La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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Tú eres, oh España, sagrada y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas las tierras que se extienden desde el Occidente hasta la India (…) Con justicia te enriqueció y fue contigo más indulgente la Naturaleza con la abundancia de todas las cosas creadas, tú eres rica en frutos, en uvas copiosa, en cosechas alegre (…) Tú te hallas situada en la región más grata del mundo, ni te abrasas en el ardor tropical del sol, ni te entumecen rigores glaciales, sino que, ceñida por templada zona del cielo, te nutres de felices y blandos céfiros (…) Y por ello, con razón, hace tiempo que la áurea Roma, cabeza de las gentes, te deseó[18].
La impronta isidoriana en los relatos nacionales no iba a pasar desapercibida. De hecho, esta tradición se engarza ya en el discurso histórico español de época medieval y moderna. Quizá el autor que mejor sintetiza esta descripción geográfica que constituía el inicio de la reelaboración mitificada del pasado colectivo, y a la que se le reservaba el comienzo de cada volumen, es Modesto Lafuente, quien define el suelo español como «privilegiado, en que parecen concentrarse todos los climas y todas las temperaturas (…) suministra ademas al hombre cuanto razonablemente pudiera apetecer para su comodidad y regalo», sentenciando que «si algun estado ó imperio pudiera subsistir con sus propios y naturales recursos convenientemente explotados, este estado ó imperio sería España»[19]. No parece importar que la alabanza de Isidoro estuviese dedicada a los godos o que hubiese transcurrido más de un milenio hasta la época liberal, puesto que Lafuente da buena cuenta de su maleabilidad para emplearla en la situación que más convenga a su narración e intereses. El alcance de sus palabras es todavía mayor si tenemos en cuenta que, en tanto que autor de la Historia general más relevante de la España liberal, actuará como paradigma para las redactadas posteriormente.
José Álvarez Junco ha señalado, en este sentido, que los Laus Spaniae cumplirían una triple función en el siglo XIX. En primer lugar estaría la intención de mostrar la preferencia del Altísimo sobre el pueblo elegido; a continuación la necesidad de fundamentar la existencia de una personalidad social y cultural «natural» de los habitantes de esa tierra; y por último, gracias a este modelo narrativo, se podrían explicar los males que acuciaban a España, debidos sobre todo a la envidia y la codicia de los conquistadores, desgracias que, de lo contrario, sería imposible entender, debido a las condiciones privilegiadas sobre las que se levantaba la nación[20]. Algunos conquistadores, como los visigodos, en cambio, no merecieron un juicio negativo, sino que más bien representaron en último término el eje sobre el que se articularía la identidad española en base a su labor unificadora en dos ámbitos: el derecho y, esencialmente, la religión. De todas formas, el influjo isidoriano terminaría desapareciendo en la aciaga fecha de 1898, dando paso a una visión opuesta, marcada por la «España negra».
Como puede verse, Sagunto será el lugar desde donde se van a proyectar una serie de características que se mantendrán más o menos inalterables con el correr del tiempo. De acuerdo con el esquema propuesto por Álvarez Junco, toda la historia nacional se va a explicar a partir de tres estadios: paraíso, caída y redención[21]. Pero esta tríada, válida para Sagunto y Numancia, no es exclusiva ni de la historiografía decimonónica ni del mundo antiguo. El padre Mariana, por ejemplo, emplearía dicho modelo para analizar la que posiblemente sea la «pérdida de España» más decisiva, esto es, la del año 711, cuya restauración heroica se habría gestado en el norte peninsular en torno a la figura de Pelayo.
NUMANCIA
Pocos episodios bélicos como el que enfrentó a Numancia contra las legiones romanas durante diez años (conocido bajo el nombre de Bellum Numantinum) encontró una trascendencia tan profunda en el devenir histórico y, sobre todo, en la construcción identitaria y nacional. La larga agonía de la ciudad arévaca, prolongada varios meses gracias al cerco de Escipión Emiliano, actuó como un elemento clave en la conformación de ese carácter español multisecular que mencionábamos con anterioridad. Fue en Numancia donde se forjaron, mejor y más fuertemente que en Sagunto o en las guerras cántabras, los valores que se terminarían asociando típicamente con lo español, situándose, así, en el centro del discurso histórico sobre la Antigüedad.
El padre Mariana dedica a Numancia, «temblor que fue y espanto del pueblo Romano, gloria y honra de España», los diez primeros capítulos de su tercer libro, en los que resume básicamente a Ambrosio de Morales. La parte final del relato, es decir, cuando Numancia está a punto de caer a manos de Escipión, supone para Mariana el momento idóneo para ensalzar sus virtudes y, en consecuencia, la parte más sustancial para el objeto de este trabajo. Los asediados se encontraban sin ninguna esperanza, pero ello no fue óbice para intentar por última vez arremeter contra los romanos. Deciden, entonces, emborracharse «con cierto breuage que hacian de trigo, y le llamauan celia» para luchar por última vez: «degüellan todos los que se les ponen delante [romanos], hasta que sobreuiniendo mayor numero de soldados, y sosegada algun tanto la borrachez, les fue forçoso retirarse a la ciudad»[22]. Tras mantenerse unos días sustentándose «con los cuerpos de los suyos» llega el momento clave de toda la narración, donde se muestra la preferencia de los españoles por morir antes que ser esclavos: «Se determinaron a cometer vna memorable hazaña, esto es, que mataron a si y a todos los suyos, vnos con ponçoña, otros metiendose las espadas por el cuerpo (…) los mismos ciudadanos se quitaron las vidas»[23].
El jesuita se caracterizó siempre por un pulcro respeto hacia los clásicos, por lo que es un hecho destacable que desautorice a algún autor (Apiano, Ib., 97) cuando pone en cuestión lo que a su juicio se encuentra fuera de toda duda, por ejemplo, al tratar de dirimir si hubo o no sobrevivientes: «Appiano dize que entrada la ciudad hallaron algunos viuos, pero contradizen a esto los demás autores»[24]. ¿Por qué lo hace? Evidentemente, a Mariana le interesaba remarcar que nadie quedó vivo, puesto que de lo contrario el final no habría resultado tan glorioso y equivaldría a reconocerle a Roma, aunque solo fuese parcialmente, la victoria. Otro aspecto que contribuyó todavía más a mitificar la actuación de los numantinos ante el sitio de Escipión fue la creencia de que no habían existido murallas. Según Mariana, a costumbre «de los Lacedemonios, ni estaua rodeada de murallas, ni fortificaciones de torres, ni baluartes: antes a proposito de apacentar los ganados, se estendia algo mas de lo que fuera posible cercarla de muros por todas partes», aunque sí disponían de «un alcaçar, de donde podian hazer resistencia a los enemigos»[25]. Mariana sigue, en estas dos cuestiones, la línea que había marcado Orosio en el siglo V, quien reafirmó la ausencia de supervivientes y mencionó la presencia de un recinto cercado para encerrar ganado y cultivos, junto con una fortaleza con defensas naturales (V, 7, 11). Orosio transmite, además, una visión de Numancia en la que se aprecia una evidente falta de espíritu crítico a la hora de documentar los datos y de emplear fuentes no contrastadas, que pervivirá en la historiografía posterior[26].
«Numancia, la inmortal Numancia (…) Numancia, terror y vergüenza de la república, vencedora de cuatro ejércitos con un puñado de valientes», decía Modesto Lafuente en el Discurso Preliminar de su Historia general, para continuar elogiando que «probó con su ejemplo lo que nadie hubiera creido, á saber, que cabia en lo posible esceder