Los hermanos Karamazov. Федор Достоевский
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Los hermanos Karamazov - Федор Достоевский страница 50
–Acuérdate siempre, muchacho, de que la ciencia del mundo, que se ha desarrollado extraordinariamente en este siglo, ha disecado nuestros libros santos y, tras un análisis implacable, no ha dejado en ellos nada en pie. Pero los sabios, enfrascados en la labor de disecar las partes, han perdido de vista el conjunto, con una ceguera realmente asombrosa. El conjunto se alza ante ellos tan inquebrantable como antes y el infierno no prevalecerá frente a él. El Evangelio cuenta con diecinueve siglos de existencia y vive tanto en las almas de los hombres como en los movimientos de las masas. Incluso subsiste, siempre inquebrantable, en las almas de los ateos destructores de todas las creencias. Pues esos que reniegan del cristianismo y se revuelven contra él permanecen, en el fondo, fieles a la imagen de Cristo, ya que ni su inteligencia ni su pasión han podido crear para el hombre una pauta superior a la trazada por Cristo. Toda tentativa en este sentido ha fracasado vergonzosamente. Acuérdate de esto, joven, ahora que tu starets te envía al mundo desde su lecho de muerte. Tal vez recordando este gran momento no olvides las palabras que te acabo de dirigir para bien tuyo, pues eres joven, y fuertes las tentaciones del mundo, tan fuertes que acaso tú no tengas la resistencia necesaria para hacerles frente. Y ahora márchate, pobre huérfano.
Dicho esto, el padre Paisius lo bendijo. Reflexionando sobre estos inesperados consejos, Aliocha comprendió que había hallado un nuevo amigo y un guía indulgente en aquel padre que hasta entonces le había tratado con rudo rigor. Sin duda, el starets, al sentirse a las puertas de la muerte, había encargado al padre Paisius el cuidado espiritual de su joven amigo. Aquella homilía atestiguaba el celo con que el religioso cumplía el encargo. El padre Paisius se había apresurado a armar al joven espíritu para la lucha contra las tentaciones, a preservar al alma joven que se le transmitía como un legado, levantando en torno de ella la muralla más sólida que le era posible construir.
CAPÍTULO II
ALIOCHA VISITA A SU PADRE
Aliocha empezó por ir a casa de su padre. Por el camino recordó que Fiodor Pavlovitch le había recomendado el día anterior que procurase entrar sin que Iván le viera.
«¿Por qué? —se preguntó—. Aunque me quiera hacer alguna confidencia, esto no explica que yo haya de entrar furtivamente. Sin duda alguna quería decirme otra cosa, ¡pero estaba tan trastornado! … »
No obstante, se alegró cuando Marta Ignatievna, que le abrió la puerta del jardín (Grigori estaba enfermo, en cama), le dijo que Iván había salido hacía dos horas.
–¿Y mi padre?
–Se ha levantado y está tomando el café —repuso la vieja.
Aliocha entró en la casa. Su padre, sentado ante la mesa, en zapatillas y con una chaqueta vieja, examinaba sus cuentas para distraerse y sin poner en ello gran interés. Su atención estaba en otra parte. Lo habían dejado solo en la casa, pues tampoco estaba Smerdiakov: se había ido a comprar lo que necesitaba para la cocina. Aunque se había levantado temprano y se hacia el valiente, era indudable que se sentía débil y fatigado. Su frente, en la que habían aparecido varios morados, estaba ceñida por un pañuelo rojo. La gran hinchazón de la nariz daba a su rostro una expresión agria y perversa, y Fiodor Pavlovitch se daba cuenta de ello. Al notar la presencia de su hijo le dirigió una mirada nada amistosa.
–El café está frío —dijo secamente—; por eso no te ofrezco. Hoy, querido, sólo comeré una sopa de pescado, y no invito a nadie. ¿A qué has venido?
–Quería saber cómo estabas.
–Claro. Además, yo te rogué ayer que vinieras. Fue una tontería. Te has molestado en balde… Estaba seguro de que vendrías.
Sus palabras reflejaban los peores sentimientos. Se acercó al espejo y se miró la nariz, seguramente por cuadragésima vez desde que se había levantado. Luego se arregló con coquetería el pañuelo rojo que protegía su frente.
–El rojo me sienta mejor que el blanco —dijo con acento sentencioso—. El blanco es un color de hospital. Bueno, ¿qué hay de nuevo? ¿Cómo va tu starets?
–Está muy mal. Tal vez no pase de hoy —dijo Aliocha.
Pero su padre ya no le prestaba atención.
–Iván se ha marchado —dijo de pronto Fiodor Pavlovitch, y añadió agriamente, con los labios contraídos y mirando a Aliocha—: Quiere birlar la novia a Mitia. Por eso se ha instalado aquí.
–¿Te lo ha dicho él?
–Sí, hace ya tres semanas. Por lo tanto, no ha venido para asesinarme disimuladamente: busca otra cosa.
–¿Por qué me dices eso? —preguntó Aliocha, aterrado.
–No me pide dinero, verdad es. Por lo demás, aunque me lo pidiera, no se lo daría. Toma nota de esto, mi querido Alexei Fiodorovitch: tengo intención de vivir lo más largamente posible. Por lo tanto, necesito mi dinero. Y cuantos más años tenga, más lo necesitaré.
Fiodor Pavlovitch hablaba con las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta amarilla, llena de manchas.
–A los cincuenta y cinco años —siguió diciendo—, conservo la virilidad y espero que esto dure veinte años más. Pero envejeceré, mi aspecto será cada vez más repelente, las mujeres no vendrán a mí de buen grado y habré de atraérmelas por medio del dinero. Por eso quiero reunir mucho dinero y para mí solo, mi querido hijo Alexei Fiodorovitch. Te lo digo claramente: quiero llevar una vida de libertinaje hasta el fin de mis días. No hay nada comparable a ese modo de vivir. Todo el mundo lo censura, pero todos lo adoptan, aunque a escondidas. Yo, en cambio, llevo esta vida a la vista de todos. Esta franqueza explica que todos los bribones hayan caído sobre mí. En cuanto a tu paraíso, Alexei Fiodorovitch, has de saber que no quiero nada de él. Aun admitiendo que exista, no conviene en modo alguno a un hombre de hábitos normales. Allí se duerme uno y ya no se despierta. Haz decir una misa por mí si quieres; si no, vete al diablo. Ésta es mi filosofía. Ayer Iván habló de esto, pero entonces estábamos borrachos. Es un charlatán sin erudición. No es muy instruido, ¿sabes? Aunque no lo dice, se ríe de vosotros: a esto se reduce su talento.
Aliocha escuchaba sin despegar los labios. Fiodor Pavlovitch continuó:
–¿Por qué no me habla sinceramente? Cuando me habla, se hace el malo. Tu Iván es un miserable. Si quisiera, se casaría con Gruchegnka en seguida. Pues, teniendo dinero, Alexei Fiodorovitch, tiene uno todo lo que quiere. Esto es lo que le da miedo a Iván. Me vigila y, para impedir que me case, incita a Mitia a que se me anticipe. Obra así para librarme de Gruchegnka, pues sabe que perdería su posible herencia si me casara. Por otra parte, si Mitia la hace su esposa, Iván podrá quedarse con su acaudalada prometida. Éstos son sus planes. Es un miserable tu Iván.
–Estás irritado —dijo Aliocha—. Son las consecuencias de lo ocurrido ayer. Debes acostarte.
–Tus palabras no me molestan —declaró el viejo—. En cambio, si vinieran de Iván, me habrían sacado de mis casillas. Sólo contigo tengo momentos buenos. Fuera de ellos, soy un hombre malo.
–No es que seas malo, es que tienes trastornado el espíritu —dijo Aliocha sonriendo.
–Pensaba hacer detener a ese bandido de Mitia, y ahora estoy indeciso. Sin duda, hoy se considera un prejuicio respetar a los padres. Sin embargo, la ley no autoriza a coger a un padre por los pelos y patearle la cara en su propia casa. Tampoco permite amenazarle ante testigos de volver para acabar con él.