Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский
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Se inclinó sobre Aliocha y continuó en tono confidencial:
–Si hago detener a ese granuja, ella se enterará y correrá hacia él. En cambio, cuando ella sepa que Dmitri me ha agredido, a mí, viejo y débil, y que ha estado a punto de matarme, tal vez lo abandone y venga a mi. Tal es su carácter; es un espíritu de contradicción. La conozco muy bien… ¿No quieres un poco de coñac? Entonces toma café frío. Le añadiré un chorrito de coñac, la cuarta parte de una copita, y verás qué bien sabe.
–No, gracias —dijo Aliocha—. Prefiero llevarme ese panecillo, si me lo permites. —Y mientras se guardaba el blando panecillo en el bolsillo de su hábito, añadió, mirando tímidamente a su padre—: No debes beber.
–Tienes razón. El coñac me irrita. Pero sólo un vasito.
Abrió el aparador, llenó el vasito, volvió a cerrar el mueble y se guardó la llave en el bolsillo.
–Con esto me basta. Por un vasito no voy a morirme.
–Te veo mejor.
–Aliocha, a ti te quiero incluso sin haber bebido coñac. En cambio, para los canallas soy un canalla. Iván no va a Tchermachnia. Se queda para espiarme. Quiere saber cuánto le doy a Gruchegnka si viene. Son todos unos miserables. Además, reniego de Iván: no lo comprendo. ¿De dónde ha salido? Su alma no es como la nuestra. Cuenta con mi herencia, pero te voy a decir una cosa: no dejaré testamento. A Mitia de buena gana le aplastaría como a un gusano. Todas las noches trituro algunos con mis zapatillas: a tu Mitia le pasará lo mismo. Digo «tu» Mitia porque sé que tú le quieres. Pero esto no me inquieta. Si le quisiera Iván, no estaría tranquilo. Pero Iván no quiere a nadie. No es de los nuestros. Los hombres como él, querido, no se parecen a nosotros: son como el polvo. Cuando el viento sopla, el polvo se dispersa… Ayer te dije que vinieras porque tuve una ocurrencia disparatada. Quería hacer una proposición a Mitia por mediación tuya. Mi deseo era saber si ese miserable, ese truhán, se avendría, a cambio de mil o dos mil rublos, a marcharse de aquí para cinco años, o, mejor aún, para treinta y cinco, y a renunciar a Gruchegnka…
–Se lo preguntaré —murmuró Aliocha—. Yo creo que por tres mil rublos, Dmitri…
–No, no; ya no has de preguntarle nada. Lo he pensado mejor. Fue una locura que tuve ayer. No le daré nada, ni un céntimo. El dinero lo necesito para mí —repitió Fiodor Pavlovitch con expresivo ademán—. De todas formas, le aplastaré como a un gusano. No, no le digas nada. Y como aquí ya no tienes nada que hacer, vete. Oye: ¿tú crees que Catalina Ivanovna, esa novia que Dmitri me ha ocultado siempre con tanto temor, se casará con él? Ayer fuiste a verla, ¿verdad?
–No quiere dejarle de ningún modo.
–Tales son los hombres de que se enamoran esas ingenuas damiselas: los libertinos, los bribones. Esas pálidas criaturas son unas infelices. Si yo tuviera la juventud de Mitia y la presencia que tenía de joven, no la suya, pues a los veintiocho años yo valía más que él vale ahora, tendría el mismo éxito… ¡El muy canalla! Pero no tendrá a Gruchegnka, no la tendrá. Lo aniquilaré.
Otra vez perdió el humor.
–Y tú vete —dijo a Aliocha secamente—. Hoy no tienes nada que hacer en mi casa.
Aliocha se acercó a él para despedirse y le dio un beso en el hombro.
–¿Qué significa eso? —preguntó Fiodor Pavlovitch, sorprendido—. ¿Crees acaso que no nos vamos a ver más?
–No, no; lo he hecho sin pensar en nada.
–Yo también he hablado por hablar —dijo el viejo mirándole. Y gritó a sus espaldas—: ¡Oye, oye; vuelve pronto! ¡Te daré una sopa de pescado estupenda, no como la de hoy! Ven mañana, ¿oyes?
Apenas se hubo marchado Aliocha, volvió al aparador y se bebió medio vaso de coñac.
–¡Basta ya! —gruñó entre resoplidos.
Cerró el aparador y se guardó la llave en el bolsillo. Después, ya en el límite de sus fuerzas, se fue a la cama y en seguida se durmió.
CAPÍTULO III
ENCUENTRO CON UN GRUPO DE ESCOLARES
«Ha sido una suerte que mi padre no me haya hecho ninguna pregunta sobre Gruchegnka —se decía Aliocha mientras se dirigía a casa de la señora de Khokhlakov—. Si me hubiese preguntado, no habría tenido más remedio que contarle lo que pasó ayer.»
Juzgaba, no sin pesar, que durante la noche los adversarios habrían tomado fuerzas y sus corazones se habrían endurecido.
«Mi padre es irascible y malo. Continúa aferrado a su idea. Dmitri es también un intransigente y debe de tener algún plan. Es necesario que lo vea hoy mismo.»
Pero las reflexiones de Aliocha fueron interrumpidas por un incidente que, a pesar de su poca importancia, no dejó de impresionarle. Cuando estaba cerca de la calle de San Miguel, paralela a la Gran Vía, de la que está separada por un riachuelo —nuestra ciudad está llena de riachuelos—, distinguió en la parte baja, junto al puentecillo, un pequeño grupo de escolares de nueve a doce años como máximo. Regresaban a sus casas después de las clases. Unos llevaban la cartera en bandolera y otros a la espalda a modo de mochila; algunos llevaban abrigo; otros, una simple chaqueta. No faltaban los que llevaban botas con vueltas, esas botas que a los padres acomodados les gusta que exhiban sus mimados hijos. El grupo discutía acaloradamente, al parecer reunido en consejo. A Aliocha le habían encantado siempre los niños —como había demostrado en Moscú—, y aunque sus preferidos eran los pequeñuelos de no más de tres años, los escolares de diez a once también le atraían. De aquí que, a pesar de sus preocupaciones, decidiera abordarlos y entablar conversación con ellos. Al acercarse vio que tenían las caras congestionadas y una o dos piedras en la mano cada uno. Al otro lado del riachuelo, que se hallaba a unos treinta pasos, apoyada la espalda en una cerca, había otro colegial, con la cartera al costado. Tendría diez años a lo sumo. En su pálido semblante había una expresión de odio. Sus negros ojos llameaban. No apartaba la vista de sus camaradas —el grupo de seis escolares—, con los cuales estaba evidentemente enojado. Aliocha se acercó al grupo y, dirigiéndose a un muchacho de pelo rubio y rizado y cara colorada, que llevaba una chaqueta negra, le dijo:
–Cuando yo iba al colegio llevaba la cartera en el lado izquierdo. Así la podía abrir y cerrar con la mano derecha.Tú la llevas en el lado derecho, lo que me parece una incomodidad. Aliocha, aunque sin pensarlo, había iniciado la conversación con esta alusión a un detalle práctico. No debe proceder de otro modo el adulto que desee atraerse la confianza de un niño, y especialmente de un grupo de niños. Instintivamente, Aliocha había comprendido que había que hablar con toda seriedad y de cosas corrientes, a fin de colocarse en un plano de igualdad con aquellos muchachos.
–Es que es zurdo —contestó inmediatamente otro, que debía de frisar en los once años y cuya mirada expresaba resolución. Los otros cinco miraron a Aliocha.
–Tira las piedras con la mano izquierda —observó un tercero.
En este momento pasó una piedra junto a los niños, rozando al zurdo. Afortunadamente, aunque arrojada con destreza y vigor, no había dado en el blanco. La había lanzado el niño que estaba al otro lado del riachuelo.
–¡Hala, Smurov! —gritaron todos—. ¡A él!
El zurdo no necesitó más para replicar al agresor