Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский

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Los hermanos Karamazov - Федор Достоевский

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alimentación se ajusta a las antiguas costumbres ascéticas. Durante la cuaresma no tomamos ningún alimento los lunes, miércoles y viernes. Los martes y los jueves comemos pan blanco, una tisana con miel, moras silvestres, coles saladas y harina de avena. Los sábados, sopa de coles, fideos con guisantes y alforfón con aceite de cañamones. El domingo se añade a esto sopa de pescado seco y alforfón. Durante la Semana Santa, desde el lunes hasta el sábado, solamente pan, agua y una cantidad moderada de legumbres sin cocer. Entonces no comemos aún todos los días, sino que seguimos las normas de la primera semana. El Viernes Santo, ayuno completo; el sábado, ayuno hasta las tres, hora en que se puede comer un poco de pan y beber agua y un vasito de vino. El Jueves Santo tomamos alimentos cocidos sin manteca, bebemos vino y observamos la verofagia. El concilio de Laodicea nos dice respecto al Jueves Santo: « No conviene interrumpir el ayuno el jueves de la última semana, con lo que se deshonra toda la cuaresma.» Así nos alimentamos en nuestro monasterio.

      Y el humilde monje, animándose, continuó:

      –¿Pero qué es esto comparado con lo que usted hace, eminente padre? Usted en todo el año, incluso en las Pascuas, no se alimenta más que de agua y pan. El pan que nosotros consumimos en dos días, a usted le basta para toda una semana. Su abstinencia es verdaderamente maravillosa.

      –¿Y los agáricos? —preguntó de pronto el padre Theraponte.

      –¿Los agáricos? —dijo el visitante, estupefacto.

      –Sí. Yo pasaría sin pan; no lo necesito para nada. Si fuese necesario, me retiraría a los bosques y me alimentaría de agáricos o de bayas. Pero ellos no pueden pasar sin pan: están aliados con el demonio. Hoy los incrédulos afirman que el ayuno riguroso no conduce a nada. Es un modo de razonar impío.

      –Es verdad —suspiró el monje de Obdorsk.

      –¿Has visto los diablos en ellos? —preguntó el padre Theraponte.

      –¿En quién? —preguntó el forastero tímidamente.

      –El año pasado, en Pentecostés, fui a las habitaciones del padre abad, y ya no he vuelto. Durante mi visita vi un diablo escondido en el pecho del monje, debajo del hábito: sólo le asomaban los cuernos. Otro monje llevaba uno en el bolsillo, desde donde acechaba con sus vivos ojos, porque yo le daba miedo. Otro religioso daba asilo en sus entrañas impuras a un tercer diablillo. Y; en fin, vi otro suspendido del cuello de un monje, que lo llevaba así sin advertirlo.

      –¿De veras los vio usted? —preguntó el forastero.

      –Sí, te lo aseguro: los vi con mis propios ojos. Al salir de las habitaciones del padre abad vi otro diablo que se ocultaba de mí detrás de la puerta. Era un mocetón de más de un metro, con un rabo grueso y leonado, cuya punta se había encajado en la rendija de la puerta. Yo cerré el batiente con fuerza y le pillé la punta de la cola. El diablo empezó a gemir y a debatirse. Yo le hice tres veces la señal de la cruz y él reventó como una araña aplastada por un pie. Debe de estar pudriéndose en un rincón; sin duda, apesta; pero ellos ni lo ven ni perciben el olor. Ya hace un año que no voy por allí. Sólo a ti, que eres forastero, te revelo estas cosas.

      –Todo eso es horrible. Dígame, bienaventurado y eminente padre: se dice en tierras lejanas que usted está en relación permanente con el Santo Espíritu. ¿Es esto verdad?

      –A veces desciende hasta mí.

      –¿Bajo qué forma?

      –Bajo la forma de un pájaro.

      –¿De una paloma?

      –No, el que se presenta así es el Espíritu Santo. Yo me refiero al Santo Espíritu, que es diferente. Éste puede descender a la tierra en forma de golondrina, de jilguero, de paro…

      –¿Cómo puede usted reconocerlo?

      –Lo reconozco cuando habla.

      –¿Qué lenguaje emplea?

      –El de los hombres.

      –¿Y qué le dice?

      –Hoy me ha anunciado la visita de un imbécil que me haría una sarta de preguntas tontas. Eres muy curioso, hermano. —Sus palabras son inquietantes, bienaventurado y venerado padre.

      El monje de Obdorsk asintió con un movimiento de cabeza, pero en sus ojos, llenos de temor, había aparecido la desconfianza.

      –¿Ves ese árbol? —preguntó el padre Theraponte tras una pausa.

      –Lo veo, bienaventurado padre.

      –Para ti es un olmo, pero para mí es otra cosa.

      –¿Qué es? —preguntó el monje con ansiedad.

      –¿Ves esas dos ramas? Pues por la noche suelen convertirse en los brazos de Cristo que se tienden hacia mí y me buscan. Yo los veo claramente, y entonces empiezo a temblar. ¡Es algo espantoso!

      –¿Espantoso Cristo?

      –Una noche me apresará y se me llevará.

      –¿Vivo?

      –Tú no sabes nada de la gloria de Elías. Se apodera de uno y se lo lleva.

      Después de esta conversación, el monje de Obdorsk volvió a la celda que se le había asignado. Estaba perplejo, pero su corazón se inclinaba más hacia el padre Theraponte que hacia el padre Zósimo. Estimaba el ayuno por encima de todo, y no le extrañaba que un ayunador tan extraordinario como el padre Theraponte viera maravillas. Sus palabras parecían absurdas —esto era evidente—, pero Dios sabía lo que significaban. A veces, los más inocentes, inspirados por su amor a Cristo, hablan y obran de un modo todavía más extraño. Le complacía creer sinceramente en el diablo y en su cola apresada, y no como algo alegórico, sino como en una forma material. Además, desde su llegada al monasterio tenía gran prevención contra el staretismo, por considerarlo, como tantos otros, como una innovación nociva. Durante el día que había pasado en el monasterio había escuchado las secretas murmuraciones de ciertos monjes de ideas ligeras que se oponían al staretismo. Además, era un carácter fisgón que sentía una ávida curiosidad por todo. La noticia del nuevo milagro del padre Zósimo le sumió en una profunda perplejidad. Más tarde, Aliocha recordó las continuas apariciones de este curioso huésped entre los religiosos que rodeaban al starets y a su celda, de este monje que se introducia en todas partes, lo escuchaba todo a interrogaba a todo el mundo. Aliocha no le prestó demasiada atención en aquellos momentos, porque tenía otras cosas en qué pensar. El starets, que había tenido que acostarse de nuevo debido a su extrema debilidad, se acordó de pronto de Alexei y reclamó su presencia. Aliocha acudió a toda prisa. Alrededor del enfermo sólo estaban entonces el padre Paisius, el padre José y el novicio Porfirio. El viejo fijó en Aliocha sus fatigados ojos y le preguntó:

      –¿Te esperan los tuyos, hijo mío?

      Aliocha se turbó.

      –¿No lo necesitan? ¿Has prometido a alguno de ellos ir a verlo hoy?

      –He prometido ir a ver a mi padre, a mi hermano… y a otras personas.

      –Pues vete, vete en seguida y no te preocupes por mi. No moriré sin haber pronunciado ante ti mis últimas palabras. Te las dirigiré a ti, hijo mío, porque sé que tú me quieres. Ve, ve a cumplir tu palabra.

      Aliocha se dispuso a obedecer inmediatamente,

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