La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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En efecto, estos autores proyectan un relato que, como parece lógico, favorece a sus intereses, aunque conviene tener en cuenta que en las historias de España se parte de una serie de referencias que contribuyen en gran parte a reforzar los comentarios de Mariana, Lafuente o Menéndez Pidal. Si echamos la mirada sobre la historiografía clásica comprobaremos que ha contribuido no poco a presentar una imagen idealizada de Numancia. Floro, a mediados del siglo I a.C., recoge que «nadie podía sostener la mirada y la voz de un hombre numantino» (Epit., I, 34, 5-6), a lo que añade: «¡Cuán valerosísima y, en mi opinión, extraordinariamente dichosa ciudad, en medio de su desventura!» (Epit., I, 34, 16). Veleyo Patérculo señalaba que Roma llegó a «estremecerse con el terror de la guerra de Numancia» (II 90, 3), mientras que Cicerón la definió como «el terror de la República» (Mur., 58). Apiano expone, en relación con la idea según la cual prefirieron morir antes que ser esclavos, que los numantinos «deseaban quitarse la vida ellos mismos. Así pues, solicitaron un día para disponerse a morir» (Ib., 96); para terminar subrayando que «tan grande era el amor de la libertad y del valor en esta ciudad bárbara y pequeña» (Ib., 97).
Creemos que merece la pena, antes de cerrar este capítulo, establecer una breve analogía con otros dos episodios. Se trata de los asedios de Jotopata y Masada, que se insertan en la Guerra Judaica del 66-74 y conocemos esencialmente gracias a la pluma de Flavio Josefo. Fue en Jotapata, ciudad sitiada por Vespasiano, donde Josefo, comandante en el frente septentrional de Galilea, se escondió en una gruta junto a unos cuarenta personajes destacados. Propuso una rendición honorable a la que sus compañeros se negaron, dándole a escoger entre la muerte de los valientes o la de los traidores: «Si tú mueres voluntariamente, lo harás como general de los judíos, pero si lo haces obligado morirás como un traidor» (b. Iud., III, 360). Josefo, una vez decide pasarse al bando romano, invoca a Dios: «Me rindo voluntariamente y conservo la vida, y te pongo a ti por testigo de que no lo hago como traidor, sino como servidor tuyo» (b. Iud., III, 354). Pierre Vidal-Naquet ha señalado que Josefo disponía de un registro, el de las relaciones con Dios, que le permitía formular la hipótesis de la traición personal de una manera más directa, para responderse, como acabamos de ver, que él no era en realidad un traidor[46]. Está claro, sin embargo, que, en tanto que jefe militar pasado al bando contrario, Josefo no podía dejar de ser considerado como tal: «Unos le acusaban de cobardía, otros de traición, y la ciudad estaba llena de indignación y de injurias contra él» (b. Iud., III, 438).
En el año 74 se produjo en Masada el suicidio colectivo de los judíos. Eleazar, líder de la secta de los sicarios, persuadió a todos a este final mediante un discurso en favor de la muerte. Esta matanza era vista, como sucedía en Numancia o Sagunto, como un acto heroico en favor de la libertad: «Creo que Dios nos ha concedido esta gracia de poder morir con gloria y libertad» (b. Iud., VII, 325). Así, «todos fueron pasando a cuchillo a sus más próximos familiares» (b. Iud., VII, 393). Sin embargo, el suicidio no fue completo, porque quedaron vivas una anciana y otra mujer (pariente de Eleazar), que se había escondido con sus cinco hijos, en lo que Vidal-Naquet llama, siguiendo a R. Barthes, «el efecto de lo real», es decir, un procedimiento para hacernos creer que el discurso del líder sicario fue pronunciado tal cual debido a que existieron unos testigos que lo pueden transmitir[47]. Nos interesa subrayar un último aspecto, y es que Masada actuó, al igual que Numancia, como mito nacionalista, pero esta vez empleado en la formación del moderno Estado de Israel.
GUERRAS CÁNTABRAS
Si decíamos que con Sagunto se levantaba el telón de una serie de luchas heroicas que tuvieron como escenario la Península, fue con el sometimiento de los cántabros y los astures por Augusto, en lo que suele considerarse el último gran episodio bélico de la conquista, cuando ese telón se bajó e Hispania pasó a convertirse en provincia del imperio. Algunos autores[48] han planteado que la condición un tanto secundaria de esta guerra se debería fundamentalmente a que parte de la obra de Tito Livio, que debió ocupar un lugar preferente en la historiografía latina, no ha llegado hasta nosotros. A pesar de ello, la duración de la conquista, que se explicaría gracias a la resistencia mítica de personajes como Viriato o Sertorio y a ciudades y regiones como Numancia, Sagunto o el norte peninsular, constituyó un elemento más que jalonó todo lo que había sucedido durante casi dos siglos[49].
Como sucede al estudiar estas construcciones historiográficas, poco importa que la conquista hubiese durado dos siglos, ya que la realidad histórica se subordina a un segundo plano para responder directamente a intereses ideológicos. En este caso existía una voz especialmente prestigiosa que ayudaba a sostener dicha idea. Una cita de autoridad refrendada por Livio que no pasa desapercibida para algunos de nuestros protagonistas. Por ejemplo, Modesto Lafuente se expresaba en los siguientes términos: «La España (ha dicho el más importante de los historiadores romanos), la primera provincia del imperio en ser invadida, fue la última en ser subyugada»; y continúa: «No somos nosotros, ha sido el primer historiador romano el que ha hecho la mas cumplida apología del genio indomable de los hijos de nuestro suelo»[50]. Menéndez Pidal, por su parte, en la Introducción a su Historia, detalla que «frente a los famosos doscientos años de guerra hispana, bastaron nueve para que César sometiese a la Galia»[51]. La referencia a Livio sirve como credencial para exhibir la durabilidad de un carácter capaz de hacer frente a la potencia más importante de su tiempo, no siendo una mera demostración de chovinismo por parte de los historiadores que en cada época elaboran las versiones canónicas del pasado.
Podría ser útil estructurar este capítulo en torno a tres niveles diferentes. En primer lugar deberíamos analizar la caracterización que las historias generales atribuyen a los pueblos del norte; a continuación centrarnos en el episodio paradigmático de heroísmo que tuvo lugar en el monte Medulio; y, por último, conocer hasta qué punto es relevante en el modelo interpretativo de la historia de España la distinción que se hace entre los habitantes del norte-centro peninsular y los del sur-Levante a partir del testimonio de Estrabón.
Las zonas septentrionales de la Península van a constituir un elemento sustancial del modelo interpretativo hegemónico de la historia antigua española, ya que habían albergado los núcleos de resistencia básicamente en torno a los cántabros y los astures. De hecho, las singularidades que se les atribuyen a estos pueblos en las historias generales se caracterizan por incidir en su ferocidad, rudeza o salvajismo, como así lo demuestran el padre Mariana[52] o Modesto Lafuente[53], pero por ello mismo son valerosos, aguerridos y, ante todo, puros, ya que no se encontraban contaminados por influencias extranjeras, como sí podía suceder en el caso de los habitantes del sur o del Levante. La definición de los pueblos del norte peninsular va a ser bastante homogénea en estos relatos, a excepción, como ya es habitual, de R. Altamira. Hay que matizar, sin embargo, que el hecho de que Altamira omita buena parte de la retórica que acompaña estas descripciones no implica que no defendiese la presencia de un carácter español o, al menos, de un fondo común en los pueblos peninsulares[54].