Matar a la Reina. Angy Skay

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Matar a la Reina - Angy Skay Diamante Rojo

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familia que me quedaba.

      —No te enfades con ella. No lo ha hecho con mala intención.

      Intenté cambiar el rictus que mostraba mi rostro, pero me fue imposible.

      —Esto… Yo… —Negué—. Disculpa un momento. Abuela, ¿puedes venir a la cocina?

      Se levantó y me siguió hasta la estancia. Cerré la puerta lo justo para que Jack no nos oyera, pero él intuyó que necesitaba un momento de intimidad y salió al exterior de la casa.

      —¡¿Qué le has contado?! —susurré con desespero.

      —Nada —me contestó tan pancha.

      —¡¡Abuela!!

      —¿Te piensas que soy tan idiota como para explicarle tu vida? —Con disgusto, alzó una ceja—. Sabe más el diablo por viejo que por diablo, niña. —Suspiré y me relajé lo suficiente, hasta que escuché su siguiente comentario—: Es muy guapo. —Sonrió con una mueca que no me gustó nada.

      —¡Abuela, por Dios, que le sacas más de cuarenta años!

      —Si yo estuviera en mis tiempos mozos…, no le dejaba ni los huesos. —Puse los ojos en blanco—. Anda, tira, vete y da una vuelta con él, o…

      —¡Lola Bravo, vale ya!

      La apunté con mi dedo índice, pero ella me dio un manotazo para que apartara la mano.

      —No me señales, que te quedas sin dedo. A las personas mayores hay que respetarlas, no lo olvides.

      Bufé. Ella y sus regañinas.

      —¿De verdad que no te importa?

      Sus ojos mostraron sorpresa.

      —Ha venido desde Barcelona en coche solo para verte, para despedirse. Bueno, y me imagino que para algo más. —La miré con mala cara. Hizo una mueca para quitarle importancia—. Conmigo no tienes que hacerte la modosita, que sé muy bien de qué pie cojeas.

      Le di un abrazo de los que eran capaces de partirte los huesos y metí la cabeza en su cuello para impregnarme de su aroma.

      —Ve, mi niña. Está esperándote.

      —Te quiero, abuela.

      —Más te quiero yo, cariño. No olvides que mañana hacemos las croquetas para que te las lleves congeladas, así que, si se queda, le pongo el mandil.

      Tuve que soltar una carcajada por sus palabras, pero sabía que estaba diciéndolo completamente en serio; y, obviamente, yo no pensaba marcharme de allí sin mis croquetas. Le di un beso de buenas noches y me dirigí al exterior, donde vi salir de su boca una gran nube de humo blanco.

      —No sabía que fumabas.

      —Creo que no sabes nada sobre mí —me contestó en tono de broma, pero era cierto.

      —¿Adónde quieres ir? —le pregunté, apoyándome a su lado.

      Su proximidad me erizó el vello. En ese mismo momento, noté que él se revolvía también. Tiró el cigarrillo casi entero a un lado de la carretera y me instó a entrar en el coche. Con el corazón galopándome en el cuerpo sin saber por qué, me senté en el asiento del copiloto.

      —¿Vamos a la playa?

      —Como quieras. Aunque —miré el reloj— es bastante tarde. Los puestos del paseo estarán cerrados, pero si quieres podemos dar una vuelta.

      Asintió convencido y puso el motor en marcha.

      Paramos el coche pocos minutos después, cuando llegamos al aparcamiento público de la zona. En efecto, no había ni un alma en la calle. Oí un fuerte suspiro por su parte antes de abrir la puerta y bajarse. Lo imité, sin llegar a poner los pies en el suelo del paseo. Él rodeó el coche y se colocó frente a mí. Sujetó mis caderas con sus grandes manos y, sin mediar palabra, estrelló sus labios contra los míos. Mis manos se enredaron en su pelo, tirando de él. El beso comenzó a hacerse más profundo, más salvaje. Mi sexo lanzó gritos de socorro a escalas inimaginables, y todo mi cuerpo tembló cuando sus enormes brazos me aprisionaron entre el coche y él. Bajé mis manos por su pecho, para después masajear con delirio sus brazos firmes y tersos.

      Noté que me faltaba el sentido a la vez que me olvidaba del resto del mundo y de todos los problemas que tenía. Sentí el frío invadirme cuando se separó de mí. Con fuerza, tiró de mi mano hacia el paseo marítimo. No entendía su prisa por ponerse a caminar después de llevar minutos restregando nuestros cuerpos hasta la saciedad, pero pronto me di cuenta de cuál era el verdadero motivo.

      Saltó por encima del muro que separaba la playa del asfaltado y extendió su mano para ayudarme a bajar. La cogí sin ti titubear. En el momento en el que mis pies tocaron la arena, Jack agarró mi trasero con fuerza e hizo que enlazara mis piernas alrededor de sus caderas. Buscó mi boca con ansia, tanta que nuestros dientes chocaron a la par que nuestras lenguas se jugaban la vida por saborearse.

      Antes de lo previsto, llegamos a la línea que separaba el mar de la arena. Cuando quise darme cuenta, mi cuerpo se impregnó de agua y tierra. Los fuertes brazos de Jack se colocaron a ambos lados de mi cabeza, dejando así apoyados los codos en la fina arena de la playa. Sentí su enorme bulto haciendo presión en mi entrada, y no pude evitar invitarlo a entrar lo antes posible, elevando mis caderas en busca del alivio que necesitaba. Una de sus manos voló hacia abajo, y lo único que pude escuchar entre nuestras respiraciones descompasadas fue su cremallera al bajarse. Después, sentí cómo apartaba a un lado mi ropa interior. Seguidamente, la misma mano se introdujo por debajo de mi vestido justo cuando separábamos los labios y nuestros ojos conectaban con una intensidad arrolladora.

      No hicieron falta palabras. Ambos lo deseábamos, ambos necesitábamos sentirnos piel con piel. Sin apartarme la mirada, noté su dura y gruesa envergadura entrando en mí, apretando mis estrechas paredes hasta llegar a mis entrañas. Durante unos segundos se mantuvo quieto, sin hacer un simple movimiento, únicamente contemplando mis ojos expectantes, igual que yo los suyos. Moví mis caderas para instarlo a continuar, pero se negó, posando una de sus manos sobre mi vientre.

      —¿Por qué he hecho más de mil kilómetros para venir a verte? —susurró.

      Más que preguntármelo a mí, parecía debatir consigo mismo.

      —No lo sé, Jack… —le contesté en un murmuro.

      —¿Por qué siento que el mundo desaparece cuando te veo?

      Tragué el nudo que empezó a crearse en mi garganta. Porque a mí también me pasaba lo mismo, aunque me negase a admitirlo. Salí del paso con una estupidez más grande que yo:

      —Porque la incógnita de no conocer a alguien es más fuerte que cualquier sentimiento.

      —Te he visto dos veces en mi vida. Tres, para ser exactos.

      —Un punto más a mi favor, quizá.

      ¿Qué demonios estaba diciéndole? ¡Me confundía! Sabía perfectamente que podría tener a la mujer que desease a su lado cuando le diera la gana. Lo mismo que sabía que la

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