Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский

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Los hermanos Karamazov - Федор Достоевский

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ha tirado a usted porque usted es un Karamazov –dijeron los del grupo echándose a reír—. ¡Todos a la vez! ¡Fuego!

      Volaron seis piedras al mismo tiempo. Alcanzado en la cabeza por una de ellas, el chiquillo cayó, pero se levantó al punto y respondió furiosamente. El bombardeo fue continuo por ambas partes. Casi todos los del grupo llevaban también los bolsillos llenos de piedras.

      –¿No os da vergüenza, muchachos? —exclamó Aliocha—. ¡Seis contra uno! Lo vais a matar.

      Y corrió a situarse delante del grupo, exponiéndose a los proyectiles, con objeto de proteger al muchacho del otro lado del río. Tres o cuatro suspendieron el combate momentáneamente.

      –¡Es él quien ha empezado! —gritó agriamente el chico que llevaba una blusa roja—. Hace un rato, cuando estábamos en clase, ha herido a Krasotkine con un cortaplumas. Le ha hecho sangre. Krasotkine no ha querido decírselo al profesor. Hay que darle una paliza.

      –¿Por qué, si a vosotros no os ha hecho nada?

      –Además, le ha dado a usted una pedrada en el hombro —gritó uno de los niños—. Ahora le está mirando a usted para tirarle una piedra. ¡Hula! Todos contra él. ¡No falles, Smurov!

      El bombardeo se reanudó, esta vez implacable. El combatiente solitario recibió una pedrada en el pecho. Lanzó un grito, se echó a llorar y huyó cuesta arriba, hacia la calle de San Miguel. Uno del grupo gritó:

      –¡«Barbas de Estropajo» ha tenido miedo y ha echado a correr!

      –Usted no sabe, Karamazov, lo traidor que es. Matarlo sería poco.

      –¿Es un soplón?

      Los chicos cambiaron miradas burlonas.

      –Si va usted por la calle de San Miguel —continuó el mismo muchacho—, atrápelo. Mire: se ha parado y le está mirando. Le espera.

      –Sí, le está mirando —dijeron los demás.

      –Pregúntele si le gustan los estropajos de cáñamo. No deje de preguntárselo.

      Todos los chicos se echaron a reír. Aliocha se quedó mirándolos y los niños lo miraron a él.

      –No vaya; le hará algo malo —dijo noblemente Smurov.

      –Amigos míos, no le hablaré de estropajos de cáñamo, pues sin duda es lo que vosotros le decís para mortificarlo. Lo que haré es procurar enterarme por él mismo de por qué le odiáis tanto.

      –¡Entérese, entérese! —gritaron los niños entre risas.

      Aliocha cruzó el riachuelo por el puentecillo y subió la cuesta bordeando la empalizada, en direción al detestado colegial.

      –¡Cuidado! —le gritó uno de los del grupo—. ¡Mire que no le teme! ¡Le atacará a traición como a Krasotkine!

      El chico le esperaba sin moverse. Cuando llegó cerca de él, Aliocha se encontró ante un niño de nueve años, débil, endeble, de rostro ovalado, pálido y enjuto, cuyos ojos, oscuros y grandes, le miraban con odio. Llevaba un viejo abrigo que se le había quedado corto. Parte de sus brazos sobresalían de las mangas. En su pantalón, a la altura de la rodilla, había un gran remiendo, y en su zapato derecho, sobre el dedo pulgar, un agujero disimulado con tinta. Los bolsillos del abrigo reventaban de piedras. Aliocha se detuvo a dos pasos de él y le miró con expresión interrogadora. El rapaz, deduciendo de la mirada de Aliocha que éste no tenía intención de pegarle, se envalentonó y fue el primero en hablar.

      –¡Yo solo contra seis! —exclamó con ojos centelleantes—. ¡Les zumbaré a todos!

      –Has recibido una pedrada que debe de haberte hecho daño —dijo Aliocha.

      –También yo le he acertado a Smurov en la cabeza —replicó el chiquillo.

      –Me han dicho que tú me conoces y que la pedrada que me has dado la has dirigido adrede contra mi.

      El niño le miraba con expresión huraña.

      –Yo no lo conozco —siguió diciendo Aliocha—. ¿Me conoces tú acaso?

      –¡Déjame en paz! —exclamó de pronto el niño, con voz áspera y mirada hostil.

      Pero no se movía del sitio. Parecía esperar algo.

      –Bien. Ya me voy —dijo Aliocha—. Pero conste que no lo conozco y que no lo quiero molestar, aunque me sería fácil, porque tus compañeros me han explicado cómo lo podría hacer.

      –¡Vete al diablo con tus sotanas! —gritó el niño, siguiendo a Aliocha con su mirada provocativa y llena de odio.

      Acto seguido se puso a la defensiva, creyendo que el novicio se iba a arrojar sobre él. Pero Aliocha se volvió, lo miró y siguió su camino. Aún no había dado tres pasos cuando recibió en la espalda la piedra más grande que el niño había encontrado en el bolsillo de su gabán.

      –Conque por la espalda, ¿eh? Ya veo que es verdad lo que me han dicho: que atacas a traición.

      Aliocha, que se había vuelto hacia el niño, vio que éste le arrojaba una piedra apuntándole a la cara. Hizo un rápido movimiento para eludir el disparo y la piedra le dio en el codo.

      –¿No te da vergüenza? —gritó—. ¿Qué te he hecho yo?

      El rapaz esperaba, silencioso y con gesto agresivo, seguro de que esta vez Aliocha iba a contestarle. Pero viendo que su víctima no se movía, se enfureció y se lanzó sobre él. Antes de que Aliocha pudiera hacer el menor movimiento, la fierecilla se había apoderado de su mano izquierda y le había clavado los dientes en un dedo. Aliocha profirió un grito de dolor y trató de retirar la mano. El chiquillo le soltó al fin y volvió al sitio donde antes estaba. El mordisco, próximo a la uña, era profundo. Brotaba la sangre. Aliocha sacó su pañuelo y se envolvió fuertemente la mano herida.

      En esto empleó cerca de un minuto. Sin embargo, el bribonzuelo seguía esperando. Aliocha le miró con sus apacibles ojos.

      –Bueno —dijo—, ya ves la dentellada que me has dado. Creo que es suficiente, ¿no? Ahora dime qué te he hecho yo.

      El niño le miró asombrado. Aliocha continuó con su calma de siempre:

      –Yo no lo conozco: es la primera vez que lo veo. Pero sin duda te he molestado en algo: no es posible que me hayas agredido sin ninguna razón. Anda, dime qué es lo que te he hecho, qué falta he cometido contigo.

      Por toda respuesta, el niño se echó a llorar y huyó. Aliocha le siguió lentamente por la calle de San Miguel y pudo ver que corrió un buen trecho sin cesar de llorar y sin volverse.

      Se prometió a sí mismo buscar a aquel chiquillo cuando tuviera tiempo, a fin de aclarar el enigma.

      CAPÍTULO IV

      EN CASA DE LOS KHOKHLAKOV

      Aliocha no tardó en llegar a casa de la señora de Khokhlakov. Esta casa, de piedra y de dos pisos, era una de las mejores de nuestra ciudad. La señora de Khokhlakov habitaba con más frecuencia una finca que poseía en otro distrito o en su casa de Moscú. La que tenía en nuestra población era una antigua propiedad de familia.

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