No te daré mi voto. Miguel Ángel Martínez López
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−Muchas gracias, ya estoy más tranquila.
Los otros conductores seguían sus comentarios en corros, contándose repetidamente lo mismo.
−Si hubieran construido la avenida, aquí habría dos o tres carriles y no este embudo.
−Venía como loco, ni frenó ni nada.
−Yo le vi venir y ya me dije, éste no para, no le da tiempo.
−Hace diez días, lo mismo, pero cinco coches porque llovía.
−Hasta que maten a alguien, entonces verás como corren para arreglar esto.
−¿Qué ha ocurrido con el tema de la avenida?− El almuerzo había llegado a los postres y la conversación había derivado a asuntos de la política local. Isidro intentaba ponerse al día de los vaivenes municipales.
−Nada −respondió Agustín−, nunca pasa nada. Ese es el problema. Esa avenida tenía que estar construida hace diez años, antes de urbanizar la zona, pero las rencillas entre el Ministerio, la Junta y el ayuntamiento han paralizado los tres o cuatro acuerdos que se han ido alcanzando, incumpliendo y olvidando, sistemáticamente, durante todos estos años. El alcalde tiene una reunión con el consejero el próximo martes, pero yo ya sé que será inútil. Tengo un amigo en la oposición que me contó que, entre amigos, el consejero había dicho que por encima de su cadáver, que nunca va a darle ese triunfo al alcalde porque es un inútil y un chulo.
−Poderosos argumentos.
−Esos son los argumentos habituales en la política municipal. También en la nacional, pero ésta es en la que ahora yo estoy más metido. En estos momentos hay más de mil familias viviendo en un barrio que depende de una vieja y saturada carretera convertida en calle. Todos los días se torturan con un atasco al salir y otro al llegar. Y por si fuera poco, el atasco se suele formar después de una curva a la que los forasteros llegan después de tres kilómetros de bajada, normalmente más rápido de lo permitido y se encuentran el pastel antes de poder frenar. El otro día le dije a un concejal de la oposición que la ciudad necesitaba una solución a ese problema, y ¿sabes lo que me contestó? –Isidro le miraba con los ojos muy abiertos– Que lo que necesita esta ciudad es un cambio en la alcaldía −Agustín calló un momento mientras miraba fijamente a su amigo arqueando las cejas. Tras unos segundos de silencio, prosiguió−. Eso es lo que te encuentras en política. El objetivo es destruir al otro, no construir un mundo mejor. Tú te quejas de tu empresa, pero al menos ellos lo hacen por dinero, estos lo hacen por el deseo de poder. Son unos muertos de hambre llenos de ambición. No sé qué será peor, si la avaricia o la ambición.
La sala de profesores del Instituto estaba casi vacía y los últimos profesores salían ya para sus clases. Arturo entró rápidamente, dejó el abrigo y alcanzó a Gema, la última profesora que abandonaba la sala.
−Arturo, llegas tarde y habíamos quedado para ver qué hacíamos en la semana cultural −le reprochó Gema sin apenas mirarle.
−Tienes razón, perdona, ha sido por un accidente en la carretera, ya sabes, donde siempre, un alcance. Uno que tenía más prisas que vista y se tragó a los que estábamos parados.
−¿Te dio a ti? ¿Te ha pasado algo? −volvió su mirada hacia él, olvidando su rencor, como si acabara de darse cuenta de su presencia.
−No, a mí nada, fue un par de coches más atrás, pero tuve que pararme a ayudar. Afortunadamente no pasó nada grave. Chapa, cristales y el susto. Se llevaron a una chica al hospital para mirarle la espalda, pero no parecía nada serio.
–Pero, ¿tú estás bien?
–Sí, yo estoy perfectamente.
−Menos mal. Ten cuidado. Esa carretera va a darnos un día un disgusto.
A media frase Gema ya se separaba de su amigo y subía rápido las escaleras con un par de libros gruesos apretados al pecho.
−Luego nos vemos… −alcanzó a responderle Arturo como despedida, mientras ambos buscaban sus respectivas clases, repletas de alumnos totalmente indiferentes a sus esfuerzos.
Noviembre, 2005
El día amaneció lluvioso, empapado por el agua que corría por la pendiente de las calles, entre las gentes incómodas que se encogían dentro de sus paraguas. Los autobuses, con sus cristales empañados, se inclinaban ligeramente al subir y bajar los viajeros, que luchaban por abrir y cerrar los paraguas en el último y preciso momento. Los chavales se apresuraban hacia el colegio con su colorido de impermeables y mochilas. El tráfico se colapsaba a la puerta del centro escolar mientras un policía municipal se esforzaba por luchar contra las madres, celosas de dejar lo más cerca posible a sus hijos, y las rotondas de las avenidas se llenaban de conductores nerviosos, como si les fuera la vida en ganarle un minuto a la mañana. La ciudad se despertaba con una polifonía de prisas y carreras para que todo el mundo estuviera en su puesto lo antes posible.
Moisés contemplaba el jaleo de coches en la calle, mientras los cristales de la sucursal lloraban desconsoladamente con las lágrimas prestadas por la lluvia, y pensaba en el lugar de cada uno, el hueco que cada uno tiene en nuestra moderna sociedad, en la multitud de relaciones que hacen que todos corran a la vez, en direcciones totalmente diversas y repartidas, para estar junto al teléfono que va a sonar, o tras el mostrador que va a recibir a un cliente, o en el aula en la que dos generaciones se pasan el testigo del saber. Pensaba Moisés en cómo sería la historia de todos los que se bajaban del autobús y se esparcían por la acera buscando cada uno su camino, cuál sería su empleo, cómo lo encontrarían, dónde almorzarían, a qué casa volverían… y no pudo evitar pensar en qué sería de él a comienzos del año próximo, cuando (de eso tenía un extraña e infundada certeza) él estuviera buscando su nuevo lugar, su nuevo engranaje, en esta compleja máquina de seres humanos que conocemos como sociedad.
Fernando y Arturo tomaban un café en la sala de profesores.
−¿Qué tal va tu casita? −preguntó Fernando.
−De maravilla. No sabes lo que he disfrutado este verano con el jardín. He construido unos bordillos para elevar los arriates con tierra buena y les he puesto un nuevo sistema de riego.
−Eres un manitas.
−Me relaja un montón −continuó Arturo−, ya sabes que siempre tengo que estar liado con algo.
−¿Y qué tal los vecinos?
Arturo torció el gesto ante la pregunta de Fernando.
−Ahí hay de todo. La verdad es que en las urbanizaciones, en general, la gente es algo reacia al trato, por no decir que son una manada de insociables. Es algo que me ha sorprendido desde el principio. Como si la independencia de las casas fuera un signo del individualismo más atroz y cada uno se sintiera amenazado por la presencia de los otros. No sé cómo explicarte. Hay gente que se encierra en su castillo y ya no quiere saber nada de nadie. O peor… ¿No te he contado lo de mi vecino de al lado?
−No −respondió Fernando.
−Me ha prohibido aparcar en su fachada. En la parte de la calle que linda con su valla. No sé si recuerdas, justo donde da la sombra −Fernando le miraba con asombro−. Este verano, una tarde,