Matar a la Reina. Angy Skay

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Matar a la Reina - Angy Skay Diamante Rojo

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      Tragué saliva antes de que mi lengua se adelantara, como habitualmente hacía con él:

      —Nadie ha dicho que eso sea lo que quiera.

      —En ese caso, espero que estés preparada.

      Y sin más palabras, sin más sonidos que no fueran nuestros sexos al chocar con locura, comenzó a embestirme con una fuerza desmedida. La marea empezó a subir y noté mi pelo empaparse del agua salada, dejando pequeños regueros de arena a su alrededor. Pero no me importó, nada me importaba en aquel momento.

      Mis jadeos eran cada vez más elevados; los suyos, también. Sentí cómo el primer orgasmo de los muchos que me había prometido llegaba a pasos agigantados mientras bombeaba sin parar dentro de mí, haciendo que todos mis sentidos se esfumaran como el humo de un cigarro. Me deshice en sus brazos, como siempre ocurría en cada uno de nuestros encuentros, sintiendo lo que ningún hombre había conseguido hasta el momento. Porque en aquel instante toqué las estrellas de cerca, en aquella playa, con el mar atrapándonos y con la luna como único testigo de nuestro encuentro prolongado, que se extendió más de la cuenta.

      Lo empujé para tomar las riendas de la situación, poniéndome a horcajadas sobre él. Sujeté su rostro con ambas manos, perdiéndome en su boca, sintiendo su dureza clavarse en mí sin descanso. Arqueé la espalda lo suficiente cuando el éxtasis se acercó de nuevo, y él aprovechó para buscar mis pezones erectos, que exigían atención inmediata bajo la fina camiseta. Hinqué mis uñas con fuerza en su camisa y apoyé mi frente en la suya cuando el placer me arrolló de nuevo.

      Espérame

      Bajo aquel manto de estrellas, nos regalamos mutuamente el placer que tanto deseábamos, hasta que el sol salió de nuevo. Llegué a la casa de mi abuela alrededor de las ocho de la mañana, cuando los rayos ya impactaban de manera considerable sobre nosotros. Aparcó en la puerta y paró el motor.

      —Tengo que volver a Barcelona. Mi vuelo sale a primera hora.

      Tragué saliva. No me apetecía en absoluto que se marchara.

      —Yo volveré esta tarde también.

      El silencio se hizo entre nosotros. No sabíamos qué decirnos o qué no. Contemplé la ventanilla mientras soltaba un suspiro. ¿Qué estaba pasándome? Por una vez en mi vida, y aunque tenía claro que la bronca se la llevaría, me alegré de la idea que tuvo Eli al darle la dirección en la que me encontraba.

      —Toma. —Giré mi rostro para descubrir que me tendía una tarjeta. Arrugué el entrecejo al no saber qué era, hasta que aprecié un número de teléfono—. Nunca nos hemos dado los teléfonos siquiera —prosiguió—. Tengo previsto volver a Barcelona en breve. Envíame un mensaje y guardaré tu número.

      Asentí.

      —Quizá deberías descansar un poco. Es un largo viaje para hacerlo sin dormir después de la paliza de coche que te diste ayer —murmuré como una idiota.

      —No te preocupes, descansaré en algún lugar de carretera a mediodía.

      —Si quieres, puedes hacerlo aquí —le sugerí.

      No sabía cómo cojones entablar un tema de conversación con él, y eso me puso de los nervios. En el momento más tenso, mientras nuestros ojos se contemplaban brillantes, unos golpes en la ventanilla me sobresaltaron.

      Mi abuela.

      —¡Fiesteros! Vamos, que se nos hace tarde para hacer las croquetas.

      De reojo, vi cómo Jack elevaba una ceja.

      —Gracias por la proposición, Lola, pero debo marcharme, tengo mucho camino y…

      Mi abuela lo interrumpió:

      —¡Ni de broma! ¿Estás loco, muchacho? Darte semejante paliza sin haber descansado nada, ¡para que te pase algo en la carretera! ¡De eso ni hablar! Dentro los dos, vamos.

      Enmudecimos, y no pude evitar soltar una risa cuando vi que él lo hacía también. La que era como mi madre me miró de arriba abajo, para después poner los ojos en blanco. Yo llevaba el pelo empapado de agua y la arena no pasaba desapercibida ante los ojos de nadie. Vi a Jack llegar a mi lado, con una sonrisa bobalicona pronunciándose en sus labios. Él iba peor que yo. Mi abuela suspiró. Al girarse, vi la sonrisa tonta que se instaló en su boca. Qué equivocada estaba… Aquello no era más que un simple revolcón o, mejor dicho, unos simples revolcones con una persona que me atraía de una manera sobrenatural.

      —Esperad aquí —anunció en la entrada de la casa.

      Desapareció por la puerta. Eché un vistazo para saber adónde iba. Segundos después, apareció de nuevo con el bolso colgado.

      —Voy a salir a comprar dos cosas que me faltan a la tienda de la calle de atrás. —Sujetó con fuerza el bastón de madera—. Acabo de dejaros toallas limpias en el baño. No pensaríais tocar mis croquetas con la cantidad de arena que lleváis encima, ¿verdad? —Enarcó las cejas, sorprendida por su propia pregunta.

      Hice una mueca sin saber qué contestar. Pero ¿qué narices me pasaba?

      Noté la mano de Jack empujándome hacia el interior al mismo tiempo que mi abuela cogía carrerilla y desaparecía de nuestra vista. Llegué al cuarto de baño y lo invité a pasar. Me observó desde su imponente altura mientras extendía mi brazo para que accediera. Él, al ver mis intenciones de marcharme para dejarle espacio, agarró mi mano y cerró la puerta, en la que, segundos después, apoyó mi cuerpo y comenzó a devorar mis labios con bestialidad. Subió sus manos, ejerciendo una presión desmedida en mi vientre, hasta que llegó a mis pechos, donde se perdió un buen rato. Restregué mi cuerpo como una gata salvaje, permitiéndome investigar con mis manos hasta el último rincón de su figura. Toqué sus bíceps por debajo de su camiseta pegajosa y llena de arena, haciendo que un montón de pequeños puntitos se esparcieran por el suelo.

      A trompicones, en medio del pequeño cuarto de baño, fuimos deshaciéndonos de nuestra ropa con urgencia. Poco después, el agua de la ducha cayó helada encima de nuestras cabezas, lo que hizo que yo pegara un respingo; él ni se inmutó. Por un momento, el tiempo se detuvo cuando diminutas gotas cayeron de manera sensual por el nacimiento de su cabello, y sus ojos me antojaron más verdes, si es que eso era posible. Bajo mi estado de embobamiento, noté su dureza pegada a mi vientre. Sus brazos estaban laxos. Los apoyó a ambos lados de mi cabeza para seguir escrutándome con detenimiento. Entreabrí mis labios, muerta de deseo, notando cómo mi sexo se humedecía sin control. ¿Por qué tenía esa jodida mirada capaz de matar a distancia? O, mejor dicho, capaz de derretir el mismísimo polo norte. Era un hombre prohibido, un hombre en el que la palabra «peligro» se reflejaba en su frente. Sin embargo, en ese momento le puse una mordaza a la voz que intentaba advertirme de lo que estaba por venir.

      —¿No pensarías que iba a ducharme solo? —me preguntó sin romper su conexión.

      Sentí que el pecho se me hinchaba, dando lugar a una presión que no pude descifrar. Intenté respirar, pero sus ojos salvajes me hipnotizaron de tal manera que creí desfallecer en ese mismo instante. Sus expertas manos se pasearon por mi figura a su antojo mientras yo no podía hacer otra cosa que observarlo. Vi cómo descendía por mi pecho y mi vientre, hasta que llegó a mi monte de Venus para hacerme sufrir lo suficiente. Agarró mis nalgas con brutalidad y, después,

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