Los libertadores. Gerardo López Laguna

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Los libertadores - Gerardo López Laguna страница 8

Los libertadores - Gerardo López Laguna Novela

Скачать книгу

de nuevo y de pronto les dijo alzando la voz:

      -¡Bueno, vamos, deprisa! Tenéis que marchar ya... Espera un momento, Tonino.

      Se puso a hurgar en un cajón de la mesa y sacó un pequeño crucifijo tallado en madera. Se lo entregó a Tonino mientras le decía:

      -Cuando lleguéis allí, dale esto al P. Bernard. Lo hizo él mismo. Sabrá que venís de mi parte sin duda... Si el P. Bernard hubiera muerto, enséñaselo al nuevo abad... De todos modos no os preocupéis. Ellos os acogerán.

      Tonino se puso tenso. En silencio contemplaba cómo Don Ángelo enrollaba otra vez el mapa. Entonces, con los ojos brillantes por la emoción, le dijo a Don Ángelo:

      -Pero, vosotros, ¿qué vais a hacer? ¿cuándo nos encontraremos?

      Don Ángelo le puso las manos en los dos hombros. Todos los demás miraban con ansiedad en los ojos esperando respuesta a esas preguntas, las mismas que brotaban del interior de cada uno.

      -Si Dios quiere, Tonino, nos veremos en el monasterio. Cuando Él quiera... Nosotros... nosotros vamos a intentar liberar a Bo...

      Un silencio absoluto siguió a estas palabras, pero fue roto de inmediato por el mismo Don Ángelo:

      -Tasunka, rápido, ve con los niños a por los petates. Sabá, ¿habéis guardado las vendas de los pies?... en esas montañas hará frío a pesar de ser primavera.

      -Sí, Don Ángelo, hemos guardado todo lo que hay que llevar... pero no hemos terminado de llenar los petates porque nos has llamado.

      -No importa, lo hacemos nosotros ahora mismo. Tonino, toma el mapa y la brújula. Los que os vais ahora id a recoger vuestros petates...

      Salieron deprisa todos los asignados a este primer grupo y en unos breves minutos ya estaban preparados para salir. Don Ángelo salió de la choza. Yuri y todos los que escuchaban sentados en el suelo, que ya se habían incorporado, le siguieron. Los dos grupos de muchachos estaban frente a frente y en medio de ellos Don Ángelo que, tomando otra vez la palabra, les dijo:

      -¡Dios! ¡cómo quisiera que siguiéramos juntos! Pero no tenemos tiempo.

      Dio unos pasos y se acercó a Tonino. En silencio le bendijo, le puso la mano izquierda sobre la cabeza mientras con el pulgar de la derecha le hacía el signo de la cruz en la frente. En silencio también se dirigió a los niños, que le miraban sin comprender qué estaba pasando. Por sus manos y por su corazón pasaron los rostros de Voilov, Marinova, Tosawi, Sara, Francesco y José. Después se incorporó de nuevo, pues con los niños se había inclinado, y procedió a hacer el mismo gesto con Tasunka, Sabá, Baruc, Mikel y con las dos chicas, ahora con el pelo corto, Raquel y Edita.

      -Tenéis que salir de aquí ya, ahora.

      Se dieron la vuelta y comenzaron a caminar deprisa, aunque todos, en momentos alternos, iban girando la cabeza hacia atrás para contemplar al grupo que se quedaba con Don Ángelo. Al viejo, que seguía mirando fijamente la marcha de parte de sus chicos, le caían las lágrimas. Otra vez, con una palmada, se sacudió el dolor y dándose la vuelta se puso frente a Yuri y los demás. Yuri rompió el silencio. Una fuerza interior le impulsaba a tomar iniciativas, algo a lo que, como le había recordado Don Ángelo a Tonino, estaba acostumbrado.

      -Don Ángelo, vamos a terminar los petates... Tenemos que soltar a las ovejas y las gallinas, pero vamos a tener problemas con los perros; nos van a seguir.

      Efectivamente en La Casa convivían con tres grandes perros que se habían criado con ellos desde que eran unos cachorrillos. Los trajeron cuando Yuri tenía siete años y tanto él como sus compañeros se inspiraron para ponerles nombres en los animales desconocidos de los que les hablaba Don Ángelo en sus clases. Así pues, los perros recibieron estos nombres: León, Tigre y Oso.

      Los perros estaban acostumbrados a las idas y venidas de los chicos, y a no ser que les llamaran por su nombre solían quedarse entre las chozas, los corrales y por los inmediatos alrededores. El problema es que ahora, si marchaban todos, es muy probable que los perros les quisieran acompañar, y dada la misión que Don Ángelo se había propuesto los animales no podían ir con ellos pues, tarde o temprano, se convertirían en un peligro para el grupo. Los perros podían delatar sus escondites o sus ladridos y movimientos podían alertar a los traficantes.

      -Tengo una idea -soltó de improviso Lí.

      Todos volvieron la cabeza algo asombrados: Lí era un muchacho de rasgos orientales famoso en la comunidad tanto por su perenne sonrisa como por su silencio. Jamás intervenía en el Consejo...

      Lí expuso entonces lo que se le había ocurrido:

      -¿Os acordáis de lo que pasó hace dos inviernos, cuando los metimos en el corral?

      Todos recordaron. Aquel invierno había sido muy frío. Lo pasaron mal, sobre todo con los pies. Habituados a inviernos más o menos templados iban, como siempre, con sus sandalias encima de las vendas con las que enrollaban los pies. Aquello no bastaba para contener adecuadamente ese frío. Los chicos, ignorantes de las fuerzas y capacidades de aquellos perros, temieron por ellos, y en lugar de dejarles, como era lo habitual, en sus casetas abiertas, en las que entraban y salían a su gusto, optaron por encerrarlos de noche en el corral con las ovejas. Don Ángelo les había dicho que los perros no iban a tener problemas con ese frío, pero los chicos pensaron que era mejor guarecerles en ese lugar cerrado y más caliente. Los perros parece que opinaban como Don Ángelo, de modo que durante varias horas, por la noche, se dedicaron a escarbar por los laterales del corral, al pie de una de las paredes. Cuando amaneció, los muchachos encontraron, sorprendidos, que los perros estaban jugueteando fuera del corral. Inspeccionaron la puerta, pero seguía cerrada. Entonces se percataron del agujero. Lí, con sus breves palabras, les recordó a todos aquel suceso. Y siguió diciéndoles:

      -Si hacemos ahora lo mismo tendremos una ventaja de varias horas hasta que consigan salir.

      Todos lo aprobaron, y espontáneamente Magdi se dirigió a Lí:

      -Vamos a hacerlo nosotros, Lí.

      Los dos chicos se fueron corriendo, primero a liberar a las ovejas, que estaban en la cerca exterior del corral, y después a llamar a los perros para proceder a su encierro.

      Don Ángelo escuchaba con atención, y con la grata sensación de que muchas de sus enseñanzas habían calado en el corazón de los chicos. Otros habrían zanjado el problema matando a los perros, pero para aquellos muchachos esto habría resultado inconcebible. Es verdad que cazaban y pescaban, pero también era verdad que lo hacían ajenos a toda crueldad.

      Tras la carrera precipitada de Magdi y de Lí, Yuri volvió a tomar la palabra:

      -Vamos rápido a terminar con los petates que queden y a llenar los pellejos de agua.

      Don Ángelo le dijo:

      -Yuri, por favor, prepara uno para mí; yo tengo que recoger algunas cosas.

      Los chicos siguieron a Yuri y Don Ángelo entró de nuevo en su choza. Agarró una pequeña mochila con una correa, que luego guardaría en su petate, y salió deprisa en dirección a la pequeña capillita que habían construido años atrás. Don Ángelo pensaba, rezaba y se movía a la vez. Guardó en la mochila una cantimplora con vino, un frasco pequeño con aceite y, envueltas en un paño, varias obleas de pan.

      El

Скачать книгу