No te daré mi voto. Miguel Ángel Martínez López
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Una corriente fresca entró en la caseta, la puerta se había abierto y Ana entró con un casco en la cabeza y unos planos en la mano.
−Cierra esa puerta, que nos volamos −dijo Jaime sin apenas mirarla mientras seguía hablando con un obrero de manos cuadradas−. Hay que marcar bien las parcelas antes de cimentar las calles. Poneos con ello empezando donde ya está allanado el terreno. Id descargando el material, enseguida vamos Ana y yo para el replanteo de los muros.
El obrero se marchó sin decir nada y cerró la puerta tras de sí. Ana se dirigió a Jaime con la misma dureza con que había sido recibida
–Están saliéndose de los límites de la finca, le estamos invadiendo el terreno al vecino. Tendrías que tener más cuidado con eso si quieres evitar que nos metan una denuncia.
–Bueno, bueno –dijo Jaime quitándole importancia al asunto–, no va a ser tan grave. Ahora lo revisamos y ya está.
–Pero no haría falta revisarlo. Tú estás aquí para que no ocurran estas cosas.
–¡Venga, mujer!, ¿has venido aquí a echarme la bronca de parte del jefe? –Le dio la espalda, se puso una cazadora de piel, cogió el telémetro y la guía y salió por la puerta luminosa.
Fernando vivía sólo. Después de su divorcio había tenido un par de amigas, pero la cosa no había cuajado. Estaba sumergido entre un montón de libros abiertos, tomando notas en el portátil. Buscaba la manera de reflejar en un cuadro simplificado cómo los liberales de la Constitución de Cádiz aparecían y desaparecían de la escena política sin conseguir mandar realmente nunca. “El fracaso del liberalismo español”, ese era el título del tema y uno de los ejes de su pensamiento: “la maldición liberal española, siempre ahí y siempre inútil”.
Estos pensamientos le absorbían cuando sonó el timbre de la puerta. Miró el reloj, eran las ocho y media y no esperaba a nadie. Se levantó y abrió la puerta. Era Moisés.
–¿Qué tal, compañero? –saludó Fernando.
–Ya tengo las ofertas –contestó Moisés enseñando unos papeles en su mano.
Pasaron al despacho, que era la única habitación iluminada.
–¿Estás con tu libro? –preguntó Moisés.
–No. Estoy preparando un tema para las clases. Quiero darles una visión general del liberalismo desde principios del XIX hasta ahora. La verdad es que me estoy pasando un poco, a veces me creo que son universitarios, pero como el tema me apasiona lo estoy preparando a fondo. Todo puede ser que al final no se lo dé para no asustarlos.
–También te vale para el libro –apuntó Moisés.
–Sí claro, el libro empieza con un apunte de la progresión histórica del liberalismo y ahora estoy recogiendo muchos datos –contestó Fernando, que llevaba varios años recogiendo material para escribir un libro sobre el liberalismo y el socialismo. Había pensado ya varios títulos: “¿Se puede ser liberal de izquierdas?”, “Liberalismo y socialismo”, “Liberalismo anticonservador” y muchos más que iban quedando sepultados por las montañas de papeles que se iban acumulando en la estantería.
–Se te iluminan los ojos cuando hablas de eso.
–Cada tonto con su tontería y a mí me ha dado por esto. Pienso que cada día es más difícil que llegue a resumirlo todo en un libro, pero disfruto mucho con los preparativos –Fernando se quedó silencioso unos segundos, como si la conversación siguiera dentro de él, hasta que, como despertando de un ligero sueño, volvió a la realidad, a su despacho y a su amigo Moisés que le miraba sonriente–. Pero vamos a lo nuestro, a ver esas ofertas.
Luis estaba saboreando una espumosa cerveza concentrado en el resumen de noticias de la televisión del bar. Jaime entró pidiendo una clara en vaso largo y saludó a la escasa concurrencia.
–Buenas noches a todos –Nadie le contestó. Sólo Luis le respondió con la mirada y le invitó a sentarse a su lado con un gesto. Jaime, se dirigió a él con una sonrisa cegadora– ¡Don Luis Menéndez, qué placer! ¿Cómo va el negocio del dinero? Me han dicho que te van a hacer dueño del nuevo banco.
–Un día de estos −respondió Luis sin mucho entusiasmo.
−¡Olvida la clara! Mejor una de éstas −pidió Jaime al camarero, apuntando la cerveza de importación que saboreaba su amigo−. ¡Qué frío hace! Me he pasado todo el día en la obra cogiendo frío. Este invierno está siendo duro ya desde el principio.
−Pero qué dices, si tenemos un otoño más suave que nunca. Han dicho hace un minuto en la tele que bajarán algo las temperaturas la semana que viene. Y recuerda que invierno, lo que se dice invierno, hasta el veintiuno de diciembre…
−Bueno, bueno, es una manera de hablar. Tú ya me entiendes −Jaime recogió la cerveza que le pasó el silencioso camarero y le dio un gustoso trago, suspiró como quién se siente satisfecho y retomó la palabra−. ¿Qué tal va el lío del banco? ¿Alguna noticia?
−Sí −contestó Luis dibujando una irresistible sonrisa−, tengo lo mío arreglado. Pronto empezará el baile, quieren que la gente se endulce el mal trago con el turrón y que las vacaciones hagan olvidar el palo. Pero yo estoy a salvo, ya tengo todo hablado. No puedo decírselo a nadie −había bajado el tono de voz a lo imperceptible y le hablaba en un susurro a su amigo− pero estoy salvado.
−¡Qué gran noticia!
−Estoy muy contento, pero que no salga de nosotros.
−¿Y el resto de tu gente?
−Mira, hay que ser prácticos −Luis se crecía con el uso de la palabra, volvió serio el gesto y empezó a gesticular las manos como si las palabras necesitaran moldearse−, nosotros somos la entidad absorbida en este caso, tenemos asegurada la derrota, sólo queda una salida, pasarse al enemigo. Yo sé que esto es impopular y muy poco romántico, pero para salvar la vida hay que estar del lado del más fuerte.
−Eres una rata inmunda −le dijo Jaime entre risas agasajando a su amigo.
−Soy un hombre práctico.
Aún en diciembre quedaban algunas hojas verdes despistadas, escondidas en las copas de los árboles de la avenida de Europa. El otoño había sido lluvioso, pero suave en temperaturas, hasta hace dos semanas, cuando el frío había llegado de pronto. Las fiestas de primeros de mes hicieron que el reloj corriera más deprisa y las luces navideñas parecían estar puestas este año antes que nunca. Los barrios comerciales empezaban a abarrotarse por las tardes y la televisión bombardeaba con su empacho de burbujas y perfumes. La Navidad venía anunciándose desde hace demasiadas semanas, tantas que la mayoría había olvidado su llegada, sumergida en la vorágine comercial del consumismo. Sólo unos pocos seguían pendientes de su llegada puntual, el veinticinco de diciembre.
En un pequeño local comunitario, con una vieja mesa y varias sillas de resina blanca, cada una de un modelo diferente, el consejo rector de la comunidad de vecinos de la calle Albania treinta y cinco trataba de decidir la ornamentación navideña de la urbanización.
Moisés, como presidente de la comunidad de propietarios, llevaba el peso de la reunión.
−El conserje