conciencia de perro (ni siquiera una «forma madura» de conciencia canina)!
En la medida en que la conciencia del niño se desarrolla, va cobrando lentamente conciencia del dolor inherente a la existencia, del tormento intrínseco al samsara, de ese mecanismo de locura propio del mundo manifiesto y empieza a sufrir. Es entonces cuando va dándose cuenta de la Primera Noble Verdad, la estre-mecedora iniciación al mundo de la percepción cuya única regla es el fuego del deseo insaciable. No existe, pues, ningún mundo anterior ajeno al deseo, ningún estado previo «paradisíaco», sino una inmersión inconsciente en un mundo del que el yo va tomando conciencia lenta y dolorosamente.
Es así como, en la medida en que va creciendo la conciencia del yo, pasa del infierno inconsciente al infierno consciente, donde puede permanecer durante toda su vida, buscando torpes consuelos que emboten sus sentimientos y aturdan su desesperación. La vida se convierte, entonces, en la búsqueda de lenitivos, de compensaciones con las que el yo trata de convencerse, al menos provisionalmente, de que el mundo de la dualidad es algo positivo.
Pero el yo también puede proseguir su proceso de crecimiento y desarrollo y adentrarse en los dominios auténticamente espirituales, trascender la sensación de identidad separada y llegar a identificarse con la Divinidad. La fusión con lo Divino, una fusión o unidad que había estado presente –aunque de forma inconsciente– desde el mismo comienzo, relumbra ahora en la conciencia en una fulgurante explosión iluminadora que le pone en contacto con lo inefablemente ordinario, entonces es cuando actualiza su Identidad Suprema con el Espíritu, con la misma evidencia que la brisa fresca de un día claro de primavera.
Éste es, pues, el proceso real de la ontogenia humana: desde el infierno inconsciente hasta el infierno consciente y, desde ahí,