Los libertadores. Gerardo López Laguna

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Los libertadores - Gerardo López Laguna Novela

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Esta era la comunidad que tenía por cabeza al viejo Don Ángelo.

      Al ver a todos juntos empezaron a revolotear en su mente fugaces imágenes y recuerdos. El rostro risueño de Bo...y la pregunta dolorida de cómo estaría en aquel mismo instante, qué pensaría... quizá estaba herido, con seguridad asustado y desconcertado...

      Don Ángelo recordó en una fracción de segundo la llegada a ese lugar, con Yuri en una suerte de mochila a sus espaldas. Aquel primer niño apenas tenía un año. Se lo había entregado monseñor Virás. El anciano obispo de Aquitania lo había rescatado de una choza ardiendo. A pesar de su ostensible cojera y del cansancio de una larga caminata, el obispo corrió al oír los llantos de un bebe en medio del tremendo sonido que produce el crepitar de las llamas en una casucha de madera, adobe y ramajes. Cuando entró a toda prisa tropezó con el cuerpo de un hombre joven muerto. A su lado yacía una mujer, una muchacha, casi una niña, que también parecía muerta. Agarró al bebé, tirado en el suelo y envuelto en unas telas mugrientas, y salió inmediatamente. El acompañante del obispo estaba fuera, asustado y expectante. Acababa de empuñar el cayado que el anciano había arrojado al suelo, cuando éste apareció con el minúsculo fardo que lloraba. El hombre soltó de inmediato los dos bastones, el suyo y el del obispo, para tomar en sus brazos al pequeño que con rápido gesto le ofrecía el monseñor. Éste se dio la vuelta y entró de nuevo en la choza tapándose la boca y la nariz con la mano izquierda. Se agachó y observó que la mujer aún respiraba. La arrastró como pudo y una vez fuera pudo oír cómo débilmente repetía:

      -...Mi hijo, mi hijo, Yuri, mi hijo...

      El obispo se inclinó y le dijo al oído:

      -Tu hijo está bien, mírale.

      Hizo una seña a su acompañante, y éste se acercó y le mostró el niño a la mujer agonizante. Ella había reclinado la cabeza; miró al niño y sonrió. Luego volvió a torcer el gesto por el dolor: tenía varios disparos en el abdomen. Murió cuando monseñor Virás rezaba por ella y le signaba la frente con la señal de la cruz.

      El obispo y su acompañante se lamentaron por no poder dar sepultura al cuerpo de la mujer. Respecto al joven muerto en la choza, probablemente su marido, ya el fuego se había encargado del cuerpo. Los dos hombres eran viejos, no tenían utensilios para cavar, el bebé lloraba... Monseñor Virás y su amigo arrastraron el cadáver de la mujer hasta un pequeño hueco situado al lado de un árbol. Buscaron algunas piedras e hicieron lo que pudieron... que fue bien poco. Para trasladar el cuerpo, el acompañante del obispo sólo podía utilizar una mano pues en el otro brazo tenía al bebé. Lo mismo para coger piedras, a la fuerza pequeñas. Rezaron un responso y marcharon de allí.

      El obispo le contó todo esto a Don Ángelo cuando se encontraron meses después. Aquel hombre tenía el cuerpo quebrado. La cojera de la pierna y las numerosas marcas que se distribuían por su espalda, su pecho, su cara y sus brazos, atestiguaban el trato que había recibido en sus numerosos años de cautiverio. Sí, tenía el cuerpo roto, pero su alma era la de un águila: siempre mirando el horizonte desde arriba.

      Monseñor Virás encomendó a Don Ángelo el cuidado del niño, Yuri, como le había llamado su madre. El sacerdote quedó sorprendido por el encargo, pero su obispo, al ver su reacción, le sonrió maliciosamente y le dijo:

      -Ángelo, hijo mío, no te asustes. Esto es sólo el principio. Ya lo verás.

      Y sonrió otra vez con una mirada jocosa. Don Ángelo no supo a qué se refería hasta que empezaron a llegar más niños al alejado lugar de retiro que había encontrado. Este lugar lo conocían pocas personas: un pastor al que el obispo le pidió que acompañara a Don Ángelo en su búsqueda, y algunos enviados que, siguiendo las indicaciones de ese pastor le fueron llevando niños a lo largo de los años. Al principio venían al cabo de unos meses, luego las visitas se fueron espaciando cada vez más... Encontraban menos niños abandonados o rechazados, pero no porque hubiera menos abandonos y rechazos sino porque había menos niños. Don Ángelo también notaba la desproporción numérica de varones y hembras, pero esto, por desgracia, ya sabía a qué se debía: en la vieja Europa hacía ya tiempo que se había asentado en muchos la costumbre del infanticidio femenino; además, los buscadores de material para los burdeles siempre estaban al acecho.

      José, el más pequeño, tenía dos años cuando lo trajeron. Desde entonces habían transcurrido ya algo más de tres años y nadie había vuelto a traer a ningún otro niño. En esa última visita Don Ángelo pudo saber que monseñor Virás continuaba vivo, muy enfermo pero con la suficiente energía como para hacerse llevar en un viejo carro para hacer sus viajes pastorales y consolar a los muchos desgraciados con los que se cruzaba. Ese hombre era testigo de lo que es ser un hombre libre: nada le impedía volver a sonreír...

      Don Ángelo miró a los chicos. Estos no se habían dado cuenta de la invasión de recuerdos que habían asaltado a su querido Don Ángelo... Misterios de la mente humana: un solo segundo había bastado para que todas esas imágenes atravesaran la cabeza y el corazón del viejo sacerdote. Recorrió con su mirada a todos los muchachos y les sonrió. Un gesto sencillo que actuó como medicina para el alma, ahora inquieta, de todos ellos.

      -Sé que todos os estáis preguntando por lo que ha pasado con Bo, quiénes son esas personas de las que nos ha hablado Iván, y qué es lo que vamos a hacer... Son mercenarios que se dedican al tráfico de hombres... Capturan hombres para venderlos...

      Un murmullo recorrió todo el grupo. Los chicos se miraban entre sí y se cruzaban palabras en voz baja...«eso pensaba cuando Iván estaba hablando»... «y qué va a pasar con Bo»... «van a venir a por nosotros»...

      Don Ángelo prosiguió:

      -No tenemos tiempo para muchas explicaciones. Ya sabéis lo que supone esto que os he dicho. Van a buscar por todas partes para encontrarnos... Habrán supuesto que Bo e Iván no estaban solos.

      -¿Qué podemos hacer? -preguntó Baruc, un muchacho de quince años que llamaba la atención por sus rizos de color absolutamente negro.

      -Escuchadme todos -respondió Don Ángelo- ... Es hora de «cortar las amarras»... Lo que hemos hablado juntos tantas veces... Vamos a hacer dos grupos. Uno tiene que llevarse a los niños.

      Dirigiéndose a Tonino, que seguía en pie a su lado, le dijo:

      -Tú, Tonino, eres responsable de este primer grupo. Contigo van a ir... tú, Tasunka; a ti los niños te quieren de un modo especial, y, además, eres el único al que siempre obedecen... Va a ser muy peligroso. También vosotras, Raquel y Edita, vais a ir con ellos... Y vosotros tres, Sabá, Baruc y Mikel, vais en este grupo. Sois los más fuertes y en algún momento tendréis que cargar con alguno de los niños. Vosotras sois buenas cazadoras, y a Tonino le va a hacer falta explorar el terreno más de una vez...

      Don Ángelo quedó pensativo un momento. Se dirigió al mayor de todos y le dijo:

      -Yuri, por favor, trae rápido unas tijeras.

      Todos se sorprendieron un poco por esta petición. Enseguida comprenderían. Yuri se levantó y, sorteando a todos los que estaban sentados en el suelo, salió de la choza corriendo. Volvió en unos segundos con el instrumento en la mano. Mientras, los integrantes del primer grupo se habían puesto en pie -excepto Tasunka que seguía vigilando a los niños sentado a la puerta- y se habían situado al lado de Tonino.

      Yuri entró, e inmediatamente le preguntó a Don Ángelo:

      -Ya están aquí las tijeras; ¿qué hago con ellas?

      Don Ángelo volvió la cabeza a su derecha y observó fugazmente a Raquel y

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