Los libertadores. Gerardo López Laguna

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Los libertadores - Gerardo López Laguna страница 2

Los libertadores - Gerardo López Laguna Novela

Скачать книгу

volví a cruzar el arroyo... Les seguí, sin ruido, como hacemos cuando vamos a cazar... Me volví a esconder porque vi que se acercaban a un lugar donde había más gente... Entonces pude oírles y ver todo aquello... Es como lo que tú nos has contado muchas veces cuando nos hablas de «los sufrimientos que hay en el mundo»...

      Don Ángelo se alarmó interiormente aún más, pero, por los chicos, controló sus emociones mientras en su mente aparecían con nitidez estas palabras: «llegó la hora de las pruebas», «tenía que llegar»... Inmediatamente dijo:

      -Sigue Iván, cuéntalo todo, deprisa...

      -...Llevaban a Bo agarrado por los brazos y lo pusieron delante de un hombre que tenía una capa negra y una ropa parecida a la de esos hombres. Creo que tenía un palo en la mano, pero brillaba con el sol. Le puso a Bo el palo en la barbilla y le levantó la cabeza. Los hombres le llamaban «Sire». Les preguntó si habían visto a alguien más y ellos le mintieron... Se miraron a las caras y uno de ellos dijo que habían visto a lo lejos otro chico... no dijeron nada de lo que había pasado conmigo. Entonces, ese que llamaban Sire le preguntó a Bo que dónde vivía y con cuánta gente vivía... Pero Bo bajó la cabeza y no dijo nada...

      Iván interrumpió la narración y mirando otra vez a Don Ángelo comenzó a llorar de nuevo. Con cara de desesperación siguió hablando:

      -El Sire esperó un momento y al ver que Bo no hablaba, dijo a los otros: «no importa»... y con el palo le dio a Bo un golpe en un hombro... Bo se agachó; vi que le dolía. El hombre le dio otra vez en la espalda y luego movió la cabeza y los hombres que agarraban a Bo lo llevaron a un carro gigante que tenía dos jaulas muy grandes...

      -¿Jaulas?

      -Sí, Don Ángelo, dos jaulas...

      En el corazón dolorido del viejo sacerdote ya se había asentado una resolución. Sabía lo que había que hacer y porqué había que hacerlo. Don Ángelo levantó la cabeza súbitamente mientras indicaba a Iván con la mano que parara de hablar un momento. Con voz fuerte dijo:

      -Espera, Iván. ¡Rápido! Raquel, ve corriendo a la explanada y dile a Tasunka que lleve a los niños a la Gran Cabaña, al comedor. Que no recojan la pizarra ni los cuadernos ni nada... No les asustes... a Tasunka cuéntale aparte esto... Que no te oigan los niños. Tenéis que calzarlos a todos. ¡Vete ya, deprisa!... Tú, Ismael, y tú, Sabá, id a mi choza y sacad del baúl los petates pequeños... Tenéis que hacer lo que os he enseñado, y ahora de verdad. Ya sabéis, la ropa de viaje, la carne seca y lo demás... Llenad los pellejos de agua, ¡venga, venga! Ah, Tonino, ve corriendo con ellos; en la mesa de mi choza, en el cajón derecho hay dos rollos; trae aquí el de la cinta roja....

      Los demás muchachos continuaban silenciosos, nerviosos y expectantes, tanto por las veloces indicaciones de Don Ángelo como por las palabras de Iván. Algunos apretaban con la mano las crucecillas de madera que les colgaban del cuello... Don Ángelo volvió a inclinar la cabeza para mirar a Iván. El chico contemplaba la escena con los ojos muy abiertos, rojos por el llanto. Su rostro iba y venía siguiendo a los que corrían por indicación de Don Ángelo. Éste se dirigió otra vez a él:

      -Iván, sigue, ¿qué quieres decir con eso de las jaulas?

      -Don Ángelo, el carro era muy grande y tenía dos jaulas... en una había mucha gente, todos callados y sentados. Allí metieron a Bo, le desataron y le empujaron por una puerta... Pero en la otra jaula había animales... Es lo que te he dicho antes, es como lo que nos has contado... Parecían perros, como los nuestros, pero estaban muy quietos y tenían una cabeza enorme y una boca enorme... Los pude ver bien desde donde estaba escondido: los dientes les salían por los lados de la boca, y los ojos eran muy raros... parecía que se abrían y cerraban pero se les veían los ojos abiertos siempre... Todos eran oscuros, casi negros.

      -Sauriones... son sauriones -dijo Don Ángelo.

      Cuando los chicos le oyeron se acentuó la expresión de miedo en sus rostros. En unos por la incertidumbre, pero otros recordaban ese nombre. Alguna vez se lo habían oído a Don Ángelo cuando éste les contaba antiguas anécdotas y les explicaba algunos de los desvaríos de los hombres en lo que denominaba «afán ridículo de querer ser como dioses»... Don Ángelo, tras un segundo de silencio respetado por Iván, continuó:

      -...¡Sauriones! Pero para qué... Nadie puede controlar a esos animales... ¿Viste algo mas, Iván?

      -Vi a Bo que se sentaba donde estaban casi todos, en la parte de la jaula más alejada de la otra jaula... También vi a varios hombres subidos en otros animales... De estos me acuerdo, de cuando tú nos hablaste de ellos y nos hiciste algunos dibujos: eran cabúfalos... Luego unos empezaron a gritar a otros, el que llamaban Sire se subió en uno de los cabúfalos y el carro gigante hizo un ruido extraño. Nunca había oído nada así: el ruido no paraba y unas veces era más alto y otras más bajo... Entonces el carro empezó a moverse sin que lo empujara nadie y sin tiro de ningún animal... Se fueron hacia el este, donde está el Aduar. Yo esperé un rato largo y luego vine hasta aquí corriendo lo más que podía.

      El Sire abría la comitiva montado en su cabúfalo. A su lado, también a lomos de uno de esos animales, iba su lugarteniente. Más atrás algunos jinetes, todos avanzando con parsimonia mientras miraban continuamente por los alrededores. Les seguía el camión con las jaulas e inmediatamente después un par de carretas cargadas de provisiones y tiradas por mulos. A los lados del camión y de las carretas, como escoltas, caminaban a pie unos treinta soldados.

      Braco, el lugarteniente, se dirigió a su jefe:

      -Sire, esos dos chicos, el que hemos atrapado y el otro, no pueden vivir solos; tiene que haber cerca alguna aldea.

      -Lo sé, Braco. Lo malo es que no conocemos este lugar. De todos modos no puede ser grande... el mar se huele desde aquí... Estoy harto; cada vez tenemos que ir más lejos para capturar alguna pieza. Si los imbéciles de las explotaciones cuidaran la mercancía... pero no, para ellos es fácil reclamar una y otra vez más mano de obra. Al final siempre lo consiguen y no les importa saber cuánto nos ha costado. Porque ese es el problema, Braco, que nos pagan bien pero lo que gastamos en la búsqueda de piezas válidas, eso ni lo saben ni lo quieren saber...

      -Sí, Sire...

      -¿Te acuerdas, Braco, de cuando éramos jóvenes? Entonces todo era más fácil... muchas aldeas y mucha gente... -el Sire se quedó pensativo un momento mientras con una sonrisa rememoraba aquellas incursiones de antaño-... y cuando nos habíamos gastado todo podíamos saquear y tomar lo que quisiéramos... Eh, Braco, aquellos eran buenos tiempos... ¿Te acuerdas del puente del Loira, aquella borrachera, cuando nos tiraron al agua aquellos campesinos?...

      Los dos rieron un instante mientras Braco, entre risa y risa, le decía:

      -¿Cómo no me voy a acordar, Sire?

      Braco se animó con estos recuerdos. Los cabúfalos resoplaban mientras seguían avanzando al paso. A los animales no parecía importarles que sus jinetes hicieran movimientos bruscos al gesticular y reírse. El lugarteniente siguió hablando jocosamente:

      -Por poco nos ahogamos... y luego, cuando nos recogieron los hombres, empapados, tú, que seguías borracho, les ordenaste a dos que nos dieran su ropa seca... Todavía me acuerdo de ellos: dos pajaritos recién reclutados en cueros vivos y secando nuestras ropas al fuego... Tenían el culo rojo de frío...

      Volvieron a reír de modo estruendoso. En ese momento algo les llamó la atención: un par de sauriones se habían enzarzado durante unos segundos con la pretensión de morderse. Habían hecho un ruido considerable. El Sire y su lugarteniente dieron

Скачать книгу