Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский

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Los hermanos Karamazov - Федор Достоевский

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no puede ser verdad —dijo Iván—. Si hubiese venido, la habríamos visto.

      –Tal vez ha entrado por la otra puerta.

      –La otra puerta está cerrada con llave y la llave la tienes tú.

      Dmitri reapareció en el comedor. Había encontrado cerrada aquella puerta y no le cabía duda de que la (lave estaba en el bolsillo de su padre. No había ninguna ventana abierta. Por lo tanto, Gruchegnka no había podido entrar ni salir por ninguna parte.

      –¡Detenedlo! —gritó Fiodor Pavlovitch apenas volvió a ver a Dmitri—. ¡Ha robado el dinero de mi dormitorio!

      Y desprendiéndose de las manos de Iván, se arrojó sobre Dmitri. Éste levantó las manos, cogió al viejo por los dos únicos mechones de pelo que le quedaban en la cabeza, uno a cada lado, sobre las sienes, lo zarandeó y lo arrojó violentamente contra el suelo. El viejo lanzó un agudo gemido. Iván, aunque más débil que Dmitri, lo cogió por los brazos y lo apartó de su padre, ayudado por Aliocha, que empujaba al agresor por el pecho con todas sus fuerzas.

      –¡Lo has matado, loco! —gritó Iván.

      –¡Es lo que merece! —exclamó Dmitri, jadeante—. Si no lo he matado, volveré para acabar con él, y vosotros no lo podréis salvar.

      –¡Fuera de aquí en seguida, Dmitri! —le dijo imperiosamente Aliocha.

      –Alexei, sólo en ti tengo confianza. Dime si Gruchegnka estaba aquí hace un momento. La he visto. Iba pegada a la cerca y ha desaparecido en esta dirección. La he llamado y ha huido.

      –Te juro que no ha venido y que aquí nadie la esperaba.

      –Pues yo la he visto… O sea que… En seguida sabré dónde está… Adiós, Alexei. Ni una palabra a Esopo sobre los tres mil rublos. Ve en seguida a casa de Catalina Ivanovna y dile: «Vengo a saludarla de su parte, a transmitirle sus más atentos saludos.» Y descríbele la escena que acabas de presenciar.

      Entre tanto, Iván y Grigori habían levantado al viejo y lo habían depositado en un sillón. Su cara estaba cubierta de sangre, pero el herido conservaba el conocimiento. Seguía creyendo que Gruchegnka estaba escondida en la casa. Dmitri le dirigió una mirada de odio al marcharse.

      –No me arrepiento de haber derramado tu sangre —le dijo—. Ten cuidado, vejestorio: domina tus sueños, porque también sueño yo. Te maldigo y reniego de ti para siempre.

      Salió presuroso de la habitación.

      –¡Está aquí, Gruchegnka está aquí! —murmuró el viejo con voz apenas perceptible. E hizo una seña a Smerdiakov.

      –¡No está aquí, viejo loco! —dijo Iván, ciego de ira—. ¡Lo que faltaba! ¡Se ha desvanecido! ¡Agua, una toalla! ¡Pronto, Smerdiakov!

      Smerdiakov salió corriendo en busca del agua. Se desnudó al viejo y se le llevó a la cama. Le envolvieron la cabeza con una toalla húmeda. El coñac, las emociones violentas y los golpes lo habían debilitado. Fiodor Pavlovitch cerró los ojos y quedó amodorrado apenas puso la cabeza en la almohada. Iván y Aliocha volvieron al salón—comedor. Smerdiakov recogió los restos del jarrón roto. Grigori permanecía junto a la mesa, sombrío el semblante y la cabeza baja.

      –Tú también debes ponerte un trapo mojado en la cabeza y acostarte —le dijo Aliocha—. El golpe que te ha dado mi hermano ha sido muy fuerte.

      –Se ha atrevido a pegarme —dijo Grigori amargamente.

      –Hasta a su padre ha golpeado —observó Iván con los labios contraídos.

      –Cuando era niño, lo lavaba. ¡Y me ha levantado la mano! —dijo Grigori.

      –Si no lo hubiese contenido —susurró Iván a Aliocha—, lo habría matado. Esopo tiene poca resistencia.

      –Que Dios le guarde —dijo Aliocha.

      –¿Por qué? —replicó Iván sin cambiar de acento y con el semblante contraído por el odio—. El destino de los reptiles es devorarse unos a otros.

      Aliocha se estremeció.

      –Desde luego —añadió Iván—, no permitiré que lo mate. Quédate aquí, Aliocha. Voy a dar un paseo por el patio. Empieza a dolerme la cabeza.

      Aliocha entró en el dormitorio y estuvo una hora junto al lecho de su padre, detrás del biombo. De pronto, el viejo abrió los ojos y le miró largamente, en silencio. Era evidente que se esforzaba por recordar. Su semblance reflejaba una extraordinaria agitación interna.

      –Aliocha —murmuró el viejo, receloso—, ¿dónde está Iván?

      –En el patio. Tiene dolor de cabeza. Vigila.

      –Dame un espejo.

      Aliocha le entregó un espejito ovalado que había sobre la cómoda. Fiodor Pavlovitch se miró en él. Tenía la nariz hinchada y un cardenal en la frente, sobre la ceja izquierda.

      –¿Qué dice Iván? Aliocha, mi querido Aliocha, mi único hijo: Iván me da miedo, más miedo que el otro. Tú eres el único a quien no temo.

      –No temas tampoco a Iván. Se enfada, pero te defiende.

      –¿Y el otro? ¿Se ha ido a casa de Gruchegnka? Dime la verdad, hijo mío: ¿estaba Gruchegnka aquí?

      –No, ha sido una visión de Dmitri. Gruchegnka no ha estado aquí.

      –¿Sabes que Dmitri quiere casarse con ella?

      –Ella no querrá.

      –No, ella no querrá —dijo el viejo, temblando de alegría, como si hubiese oído lo más agradable que podía oír.

      Dejándose llevar de su entusiasmo, se apoderó de la mano de Aliocha y la apretó contra su corazón. Incluso se llenaron de lágrimas sus ojos.

      –Coge esa imagen de la Virgen de que te he hablado hace un momento —continuó— y llévatela. Te permito que vuelvas al monasterio. Hablaba en broma cuando te dije que lo dejaras. No te enfades conmigo. Me duele la cabeza… Aliocha, tranquilízame, sé mi ángel bueno y dime la verdad.

      –¡Qué obsesión! —dijo tristemente Aliocha.

      –Te creo, Aliocha, te creo. Pero oye: ve a casa de Gruchegnka, procura verla y enterarte de sus propósitos. Pregúntale a quién prefiere: si a él o a mí. ¿Lo harás?

      –Si la veo, se lo preguntaré —murmuró Aliocha, confuso.

      –No, ella no te dirá la verdad —dijo el viejo—. Es una mujer temible. Empezará por abrazarte y te dirá que es a ti a quien quiere. Es falsa y desvergonzada. No, no debes ir a verla.

      –Desde luego, padre, no creo prudente visitarla.

      –¿Adónde te ha enviado Dmitri? Cuando se ha marchado, le he oído decir que fueras a alguna parte.

      –A casa de Catalina Ivanovna.

      –¿Para pedirle dinero?

      –No.

      –No tiene un céntimo. Escucha,

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